Ayer recibí la carta de Katrina, cuando aún no hacía una semana que mi padre y yo habíamos regresado de Los Angeles. Estaba dirigida a Wilmington, Delaware, y me había mudado dos veces después de vivir allí. Ahora la gente se muda mucho, y observé con curiosidad cómo las direcciones tachadas y los rótulos de cambio de do¬micilio podían asumir un aire acusador. Su carta estaba arrugada y manchada, con una esquina gastada por el manoseo. Leí su contenido y un momento después me encontré en la sala, con el teléfono en la mano, a punto de llamar a papá. Dejé el auricular con un sentimiento parecido al horror. Era anciano y había tenido dos infar¬tos. ¿Estaba justificado que le telefoneara y le hablara de la carta de Katrina cuando acabábamos de volver de Los Ángeles? Eso podría haberlo matado.
De modo que no lo llamé. Y no tenía a quién contár¬selo... Una carta como ésa era demasiado personal, tanto que sólo podría haber hablado de ella con mi esposa o con un amigo muy íntimo. En los últimos años no he en¬tablado grandes amistades, y mi esposa Helen y yo nos divorciamos en 1971. Ahora sólo nos intercambiamos tarjetas de Navidad. ¿Cómo estás? ¿Cómo marcha el tra¬bajo? Te deseo un feliz Año Nuevo.
Había pasado toda la noche en vela, con la carta de Katrina. Podría haber escrito lo mismo en una postal. Debajo del «Querido Larry» había una sola frase. Pero una frase puede decirlo todo. Puede hacerlo todo.
Recordé la imagen de mi padre en el avión, el aspecto avejentado y demacrado de su rostro bajo la implacable luz del sol, a 6.000 metros de altura, mientras volábamos hacia el Oeste desde Nueva York. Según el piloto acabá¬bamos de sobrevolar Omaha, y papá dijo: «Está mucho más lejos de lo que parece, Larry.» Su voz destilaba una pena que me hizo sentir incómodo, porque no la entendía. La entendí mejor después de recibir la carta de Katrina.
Nos criamos en un pueblo llamado Hemingford Home, ciento veinte kilómetros al oeste de Omaha. Allí vivíamos mi padre, mi madre, mi hermana Katrina y yo. Yo era dos años mayor que Katrina, a quien todos llama¬ban Kitty. Ésta era una niña hermosa y luego se convirtió en una hermosa mujer..., e incluso cuando tenía ocho años, en la época en que ocurrió el episodio del granero, ya era evidente que su cabello rubio como las barbas del maíz no se oscurecería nunca, y que sus ojos siempre conservarían su color azul escandinavo. Bastaba que un hombre mirara esos ojos para que quedara cautivado.
Se podría decir que la nuestra fue una infancia cam¬pesina. Mi padre tenía ciento veinte hectáreas de pradera llana, fértil, donde cultivaba maíz y criaba ganado. Todos la llamaban sencillamente «la hacienda». En aquellos tiempos todos los caminos eran de tierra, exceptuando la carretera comarcal 80 y la carretera 96 de Nebraska, y un paseo a la ciudad era algo que esperabas durante tres días.
Actualmente soy, según dicen, uno de los mejores abogados independientes de los Estados Unidos, especia¬lizado en corporaciones, y debo confesar, para ser since¬ro, que estoy de acuerdo con quienes sustentan esa opi¬nión. En una oportunidad el presidente de una gran compañía me presentó al consejo de administración como su pistolero a sueldo. Uso los mejores trajes y mis zapatos están confeccionados con el mejor cuero. Tengo tres asistentes que trabajan durante toda la jornada para mí, y podría contratar otros doce, si los necesitara. Pero en aquellos tiempos iba a pie por un camino de tierra hasta una escuela de una sola aula, con los libros ceñidos por un cinturón, sobre el hombro, y Katrina me acompa¬ñaba. A veces, en primavera, íbamos descalzos. Y ésa era la época en que no te atendían en una cafetería ni podías comprar en un mercado, si no usabas zapatos.
Después murió mi madre —cuando Katrina y yo asis¬tíamos a la escuela secundaria de Columbia City— y dos años más tarde mi padre perdió la hacienda y se dedicó a la venta de tractores. Ése fue el fin de la familia, aunque entonces no pareció tan malo. Mi padre prosperó en su trabajo, se compró una agencia de ventas, y hace aproxi¬madamente nueve años lo eligieron para un cargo direc¬tivo. Yo gané una beca en la Universidad de Nebraska, ju¬gando al fútbol, y aprendí algo más que a sacar el balón de un cerrojo suizo.
¿Y Katrina? Pero es de ella de quien quiero hablar.
El episodio del granero se produjo un sábado de co¬mienzos de noviembre. En verdad, no recuerdo bien el año, pero Eisenhower todavía era presidente. Mamá es¬taba en una feria de beneficiencia de Columbia City, y papá había ido a la casa de nuestro vecino más próximo (a diez kilómetros de distancia) para ayudarlo a reparar un rastrillo de heno. Teóricamente debería haber habido un peón en la hacienda, pero ese día no concurrió a tra¬bajar y mi padre lo despidió antes de que transcurriera un mes.
Papá me dejó una lista de las faenas que debía reali¬zar (v también había algunas para Kitty) y nos ordenó que no nos fuéramos a jugar hasta que estuviera todo ter¬minado. Pero eso no nos ocupó mucho tiempo. Estába¬mos en noviembre, y a esa altura del año ya no había grandes apremios. Nuevamente habíamos salido a flote. No sería siempre así.
Recuerdo perfectamente aquel día. El cielo estaba en¬capotado, v si bien no hacía frío se sentía que quería ha¬cer frío, que quería dejarse de rodeos v arremeter con la escarcha y la helada, la nieve y la cellisca. Los campos es¬taban desnudos. Los animales se mostraban lerdos y pe¬sados. Por la casa parecían soplar raras comentes de aire que antes nunca habíamos sentido.
En un día como ése, el lugar ideal era el granero. Ca¬luroso, poblado por un agradable aroma combinado de heno, pelo y estiércol, y por los misteriosos cloqueos y arrullos de las golondrinas congregadas en el tercer he¬nil. Si echabas la cabeza hacia atrás veías la blanca luz de noviembre que se filtraba por las grietas del techo y tra¬taba de deletrear tu nombre. Ése era un juego que en realidad sólo parecía atractivo en los días encapotados de otoño.
Había una escalera clavada a un travesaño de la parte más alta del tercer henil, una escalera que bajaba direc¬tamente al piso del granero. Nos habían prohibido trepar por ella porque estaba vieja y desvencijada. Papá le había prometido cien veces a mamá que la quitaría y la rem¬plazaría por otra más sólida, pero cuando tenía tiempo para hacerlo siempre había algo que lo distraía. Por ejemplo, debía ayudar a reparar el rastrillo de un vecino. Y el peón no servía para nada.
Si subías por la enclenque escalera —había exacta¬mente cuarenta y tres peldaños, que Kitty y yo habíamos contado hasta hartarnos— terminabas en una viga situa¬da a más de veinte metros del piso sembrado de paja. Y si después te deslizabas unos cuatro metros por la viga, con las rodillas trémulas, las articulaciones de los tobillos que crujían y la boca seca e impregnada de sabor a me¬cha quemada, quedabas suspendido sobre el almiar. Y entonces podías saltar de la viga y caer veinte metros en línea recta, en una horrible e hilarante zambullida mor¬tal, hasta hundirte en un inmenso y mullido lecho exube¬rante. El heno tenía un olor dulzón, y al fin descansabas en medio de ese aroma de verano renacido, después de haber dejado el estómago atrás y en medio del aire, y te sentías..., bien, como debió de sentirse Lázaro. Habías saltado y habías sobrevivido para contarlo.
Claro que era un deporte prohibido. Si nos hubieran sorprendido, mi madre habría puesto el grito en el cielo y mi padre nos habría azotado, a pesar de que ya no éra¬mos crios. Debido al estado de la escalera, y también por¬que si por casualidad perdías el equilibrio y caías de la viga antes de haber llegado al blando colchón de heno, era seguro que te descalabrarías contra las duras tablas del piso.
Pero la tentación era demasiado grande. Cuando no está el gato..., bien, ya conocéis el refrán.
Ese día empezó como todos los otros, con una deliciosa sensación de miedo mezclado con deseos anhelan¬tes. Estábamos al pie de la escalera, mirándonos el uno al otro. Kitty estaba congestionada, con los ojos más oscu¬ros y centelleantes que de costumbre.
—Te desafío —dije.
—El desafiante sube primero —respondió Kitty.
—Las chicas suben antes que los chicos —contraata¬qué en seguida.
—No si es peligroso —respondió ella bajando reca¬tadamente los ojos, como si no fuera público y notorio que ella era la segunda machota de Hemingford. Mas ése era su comportamiento habitual. Subía, pero no antes que yo.
—Está bien —asentí—. Ya subo. Ese año yo tenía diez años y era flaco como una estaca: pesaba aproximada¬mente cuarenta y cinco kilos. Kitty tenía ocho años y pe¬saba diez kilos menos. Pensábamos que si la escalera siempre nos había aguantado, seguiría aguantándonos indefinidamente, idea ésta que pone constantemente en apuros a hombros y naciones.
Ese día sentí que la escalera cimbreaba un poco en la atmósfera polvorienta del granero a medida que subía cada vez a mayor altura. Como siempre, aproximada¬mente a mitad del trayecto, imaginé lo que me sucedería si de pronto la escalera cedía y se desmoronaba. Pero se¬guí subiendo hasta que pude sujetarme de la viga e izar¬me y mirar hacia abajo.
Él rostro de Kitty, vuelto hacia arriba para mirarme, era un pequeño óvalo blanco. Con su camisa a cuadros desteñida y sus vaqueros azules, parecía una muñeca. Sobre mi cabeza, en los polvorientos recovecos del alero, las golondrinas arrullaban dulcemente.
De nuevo, ajusfándome al ritual:
—¡Qué tal, ahí abajo! —grité, y mi voz flotó hasta ella montada sobre motas de paja.
—¡Qué tal, ahí arriba!
Me puse en pie. Oscilé un poco hacia atrás y adelante. Como siempre, parecieron soplar súbitamente extrañas corrientes de aire que no habían existido abajo. Oí los la¬tidos de mi propio corazón mientras empezaba a avanzar con los brazos estirados para conservar el equilibrio. Una vez, una golondrina había revoloteado cerca de mi cabeza en ese momento de la aventura, y al respingar había estado a punto de caerme. Vivía con el temor de que ese
trance pudiera repetirse.
Pero no esta vez. Por fin estaba sobre el seguro col¬chón de heno. Ahora mirar hacia abajo era más sensual que terrorífico. Hubo un momento de expectación. Des¬pués salté al vacío, apretándome aparatosamente la na¬riz, como lo hacía siempre, y el súbito tirón de la grave¬dad me arrastró brutalmente, a plomo, v me hizo sentir deseos de gritar: ¡Oh, lo siento, me he equivocado, dejad¬me subir de nuevo!
Entonces tomé contacto con el heno, me incrusté en él como un proyectil, y su olor dulzón y polvoriento me rodeó mientras seguía hundiéndome, como en un agua espesa, hasta quedar lentamente sepultado en la paja. Como siempre, sentí que un estornudo cobraba forma en mi nariz. Y oí que uno o dos ratones de campo huían asustados en busca de un sector más apacible del almiar. Y sentí, curiosamente, que había renacido. Recuerdo que en una oportunidad Kitty me había dicho que después de zambullirse en el heno se sentía fresca y flamante, como un bebé. En ese momento no le hice caso —porque en¬tendía a medias lo que quería decir, y a medias no lo en¬tendía— pero desde que recibí su carta, yo también pien¬so en eso.
Bajé de la pila de heno, casi nadando en ella, hasta que mis pies tocaron el piso del granero. Tenía heno de¬bajo de los pantalones y entre la espalda y la camisa. Se me había metido en las zapatillas y me asomaba por los codos. ¿Simientes de heno en el pelo? Claro que sí.
En ese momento Kitty ya había llegado a la mitad de la escalera. Sus trenzas doradas bailoteaban sobre sus omóplatos, y seguía trepando por un haz polvoriento de luz. En otras ocasiones esa luz podría haber sido tan bri¬llante como su cabello, pero ese día sus trenzas no tenían competencia..., eran el elemento de mayor colorido que había allí arriba.
Pensé, bien lo recuerdo, que no me gustaba la forma en que se combaba la escalera. Parecía más destartalada que nunca.
Entonces llegó a la viga, muy arriba... Y ahora yo era el pequeño, mi cara era el minúsculo óvalo blanco vuelto hacia ella cuando su voz bajó flotando junto con las briz¬nas de paja que había movilizado mi salto.
—¡Qué tal, ahí abajo!
—¡Qué tal, ahí arriba!
Avanzó por la viga y mi corazón se distendió un poco en el pecho cuando calculé que estaba a salvo sobre el heno. Siempre ocurría lo mismo, aunque ella siempre había sido más grácil que yo... Y más atlética, si no os pa¬rece demasiado raro que diga esto acerca de mi hermana menor.
Se empinó sobre las punteras de sus viejas zapatillas, con las manos estiradas al frente. Y después dio el salto del ángel. Hablad de lo inolvidable, de lo indescriptible. Bien, yo puedo describirlo... en parte. Pero no con la pre¬cisión suficiente para haceros entender hasta qué punto fue bello, perfecto, uno de los pocos trances de mi vida que parecen absolutamente reales y auténticos. No, no os lo puedo explicar con tanta fidelidad. Ni mi pluma ni mi lengua tienen la maestría que haría falta para ello.
Por un instante fugaz pareció flotar en el aire, como si la sostuviera una de esas misteriosas corrientes ascen¬dentes que sólo existían en el tercer henil, transformada en una golondrina rutilante de plumaje dorado como Nebraska no ha vuelto a ver otra. Era Kitty, mi hermana, con los brazos doblados hacia atrás y la espalda arquea¬da, ¡y cuánto la amé durante esa fracción de segundo!
Y después cayó y se hundió en el heno y se perdió de vista. Del boquete que había abierto brotó una explosión de paja y de risas. Olvidé cuan débil me había parecido la escalera con ella encima, y cuando salió del almiar yo ya estaba nuevamente a mitad de trayecto.
Yo también intenté ejecutar el salto del ángel, pero el miedo me atenazó como siempre, y mi ángel se transfor¬mó en una bala de cañón. Creo que nunca terminé de convencerme, como Kitty, de que el heno estaba allí.
¿Cuánto duró el juego? Quien sabe. Pero después de diez o doce saltos levanté la vista y vi que la luz había cambiado. Mamá y papá tardarían en volver y nosotros estábamos cubiertos de paja..., lo cual era una prueba tan contundente como una confesión firmada. Accedimos a pegar un salto más cada uno.
Yo subí antes que ella y sentí que la escalera se movía bajo mis pies y oí, muy débilmente, el chirrido de los cla¬vos que se aflojaban en la madera. Y por primera vez me sentí auténtica, activamente asustado. Creo que si hubie¬ra estado más cerca del pie de la escalera habría bajado y que ahí habría terminado todo, pero la viga estaba más próxima y parecía más segura. Cuando me faltaban tres peldaños para llegar arriba aumentó el chirrido de los clavos tirantes y el terror me congeló súbitamente, con la certeza de que me había excedido.
Hasta que mis manos cogieron la viga astillada y ali¬geraron a la escalera de mi peso. Un sudor frío, desagra¬dable, pegoteaba las briznas de paja a mi frente. El juego ya había perdido su atractivo.
Enderecé de prisa hacia el almiar y me dejé caer. Ni siquiera saboreé la parte placentera del salto. Mientras descendía, me imaginé lo que habría sentido si hubiera sido el piso sólido del granero el que venía a mi encuen¬tro en lugar de la blanda turgencia del heno.
Cuando asomé en el centro del granero vi que Kitty trepaba apresuradamente por la escalera.
—¡Eh, baja! —grité—. ¡No es segura!
—¡Me sostendrá! —respondió ella con un tono con¬fiado—. ¡Soy más ligera que tú!
—Kitty...
Pero no pude terminar la frase. Porque fue entonces cuando cedió la escalera.
Se partió con un chasquido de madera podrida, asti¬llada. Yo grité y Kitty chilló. Estaba más o menos donde me hallaba yo cuando me convencí de que había puesto exageradamente a prueba mi suerte.
El peldaño sobre el que ella se apoyaba se desprendió y después los dos largueros se separaron. Por un mo¬mento la escalera, que se había zafado totalmente, pare¬ció, a los pies de Kitty, un insecto portentoso, una mantis religiosa, que acababa de tomar la decisión de alejarse.
A continuación la escalera se desplomó, estrellándose contra el piso del granero con un estampido seco que le¬vantó una nube de polvo e hizo mugir, inquietas, a las va¬cas del establo vecino. Una de ellas pateó la puerta de su pesebre.
Kitty lanzó un alarido agudo, penetrante.
—¡Larry! ¡Larry! ¡Ayúdame!
Sabía lo que había que hacer, lo comprendí en segui¬da. Tenía un miedo espantoso, pero conservaba el uso de mis facultades. Estaba a más de veinte metros de altura, sus piernas enfundadas en los vaqueros se agitaban frené¬ticamente en el vacío, y las golondrinas arrullaban sobre su cabeza. Sí, yo estaba asustado. Y confieso que todavía no soy capaz de presenciar un espectáculo de acrobacia en el circo, ni siquiera en la TV. Me revuelve el estómago.
Pero sabía lo que había que hacer.
—¡Kitty! —le grité—. ¡Quédate quieta! ¡Quieta!
Me obedeció al instante. Dejó de agitar las piernas y quedó colgada verticalmente, con las manecitas cerradas sobre el último peldaño del extremo astillado de la escalera, como una acróbata cuyo trapecio se hubiera inmovilizado.
Sinceramente, no recuerdo lo que ocurrió después, excepto que el heno se me metió en la nariz y empecé a estornudar y no pude contenerme. Corría de un lado a otro, levantando una pila de heno allí donde había estado la base de la escalera. Era una pila muy pequeña. Al mi¬rarla, y al mirarla luego a ella, que colgaba tan arriba, cualquiera habría pensado en una de esas caricaturas que muestran a un tipo saltando desde cien metros den¬tro de un vaso de agua.
Iba y venía. Iba y venía.
—¡ Larry, no podré resistir más tiempo! —El timbre de su voz era atiplado y desesperado.
—¡Tienes que resistir, Kitty! ¡Tienes que resistir!
Iba y venía. El heno me caía dentro de la camisa. Iba y venía. Ahora la pila de heno me llegaba a la barbilla, pero el almiar en el que nos zambullíamos tenía ocho metros de profundidad. Pensé que si sólo se fracturaba las piernas debería darse por satisfecha. Y sabía que si caía fuera del heno se mataría. Iba y venía.
—¡Larry! ¡El peldaño! ¡Se está zafando!
Oí el chirrido sistemático y crepitante del peldaño que cedía por efecto de su peso. Volvió a agitar las pier¬nas, despavorida, pero si seguía moviéndolas así le erra¬ría inevitablemente al heno.
—¡No! —vociferé—, ¡No! ¡No hagas eso! ¡Suéltate! ¡Suéltale, Kitty! —Porque ya no tenía tiempo para juntar más heno. No tenía tiempo para nada que no fuera ali¬mentar un ciego optimismo.
Se soltó y se dejó caer apenas se lo ordené. Bajó recta como un cuchillo. Me pareció que su caída duraba una eternidad, con sus trenzas de oro fuertemente estiradas hacia arriba, con los ojos cerrados, con el rostro pálido como la porcelana. No gritó. Tenía las manos entrelaza¬das delante de los labios, como si rezara.
Y cayó justó en el centro de la pila de heno. Se hundió en ella hasta perderse de vista. La paja salió despedida en todas direcciones como si hubiera estallado una granada, y oí el ruido que produjo su cuerpo al chocar contra las tablas. El ruido, fuerte y sordo, hizo que me recorriera un escalofrío mortal. Había sido demasiado fuerte, demasia¬do fuerte. Pero tenía que ver lo que había ocurrido.
Llorando, me abalancé sobre la pila de heno y empecé a apartarlo, arrojando grandes manojos a mis espaldas. Salió a la luz una pierna enfundada en un vaquero, des¬pués una camisa a cuadros... Y después el rostro de Kitty. Estaba mortalmente pálida y tenía los ojos cerrados. Al mirarla me di cuenta de que estaba muerta. El mundo se puso gris, con un gris de noviembre. El único toque de ca¬lor que había en él era el de sus trenzas, de oro rutilante.
Y después el azul profundo de sus iris cuando abrió los ojos.
—¿Kitty? —Mi voz sonaba ronca, gangosa, incrédula. Mi garganta estaba tapizada de polvillo de heno—. ¿Kitty?
—¿Larry? —pregunto ella, atónita—. ¿Estoy viva? La levanté del heno y la estrujé y ella me echó los bra¬zos al cuello y me devolvió el abrazo.
—Estás vivas —dije—. Estás viva, estás viva.
Se había fracturado el tobillo izquierdo, y eso fue todo. Cuando el doctor Pedersen, el clínico general de Columbia City, entró en el granero con mi padre y con¬migo, miró durante un largo rato las sombras del techo. El último peldaño de la escalera aún colgaba allí, sesga¬do, de un clavo.
Como digo, miró durante un largo rato.
—Un milagro —le dijo a mi padre, y después pateó desdeñosamente el heno que yo había apilado. Se enca¬minó hacia su «De Soto» polvoriento y se fue.
Mi padre me colocó la mano sobre el hombro.
—Iremos a la leñera, Larry —manifestó con voz muy serena—. Supongo que sabes qué es lo que pasará allí.
—Sí, señor —susurré.
—Quiero que cada vez que te zurre, Larry, le agradez¬cas a Dios que tu hermana sigue viva.
—Sí, señor.
Después nos fuimos. Me zurró muchas veces, tantas veces que durante una semana comí en pie, y durante las dos semanas siguientes con un cojín en mi silla. Y cada vez que me pegaba con su gran mano roja y callosa, yo le daba gracias a Dios.
Con voz potente, muy potente. Cuando recibí los dos o tres últimos golpes, no tenía duda de que Él me oía.
Me dejaron entrar a verla un poco antes de la hora de acostarme. Recuerdo que había un tordo del otro lado de su ventana. Su pie vendado descansaba sobre una tabla.
Me miró durante tanto tiempo y con tanta ternura que me sentí incómodo. Por fin dijo:
—Heno. Pusiste heno.
—Claro que sí —exclamé—. ¿Qué otra cosa podía ha¬cer? Cuando se rompió la escalera no me quedó ningún medio para llegar arriba.
—No sabía lo que hacías —murmuró.
—¡Pero tenías que saberlo! ¡Estaba debajo de ti, por el amor de Dios!
—No me atreví a mirar —respondió—. Tenía dema¬siado miedo. No abrí en ningún momento los ojos.
—¿No lo sabías? ¿No sabías lo que estaba haciendo? Meneó la cabeza.
—Y cuando te dije que te soltaras..., ¿lo hiciste sin mirar? Asintió con un movimiento de cabeza.
—Kitty, ¿cómo pudiste hacer eso?
Me miró con esos profundos ojos azules.
—Sabía que debías de haber hecho algo para solucio¬narlo —dijo—, Eres mi hermano mayor. Sabía que te ocuparías de mí.
—Oh, Kitty, no imaginas qué poco faltó. Me había cubierto el rostro con las manos. Ella se irguió en la cama y las apartó. Me besó en la mejilla.
—No —murmuró—. Pero sabía que tú estabas ahí abajo. Caray, qué sueño. Hasta mañana, Larry. El doctor Pedersen dice que me podrán una escayola.
Estuvo escayolada durante poco menos de un mes, y todos sus compañeros de escuela firmaron el yeso..., e in¬cluso me lo hizo firmar a mí. Y cuando se lo quitaron, ahí terminó el episodio del granero. Mi padre remplazó la escalera que llevaba al tercer henil por otra nueva y fuer¬te, pero nunca volví a trepar a la viga para saltar sobre el heno. Por lo que sé, Kitty tampoco lo hizo.
Ése fue el fin, pero no lo fue. Quién sabe por qué, la historia no terminó hasta hace nueve días, cuando Kitty saltó desde el último piso del edificio de una compañía de seguros, en Los Ángeles. Tengo el recorte del Los An¬geles Times en mi billetera. Supongo que lo llevaré siem¬pre conmigo, no con la alegría con que llevas las instan¬táneas de las personas que deseas recordar o las entradas de un buen espectáculo o parte del programa de un par¬tido del Campeonato Mundial. Llevo el recorte conmigo como llevas algo pesado, porque tienes el deber de llevar¬lo. El titular dice; PROSTITUTA DE LUJO SE SUICIDA CON EL SALTO DEL ÁNGEL.
Crecimos. Esto es todo lo que sé, dejando de lado los hechos sin importancia. Ella pensaba estudiar Adminis¬tración de Empresas en Omaha, pero el verano después de terminar el bachillerato ganó un concurso de belleza y se casó con uno de los jueces. Parece un chiste obsceno, ¿verdad? Mi Kitty.
Mientras yo estudiaba Derecho ella se divorció y me escribió una larga carta, de diez o más páginas, en la que me contaba cómo había pasado todo, qué repugnante ha¬bía sido, cómo todo habría sido mejor si ella hubiera po¬dido tener un hijo. Me preguntaba si podía ir a verla. Pero perder una semana en la Facultad de Derecho es tan grave como perder un año en un curso inferior de artes li¬berales. Esos tipos son galgos. Si pierdes de vista el conejito mecánico, no lo encuentras nunca más.
Se mudó a Los Angeles y volvió a casarse. Cuando naufragó ese matrimonio, yo había regresado de la Fa¬cultad de Derecho. Me escribió otra carta, más breve, más amarga. Me decía que nunca se dejaría atrapar en ese tiovivo. Era una rutina inalterable. La única forma de coger la sortija consistía en caerse del caballito y rom¬perse el cráneo. Si ése era el precio de una vuelta gratis, ella no estaba dispuesta a pagarlo. Posdata: ¿Puedes ve¬nir, Larry? Hace mucho que no te veo.
Le escribí diciéndole que me habría encantado ir a vi¬sitarla, pero que no era posible. Había conseguido traba¬jo en una firma con grandes tensiones internas, y yo es¬taba en la base de la pirámide: todo el trabajo recaía sobre mis espaldas y nadie reconocía mis méritos. Si quería subir el escalón siguiente, tendría que lograrlo ese mismo año. Ésa fue mi larga carta, en la que hablaba ex¬clusivamente de mi carrera.
Contesté todas sus cartas. Pero nunca llegué a con¬vencerme verdaderamente de que era Kitty quien las es¬cribía ¿entendéis?, así como antes no había podido con¬vencerme de que el heno estaba realmente allí..., hasta que interrumpía mi caída por el vacío y me salvaba la vida. No podía persuadirme de que mi hermana y la mu¬jer vencida que firmaba «Kitty», rodeando su nombre con un círculo, al pie de las cartas, eran en realidad la misma persona. Mi hermana era una muchacha con trenzas, cuyos pechos aún no se habían desarrollado.
Fue ella la que dejó de escribir. Me enviaba tarjetas de Navidad, me felicitaba para mi cumpleaños, y mi esposa le correspondía igualmente. Después nos divorciamos y yo me mudé y me olvidé de todo. La Navidad siguiente y, a continuación, el día de mi cumpleaños, las tarjetas me llegaron gracias a que había comunicado mi cambio de domicilio en la oficina de correos. El primer cambio. Y yo me decía constantemente: caray, tengo que escribirle a Kitty y comunicarle que me he mudado. Pero no lo hice.
Sin embargo, como ya he dicho, todos éstos son deta¬lles que carecen de importancia. Lo único que interesa es que maduramos y que ella dio el salto del ángel desde el último piso del edificio de una compañía de seguros, y que ella creía que el heno estaría siempre abajo. Kitty era la que había dicho: «Sabía que debías estar haciendo algo para solucionarlo.» Ésas son las cosas que en verdad importan. Y la carta de Kitty.
Actualmente todos se mudan continuamente, y es cu¬rioso que esas direcciones tachadas y esos rótulos de cambio de domicilio puedan asumir la forma de acusa¬ciones. Kitty había estampado el remite en el ángulo su¬perior izquierdo del sobre, y esa dirección correspondía al apartamento donde había estado viviendo hasta que saltó. En un hermoso edificio de Van Nuys. Papá y yo fui¬mos allí a recoger sus cosas. La casera se mostró muy amable. Estimaba a Katty.
El matasellos tenía fecha de dos semanas antes de su muerte. La carta debería haberme llegado mucho antes, si no hubiera sido por los cambios de domicilio. Ella de¬bía de haberse cansado de esperar.
Querido Larry:
Últimamente he estado pensando mucho en eso... Y he resuelto que lo mejor para mi habría sido que el último peldaño se hubiera roto antes de que tú pudieses apilar el heno.
Tu Kitty
Si, supongo que Kitty debió de cansarse de esperar. Prefiero pensar esto y no que ella llegó a la conclusión de que yo la había olvidado. No me habría gustado que pen¬sara eso, porque tal vez esa sola frase habría sido lo úni¬co que me habría hecho acudir corriendo a su lado.
Pero ni siquiera ésta es la razón por la que ahora me cuesta dormirme. Cuando cierro los párpados y empiezo a amodorrarme, la veo caer del tercer henil, con los ojos dilatados y muy azules, el cuerpo arqueado, los brazos doblados hacia atrás.
Ella era la que siempre sabía que el heno estaría allí.
De modo que no lo llamé. Y no tenía a quién contár¬selo... Una carta como ésa era demasiado personal, tanto que sólo podría haber hablado de ella con mi esposa o con un amigo muy íntimo. En los últimos años no he en¬tablado grandes amistades, y mi esposa Helen y yo nos divorciamos en 1971. Ahora sólo nos intercambiamos tarjetas de Navidad. ¿Cómo estás? ¿Cómo marcha el tra¬bajo? Te deseo un feliz Año Nuevo.
Había pasado toda la noche en vela, con la carta de Katrina. Podría haber escrito lo mismo en una postal. Debajo del «Querido Larry» había una sola frase. Pero una frase puede decirlo todo. Puede hacerlo todo.
Recordé la imagen de mi padre en el avión, el aspecto avejentado y demacrado de su rostro bajo la implacable luz del sol, a 6.000 metros de altura, mientras volábamos hacia el Oeste desde Nueva York. Según el piloto acabá¬bamos de sobrevolar Omaha, y papá dijo: «Está mucho más lejos de lo que parece, Larry.» Su voz destilaba una pena que me hizo sentir incómodo, porque no la entendía. La entendí mejor después de recibir la carta de Katrina.
Nos criamos en un pueblo llamado Hemingford Home, ciento veinte kilómetros al oeste de Omaha. Allí vivíamos mi padre, mi madre, mi hermana Katrina y yo. Yo era dos años mayor que Katrina, a quien todos llama¬ban Kitty. Ésta era una niña hermosa y luego se convirtió en una hermosa mujer..., e incluso cuando tenía ocho años, en la época en que ocurrió el episodio del granero, ya era evidente que su cabello rubio como las barbas del maíz no se oscurecería nunca, y que sus ojos siempre conservarían su color azul escandinavo. Bastaba que un hombre mirara esos ojos para que quedara cautivado.
Se podría decir que la nuestra fue una infancia cam¬pesina. Mi padre tenía ciento veinte hectáreas de pradera llana, fértil, donde cultivaba maíz y criaba ganado. Todos la llamaban sencillamente «la hacienda». En aquellos tiempos todos los caminos eran de tierra, exceptuando la carretera comarcal 80 y la carretera 96 de Nebraska, y un paseo a la ciudad era algo que esperabas durante tres días.
Actualmente soy, según dicen, uno de los mejores abogados independientes de los Estados Unidos, especia¬lizado en corporaciones, y debo confesar, para ser since¬ro, que estoy de acuerdo con quienes sustentan esa opi¬nión. En una oportunidad el presidente de una gran compañía me presentó al consejo de administración como su pistolero a sueldo. Uso los mejores trajes y mis zapatos están confeccionados con el mejor cuero. Tengo tres asistentes que trabajan durante toda la jornada para mí, y podría contratar otros doce, si los necesitara. Pero en aquellos tiempos iba a pie por un camino de tierra hasta una escuela de una sola aula, con los libros ceñidos por un cinturón, sobre el hombro, y Katrina me acompa¬ñaba. A veces, en primavera, íbamos descalzos. Y ésa era la época en que no te atendían en una cafetería ni podías comprar en un mercado, si no usabas zapatos.
Después murió mi madre —cuando Katrina y yo asis¬tíamos a la escuela secundaria de Columbia City— y dos años más tarde mi padre perdió la hacienda y se dedicó a la venta de tractores. Ése fue el fin de la familia, aunque entonces no pareció tan malo. Mi padre prosperó en su trabajo, se compró una agencia de ventas, y hace aproxi¬madamente nueve años lo eligieron para un cargo direc¬tivo. Yo gané una beca en la Universidad de Nebraska, ju¬gando al fútbol, y aprendí algo más que a sacar el balón de un cerrojo suizo.
¿Y Katrina? Pero es de ella de quien quiero hablar.
El episodio del granero se produjo un sábado de co¬mienzos de noviembre. En verdad, no recuerdo bien el año, pero Eisenhower todavía era presidente. Mamá es¬taba en una feria de beneficiencia de Columbia City, y papá había ido a la casa de nuestro vecino más próximo (a diez kilómetros de distancia) para ayudarlo a reparar un rastrillo de heno. Teóricamente debería haber habido un peón en la hacienda, pero ese día no concurrió a tra¬bajar y mi padre lo despidió antes de que transcurriera un mes.
Papá me dejó una lista de las faenas que debía reali¬zar (v también había algunas para Kitty) y nos ordenó que no nos fuéramos a jugar hasta que estuviera todo ter¬minado. Pero eso no nos ocupó mucho tiempo. Estába¬mos en noviembre, y a esa altura del año ya no había grandes apremios. Nuevamente habíamos salido a flote. No sería siempre así.
Recuerdo perfectamente aquel día. El cielo estaba en¬capotado, v si bien no hacía frío se sentía que quería ha¬cer frío, que quería dejarse de rodeos v arremeter con la escarcha y la helada, la nieve y la cellisca. Los campos es¬taban desnudos. Los animales se mostraban lerdos y pe¬sados. Por la casa parecían soplar raras comentes de aire que antes nunca habíamos sentido.
En un día como ése, el lugar ideal era el granero. Ca¬luroso, poblado por un agradable aroma combinado de heno, pelo y estiércol, y por los misteriosos cloqueos y arrullos de las golondrinas congregadas en el tercer he¬nil. Si echabas la cabeza hacia atrás veías la blanca luz de noviembre que se filtraba por las grietas del techo y tra¬taba de deletrear tu nombre. Ése era un juego que en realidad sólo parecía atractivo en los días encapotados de otoño.
Había una escalera clavada a un travesaño de la parte más alta del tercer henil, una escalera que bajaba direc¬tamente al piso del granero. Nos habían prohibido trepar por ella porque estaba vieja y desvencijada. Papá le había prometido cien veces a mamá que la quitaría y la rem¬plazaría por otra más sólida, pero cuando tenía tiempo para hacerlo siempre había algo que lo distraía. Por ejemplo, debía ayudar a reparar el rastrillo de un vecino. Y el peón no servía para nada.
Si subías por la enclenque escalera —había exacta¬mente cuarenta y tres peldaños, que Kitty y yo habíamos contado hasta hartarnos— terminabas en una viga situa¬da a más de veinte metros del piso sembrado de paja. Y si después te deslizabas unos cuatro metros por la viga, con las rodillas trémulas, las articulaciones de los tobillos que crujían y la boca seca e impregnada de sabor a me¬cha quemada, quedabas suspendido sobre el almiar. Y entonces podías saltar de la viga y caer veinte metros en línea recta, en una horrible e hilarante zambullida mor¬tal, hasta hundirte en un inmenso y mullido lecho exube¬rante. El heno tenía un olor dulzón, y al fin descansabas en medio de ese aroma de verano renacido, después de haber dejado el estómago atrás y en medio del aire, y te sentías..., bien, como debió de sentirse Lázaro. Habías saltado y habías sobrevivido para contarlo.
Claro que era un deporte prohibido. Si nos hubieran sorprendido, mi madre habría puesto el grito en el cielo y mi padre nos habría azotado, a pesar de que ya no éra¬mos crios. Debido al estado de la escalera, y también por¬que si por casualidad perdías el equilibrio y caías de la viga antes de haber llegado al blando colchón de heno, era seguro que te descalabrarías contra las duras tablas del piso.
Pero la tentación era demasiado grande. Cuando no está el gato..., bien, ya conocéis el refrán.
Ese día empezó como todos los otros, con una deliciosa sensación de miedo mezclado con deseos anhelan¬tes. Estábamos al pie de la escalera, mirándonos el uno al otro. Kitty estaba congestionada, con los ojos más oscu¬ros y centelleantes que de costumbre.
—Te desafío —dije.
—El desafiante sube primero —respondió Kitty.
—Las chicas suben antes que los chicos —contraata¬qué en seguida.
—No si es peligroso —respondió ella bajando reca¬tadamente los ojos, como si no fuera público y notorio que ella era la segunda machota de Hemingford. Mas ése era su comportamiento habitual. Subía, pero no antes que yo.
—Está bien —asentí—. Ya subo. Ese año yo tenía diez años y era flaco como una estaca: pesaba aproximada¬mente cuarenta y cinco kilos. Kitty tenía ocho años y pe¬saba diez kilos menos. Pensábamos que si la escalera siempre nos había aguantado, seguiría aguantándonos indefinidamente, idea ésta que pone constantemente en apuros a hombros y naciones.
Ese día sentí que la escalera cimbreaba un poco en la atmósfera polvorienta del granero a medida que subía cada vez a mayor altura. Como siempre, aproximada¬mente a mitad del trayecto, imaginé lo que me sucedería si de pronto la escalera cedía y se desmoronaba. Pero se¬guí subiendo hasta que pude sujetarme de la viga e izar¬me y mirar hacia abajo.
Él rostro de Kitty, vuelto hacia arriba para mirarme, era un pequeño óvalo blanco. Con su camisa a cuadros desteñida y sus vaqueros azules, parecía una muñeca. Sobre mi cabeza, en los polvorientos recovecos del alero, las golondrinas arrullaban dulcemente.
De nuevo, ajusfándome al ritual:
—¡Qué tal, ahí abajo! —grité, y mi voz flotó hasta ella montada sobre motas de paja.
—¡Qué tal, ahí arriba!
Me puse en pie. Oscilé un poco hacia atrás y adelante. Como siempre, parecieron soplar súbitamente extrañas corrientes de aire que no habían existido abajo. Oí los la¬tidos de mi propio corazón mientras empezaba a avanzar con los brazos estirados para conservar el equilibrio. Una vez, una golondrina había revoloteado cerca de mi cabeza en ese momento de la aventura, y al respingar había estado a punto de caerme. Vivía con el temor de que ese
trance pudiera repetirse.
Pero no esta vez. Por fin estaba sobre el seguro col¬chón de heno. Ahora mirar hacia abajo era más sensual que terrorífico. Hubo un momento de expectación. Des¬pués salté al vacío, apretándome aparatosamente la na¬riz, como lo hacía siempre, y el súbito tirón de la grave¬dad me arrastró brutalmente, a plomo, v me hizo sentir deseos de gritar: ¡Oh, lo siento, me he equivocado, dejad¬me subir de nuevo!
Entonces tomé contacto con el heno, me incrusté en él como un proyectil, y su olor dulzón y polvoriento me rodeó mientras seguía hundiéndome, como en un agua espesa, hasta quedar lentamente sepultado en la paja. Como siempre, sentí que un estornudo cobraba forma en mi nariz. Y oí que uno o dos ratones de campo huían asustados en busca de un sector más apacible del almiar. Y sentí, curiosamente, que había renacido. Recuerdo que en una oportunidad Kitty me había dicho que después de zambullirse en el heno se sentía fresca y flamante, como un bebé. En ese momento no le hice caso —porque en¬tendía a medias lo que quería decir, y a medias no lo en¬tendía— pero desde que recibí su carta, yo también pien¬so en eso.
Bajé de la pila de heno, casi nadando en ella, hasta que mis pies tocaron el piso del granero. Tenía heno de¬bajo de los pantalones y entre la espalda y la camisa. Se me había metido en las zapatillas y me asomaba por los codos. ¿Simientes de heno en el pelo? Claro que sí.
En ese momento Kitty ya había llegado a la mitad de la escalera. Sus trenzas doradas bailoteaban sobre sus omóplatos, y seguía trepando por un haz polvoriento de luz. En otras ocasiones esa luz podría haber sido tan bri¬llante como su cabello, pero ese día sus trenzas no tenían competencia..., eran el elemento de mayor colorido que había allí arriba.
Pensé, bien lo recuerdo, que no me gustaba la forma en que se combaba la escalera. Parecía más destartalada que nunca.
Entonces llegó a la viga, muy arriba... Y ahora yo era el pequeño, mi cara era el minúsculo óvalo blanco vuelto hacia ella cuando su voz bajó flotando junto con las briz¬nas de paja que había movilizado mi salto.
—¡Qué tal, ahí abajo!
—¡Qué tal, ahí arriba!
Avanzó por la viga y mi corazón se distendió un poco en el pecho cuando calculé que estaba a salvo sobre el heno. Siempre ocurría lo mismo, aunque ella siempre había sido más grácil que yo... Y más atlética, si no os pa¬rece demasiado raro que diga esto acerca de mi hermana menor.
Se empinó sobre las punteras de sus viejas zapatillas, con las manos estiradas al frente. Y después dio el salto del ángel. Hablad de lo inolvidable, de lo indescriptible. Bien, yo puedo describirlo... en parte. Pero no con la pre¬cisión suficiente para haceros entender hasta qué punto fue bello, perfecto, uno de los pocos trances de mi vida que parecen absolutamente reales y auténticos. No, no os lo puedo explicar con tanta fidelidad. Ni mi pluma ni mi lengua tienen la maestría que haría falta para ello.
Por un instante fugaz pareció flotar en el aire, como si la sostuviera una de esas misteriosas corrientes ascen¬dentes que sólo existían en el tercer henil, transformada en una golondrina rutilante de plumaje dorado como Nebraska no ha vuelto a ver otra. Era Kitty, mi hermana, con los brazos doblados hacia atrás y la espalda arquea¬da, ¡y cuánto la amé durante esa fracción de segundo!
Y después cayó y se hundió en el heno y se perdió de vista. Del boquete que había abierto brotó una explosión de paja y de risas. Olvidé cuan débil me había parecido la escalera con ella encima, y cuando salió del almiar yo ya estaba nuevamente a mitad de trayecto.
Yo también intenté ejecutar el salto del ángel, pero el miedo me atenazó como siempre, y mi ángel se transfor¬mó en una bala de cañón. Creo que nunca terminé de convencerme, como Kitty, de que el heno estaba allí.
¿Cuánto duró el juego? Quien sabe. Pero después de diez o doce saltos levanté la vista y vi que la luz había cambiado. Mamá y papá tardarían en volver y nosotros estábamos cubiertos de paja..., lo cual era una prueba tan contundente como una confesión firmada. Accedimos a pegar un salto más cada uno.
Yo subí antes que ella y sentí que la escalera se movía bajo mis pies y oí, muy débilmente, el chirrido de los cla¬vos que se aflojaban en la madera. Y por primera vez me sentí auténtica, activamente asustado. Creo que si hubie¬ra estado más cerca del pie de la escalera habría bajado y que ahí habría terminado todo, pero la viga estaba más próxima y parecía más segura. Cuando me faltaban tres peldaños para llegar arriba aumentó el chirrido de los clavos tirantes y el terror me congeló súbitamente, con la certeza de que me había excedido.
Hasta que mis manos cogieron la viga astillada y ali¬geraron a la escalera de mi peso. Un sudor frío, desagra¬dable, pegoteaba las briznas de paja a mi frente. El juego ya había perdido su atractivo.
Enderecé de prisa hacia el almiar y me dejé caer. Ni siquiera saboreé la parte placentera del salto. Mientras descendía, me imaginé lo que habría sentido si hubiera sido el piso sólido del granero el que venía a mi encuen¬tro en lugar de la blanda turgencia del heno.
Cuando asomé en el centro del granero vi que Kitty trepaba apresuradamente por la escalera.
—¡Eh, baja! —grité—. ¡No es segura!
—¡Me sostendrá! —respondió ella con un tono con¬fiado—. ¡Soy más ligera que tú!
—Kitty...
Pero no pude terminar la frase. Porque fue entonces cuando cedió la escalera.
Se partió con un chasquido de madera podrida, asti¬llada. Yo grité y Kitty chilló. Estaba más o menos donde me hallaba yo cuando me convencí de que había puesto exageradamente a prueba mi suerte.
El peldaño sobre el que ella se apoyaba se desprendió y después los dos largueros se separaron. Por un mo¬mento la escalera, que se había zafado totalmente, pare¬ció, a los pies de Kitty, un insecto portentoso, una mantis religiosa, que acababa de tomar la decisión de alejarse.
A continuación la escalera se desplomó, estrellándose contra el piso del granero con un estampido seco que le¬vantó una nube de polvo e hizo mugir, inquietas, a las va¬cas del establo vecino. Una de ellas pateó la puerta de su pesebre.
Kitty lanzó un alarido agudo, penetrante.
—¡Larry! ¡Larry! ¡Ayúdame!
Sabía lo que había que hacer, lo comprendí en segui¬da. Tenía un miedo espantoso, pero conservaba el uso de mis facultades. Estaba a más de veinte metros de altura, sus piernas enfundadas en los vaqueros se agitaban frené¬ticamente en el vacío, y las golondrinas arrullaban sobre su cabeza. Sí, yo estaba asustado. Y confieso que todavía no soy capaz de presenciar un espectáculo de acrobacia en el circo, ni siquiera en la TV. Me revuelve el estómago.
Pero sabía lo que había que hacer.
—¡Kitty! —le grité—. ¡Quédate quieta! ¡Quieta!
Me obedeció al instante. Dejó de agitar las piernas y quedó colgada verticalmente, con las manecitas cerradas sobre el último peldaño del extremo astillado de la escalera, como una acróbata cuyo trapecio se hubiera inmovilizado.
Sinceramente, no recuerdo lo que ocurrió después, excepto que el heno se me metió en la nariz y empecé a estornudar y no pude contenerme. Corría de un lado a otro, levantando una pila de heno allí donde había estado la base de la escalera. Era una pila muy pequeña. Al mi¬rarla, y al mirarla luego a ella, que colgaba tan arriba, cualquiera habría pensado en una de esas caricaturas que muestran a un tipo saltando desde cien metros den¬tro de un vaso de agua.
Iba y venía. Iba y venía.
—¡ Larry, no podré resistir más tiempo! —El timbre de su voz era atiplado y desesperado.
—¡Tienes que resistir, Kitty! ¡Tienes que resistir!
Iba y venía. El heno me caía dentro de la camisa. Iba y venía. Ahora la pila de heno me llegaba a la barbilla, pero el almiar en el que nos zambullíamos tenía ocho metros de profundidad. Pensé que si sólo se fracturaba las piernas debería darse por satisfecha. Y sabía que si caía fuera del heno se mataría. Iba y venía.
—¡Larry! ¡El peldaño! ¡Se está zafando!
Oí el chirrido sistemático y crepitante del peldaño que cedía por efecto de su peso. Volvió a agitar las pier¬nas, despavorida, pero si seguía moviéndolas así le erra¬ría inevitablemente al heno.
—¡No! —vociferé—, ¡No! ¡No hagas eso! ¡Suéltate! ¡Suéltale, Kitty! —Porque ya no tenía tiempo para juntar más heno. No tenía tiempo para nada que no fuera ali¬mentar un ciego optimismo.
Se soltó y se dejó caer apenas se lo ordené. Bajó recta como un cuchillo. Me pareció que su caída duraba una eternidad, con sus trenzas de oro fuertemente estiradas hacia arriba, con los ojos cerrados, con el rostro pálido como la porcelana. No gritó. Tenía las manos entrelaza¬das delante de los labios, como si rezara.
Y cayó justó en el centro de la pila de heno. Se hundió en ella hasta perderse de vista. La paja salió despedida en todas direcciones como si hubiera estallado una granada, y oí el ruido que produjo su cuerpo al chocar contra las tablas. El ruido, fuerte y sordo, hizo que me recorriera un escalofrío mortal. Había sido demasiado fuerte, demasia¬do fuerte. Pero tenía que ver lo que había ocurrido.
Llorando, me abalancé sobre la pila de heno y empecé a apartarlo, arrojando grandes manojos a mis espaldas. Salió a la luz una pierna enfundada en un vaquero, des¬pués una camisa a cuadros... Y después el rostro de Kitty. Estaba mortalmente pálida y tenía los ojos cerrados. Al mirarla me di cuenta de que estaba muerta. El mundo se puso gris, con un gris de noviembre. El único toque de ca¬lor que había en él era el de sus trenzas, de oro rutilante.
Y después el azul profundo de sus iris cuando abrió los ojos.
—¿Kitty? —Mi voz sonaba ronca, gangosa, incrédula. Mi garganta estaba tapizada de polvillo de heno—. ¿Kitty?
—¿Larry? —pregunto ella, atónita—. ¿Estoy viva? La levanté del heno y la estrujé y ella me echó los bra¬zos al cuello y me devolvió el abrazo.
—Estás vivas —dije—. Estás viva, estás viva.
Se había fracturado el tobillo izquierdo, y eso fue todo. Cuando el doctor Pedersen, el clínico general de Columbia City, entró en el granero con mi padre y con¬migo, miró durante un largo rato las sombras del techo. El último peldaño de la escalera aún colgaba allí, sesga¬do, de un clavo.
Como digo, miró durante un largo rato.
—Un milagro —le dijo a mi padre, y después pateó desdeñosamente el heno que yo había apilado. Se enca¬minó hacia su «De Soto» polvoriento y se fue.
Mi padre me colocó la mano sobre el hombro.
—Iremos a la leñera, Larry —manifestó con voz muy serena—. Supongo que sabes qué es lo que pasará allí.
—Sí, señor —susurré.
—Quiero que cada vez que te zurre, Larry, le agradez¬cas a Dios que tu hermana sigue viva.
—Sí, señor.
Después nos fuimos. Me zurró muchas veces, tantas veces que durante una semana comí en pie, y durante las dos semanas siguientes con un cojín en mi silla. Y cada vez que me pegaba con su gran mano roja y callosa, yo le daba gracias a Dios.
Con voz potente, muy potente. Cuando recibí los dos o tres últimos golpes, no tenía duda de que Él me oía.
Me dejaron entrar a verla un poco antes de la hora de acostarme. Recuerdo que había un tordo del otro lado de su ventana. Su pie vendado descansaba sobre una tabla.
Me miró durante tanto tiempo y con tanta ternura que me sentí incómodo. Por fin dijo:
—Heno. Pusiste heno.
—Claro que sí —exclamé—. ¿Qué otra cosa podía ha¬cer? Cuando se rompió la escalera no me quedó ningún medio para llegar arriba.
—No sabía lo que hacías —murmuró.
—¡Pero tenías que saberlo! ¡Estaba debajo de ti, por el amor de Dios!
—No me atreví a mirar —respondió—. Tenía dema¬siado miedo. No abrí en ningún momento los ojos.
—¿No lo sabías? ¿No sabías lo que estaba haciendo? Meneó la cabeza.
—Y cuando te dije que te soltaras..., ¿lo hiciste sin mirar? Asintió con un movimiento de cabeza.
—Kitty, ¿cómo pudiste hacer eso?
Me miró con esos profundos ojos azules.
—Sabía que debías de haber hecho algo para solucio¬narlo —dijo—, Eres mi hermano mayor. Sabía que te ocuparías de mí.
—Oh, Kitty, no imaginas qué poco faltó. Me había cubierto el rostro con las manos. Ella se irguió en la cama y las apartó. Me besó en la mejilla.
—No —murmuró—. Pero sabía que tú estabas ahí abajo. Caray, qué sueño. Hasta mañana, Larry. El doctor Pedersen dice que me podrán una escayola.
Estuvo escayolada durante poco menos de un mes, y todos sus compañeros de escuela firmaron el yeso..., e in¬cluso me lo hizo firmar a mí. Y cuando se lo quitaron, ahí terminó el episodio del granero. Mi padre remplazó la escalera que llevaba al tercer henil por otra nueva y fuer¬te, pero nunca volví a trepar a la viga para saltar sobre el heno. Por lo que sé, Kitty tampoco lo hizo.
Ése fue el fin, pero no lo fue. Quién sabe por qué, la historia no terminó hasta hace nueve días, cuando Kitty saltó desde el último piso del edificio de una compañía de seguros, en Los Ángeles. Tengo el recorte del Los An¬geles Times en mi billetera. Supongo que lo llevaré siem¬pre conmigo, no con la alegría con que llevas las instan¬táneas de las personas que deseas recordar o las entradas de un buen espectáculo o parte del programa de un par¬tido del Campeonato Mundial. Llevo el recorte conmigo como llevas algo pesado, porque tienes el deber de llevar¬lo. El titular dice; PROSTITUTA DE LUJO SE SUICIDA CON EL SALTO DEL ÁNGEL.
Crecimos. Esto es todo lo que sé, dejando de lado los hechos sin importancia. Ella pensaba estudiar Adminis¬tración de Empresas en Omaha, pero el verano después de terminar el bachillerato ganó un concurso de belleza y se casó con uno de los jueces. Parece un chiste obsceno, ¿verdad? Mi Kitty.
Mientras yo estudiaba Derecho ella se divorció y me escribió una larga carta, de diez o más páginas, en la que me contaba cómo había pasado todo, qué repugnante ha¬bía sido, cómo todo habría sido mejor si ella hubiera po¬dido tener un hijo. Me preguntaba si podía ir a verla. Pero perder una semana en la Facultad de Derecho es tan grave como perder un año en un curso inferior de artes li¬berales. Esos tipos son galgos. Si pierdes de vista el conejito mecánico, no lo encuentras nunca más.
Se mudó a Los Angeles y volvió a casarse. Cuando naufragó ese matrimonio, yo había regresado de la Fa¬cultad de Derecho. Me escribió otra carta, más breve, más amarga. Me decía que nunca se dejaría atrapar en ese tiovivo. Era una rutina inalterable. La única forma de coger la sortija consistía en caerse del caballito y rom¬perse el cráneo. Si ése era el precio de una vuelta gratis, ella no estaba dispuesta a pagarlo. Posdata: ¿Puedes ve¬nir, Larry? Hace mucho que no te veo.
Le escribí diciéndole que me habría encantado ir a vi¬sitarla, pero que no era posible. Había conseguido traba¬jo en una firma con grandes tensiones internas, y yo es¬taba en la base de la pirámide: todo el trabajo recaía sobre mis espaldas y nadie reconocía mis méritos. Si quería subir el escalón siguiente, tendría que lograrlo ese mismo año. Ésa fue mi larga carta, en la que hablaba ex¬clusivamente de mi carrera.
Contesté todas sus cartas. Pero nunca llegué a con¬vencerme verdaderamente de que era Kitty quien las es¬cribía ¿entendéis?, así como antes no había podido con¬vencerme de que el heno estaba realmente allí..., hasta que interrumpía mi caída por el vacío y me salvaba la vida. No podía persuadirme de que mi hermana y la mu¬jer vencida que firmaba «Kitty», rodeando su nombre con un círculo, al pie de las cartas, eran en realidad la misma persona. Mi hermana era una muchacha con trenzas, cuyos pechos aún no se habían desarrollado.
Fue ella la que dejó de escribir. Me enviaba tarjetas de Navidad, me felicitaba para mi cumpleaños, y mi esposa le correspondía igualmente. Después nos divorciamos y yo me mudé y me olvidé de todo. La Navidad siguiente y, a continuación, el día de mi cumpleaños, las tarjetas me llegaron gracias a que había comunicado mi cambio de domicilio en la oficina de correos. El primer cambio. Y yo me decía constantemente: caray, tengo que escribirle a Kitty y comunicarle que me he mudado. Pero no lo hice.
Sin embargo, como ya he dicho, todos éstos son deta¬lles que carecen de importancia. Lo único que interesa es que maduramos y que ella dio el salto del ángel desde el último piso del edificio de una compañía de seguros, y que ella creía que el heno estaría siempre abajo. Kitty era la que había dicho: «Sabía que debías estar haciendo algo para solucionarlo.» Ésas son las cosas que en verdad importan. Y la carta de Kitty.
Actualmente todos se mudan continuamente, y es cu¬rioso que esas direcciones tachadas y esos rótulos de cambio de domicilio puedan asumir la forma de acusa¬ciones. Kitty había estampado el remite en el ángulo su¬perior izquierdo del sobre, y esa dirección correspondía al apartamento donde había estado viviendo hasta que saltó. En un hermoso edificio de Van Nuys. Papá y yo fui¬mos allí a recoger sus cosas. La casera se mostró muy amable. Estimaba a Katty.
El matasellos tenía fecha de dos semanas antes de su muerte. La carta debería haberme llegado mucho antes, si no hubiera sido por los cambios de domicilio. Ella de¬bía de haberse cansado de esperar.
Querido Larry:
Últimamente he estado pensando mucho en eso... Y he resuelto que lo mejor para mi habría sido que el último peldaño se hubiera roto antes de que tú pudieses apilar el heno.
Tu Kitty
Si, supongo que Kitty debió de cansarse de esperar. Prefiero pensar esto y no que ella llegó a la conclusión de que yo la había olvidado. No me habría gustado que pen¬sara eso, porque tal vez esa sola frase habría sido lo úni¬co que me habría hecho acudir corriendo a su lado.
Pero ni siquiera ésta es la razón por la que ahora me cuesta dormirme. Cuando cierro los párpados y empiezo a amodorrarme, la veo caer del tercer henil, con los ojos dilatados y muy azules, el cuerpo arqueado, los brazos doblados hacia atrás.
Ella era la que siempre sabía que el heno estaría allí.
Stephen King
(cuando era joven y había publicado sólo un par de libros y no lo conocía nadie y ¡perdón, Stephen, perdón!)