viernes, 11 de marzo de 2011

Los dos años son el principio del fin... ¿y los dieciocho?

Hay tópicos y luego está pedir "perdonen la tristeza", pero ustedes perdónenmela.

En 36 horas me voy de aquí. No sé si para siempre porque eso nunca se sabe pero es más que probable. En diez días voy a estar viviendo en otro país, en otro idioma (que no sé pero a eso voy o eso se supone) y en un sitio totalmente de cuento, con un castillo blanco y todo. La próxima semana estaré en la casa y la ciudad a la que siempre se retorna pero siempre temporalmente y de la que por primera vez en casi diez años no volveré aquí sino que me iré a otro sitio. Y... bueno, no sé exactamente cómo estoy entre la cantidad de cosas que aún no he recogido, la emoción de irme a la aventura y la pena que me da irme.

Tenía dieciocho años, mi primera maleta de ruedas (dos, no cuatro) roja, que llené con libros (tenía ruedas), la mochila de acampada de todos los campamentos y creo que la guitarra. Venía a vivir a una residencia en la que nunca quise estar y en la que estudié toda la carrera y todavía estuve año y medio más (exactamente hasta hace tres, cuando me dieron la beca que terminó el día 28), a estudiar una carrera con muchísimas ganas y de la que me cambié al año siguiente (pero seguí en una filología). Viví el particular mayo de París que se montó en Compostela en 2001 y fui una de las dos "de primero" encerradas en la facultad. Salí mucho, conocí a mucha gente e hice muchísimas cosas distintas. Llevé una flor pintada en la cara durante años. Odié la residencia casi tanto como amigos hice en ella y buenos recuerdos guardo (porque una cosa no quita la otra), me salté todas las normas que pude, saqué todos los libros relacionados remotamente con la Filología Románica que había en la biblioteca (y tuve durante seis años el Corominas grande instalado en uno de los dos estantes que teníamos encima de la mesa) y bajé al cine casi siempre que estaba por allí después de cenar. Conocí gente de todo tipo, comí toneladas de patatas fritas (no me gustan las patatas fritas pero eran la guarnición estrella), dejé de comer carne por los excesos proteínicos (y auténtica escasez de vitaminas) a los que nos sometían, bebí litros y litros de café malísimo y cerveza fatal tirada (20 céntimos el primero; 45 la segunda) estuve en habitaciones que no eran la mía (o en la mía con más gente) hasta altas horas de la madrugada (hace un rato encontré una falta -o "reprensión escrita"- al respecto) e infinitas cosas más.

Fueron pasando los años, fui haciéndome mayor y me fui, por fin. Tenía, eso, una beca de tres años. El dinero era mío y podía hacer con él lo que me diera la gana. Vivir en aquella residencia no estaba dentro de "lo que me diera la gana". Empecé a vivir con los que seguirán siendo mis roomies (disculpen, es influencia del tuiter) hasta el sábado. Llegó Folerpa. Hacer mis comiditas, tener un sofá, no necesitar relacionarte con una media de veinte personas al día en "tu casa". Sitio de verdad para meter libros, comprar estanterías (clavarlas con Cris y una botella de tequila vacía), un frigorifico donde redescubrir los lácteos fríos y una habitación que no iban a entrar a revisar por sorpresa (¿he dicho ya que no me gustaba mi residencia?). Llegar de verdad a la hora que me diera la gana sin tener que estar dando explicaciones al portero o decirle a mi padre "a lo mejor te llega una carta diciendo que he llegado tarde más de tres veces, pero no pasa nada..." (afortunadamente en mis primeros años no mandaban cartas a casa porque si no...)

Y, bueno, aquí estaba. Resumiendo. Pasaron también un montón de cosas mis tres años fuera de Barroso. Compré más libros, tomé más whiskys y fui menos al cine que los seis años anteriores. Dejé de pintarme la flor y empecé a dejar de conocer a todo el mundo en la facultad o en los bares de siempre. Pasé a llevarle cada vez más años a la gente que iba llegando a la Universidad y la gente que empezó conmigo (o después) fue terminando y se fue marchando. Algunos volvieron, otros me los encuentro por la calle tras años sin verlos. O en algún examen. Todo sigue igual y todo cambia, año tras año. Santiago es una ciudad de paso y era MI ciudad de paso. Había llegado a los dieciocho y en julio cumplí veintisiete. Ya no llegaré nunca a una ciudad a los dieciocho años. He ganado muchas cosas y he perdido mucha inocencia (entre otras); he estudiado, he conocido gente y me he tirado en la hierba. Me he puesto margaritas en el pelo y he llevado faldas de muchísimos colores en primavera. Lloraba antes de irme en verano para casa. Los últimos tres años, me quedaba casi todo (o todo) el verano. Sin mar pero a mi aire. En la que era mi casa, no "la casa de mi padre".

Y ahora... me voy. Estoy deseando llegar a Suiza, no se crean. Ojalá pudiera empaquetar todo, mandarlo a Ferrol e irme directamente. Sería la única forma de irme ilusionada de Santiago. Aunque volviera el fin de semana que viene a Ferrol y en lugar de coger un autobús tuviera que tomar un vuelo. No es que no quiera pasar por allí, que sí. Lo que quiero es un modo de no pensar que "me voy de Santiago". Lo voy a echar de menos. Llegué en octubre (el 30 de septiembre, en realidad) de 2001. Me voy el 12 de marzo de 2011. Son casi diez años como supongo que habré dicho más arriba. Ah, es que me estoy cayendo de sueño, como es lógico a estas horas.

Pero sí, el sábado tempranito por la tarde me voy de Santiago. El sábado que viene empiezo (hago noche en Madrid para no llegar el domingo a las tantísimas a Ginebra) a irme a Suiza y estaré por lo menos tan emocionada como los niños el día antes de irse de excursión. Como lo estuve antes de todos los campamentos a los que fui todos los veranos y sin los que, hasta los dieciocho (ahí sólo fui de monitora), no me hubiera imaginado un verano. Y sobreviví. Sobreviviré a cambiar unas piedras por otras; el musgo de la catedral por la pintura blanca de un castillo, el que no haya mar por un lago que en las fotos engaña y los que fueron durante los últimos años mis amigos... olvídenlo, los amigos siguen siéndolo pero veré más a otra gente. No hablaré en gallego pero aprenderé francés y todo será durante un montón de tiempo totalmente nuevo. Habrá montañas y queso con agujeros y una criatura pequeña detrás de la que correr. Pasaré de doble de Janis Joplin a Mary Poppins con toque Heidi (no creo que haya leyes en Suiza que prohiban tirarse en la hierba a los seres que tengamos más -bastantes ya, a lo tonto, cada doce meses otro- de veinte años) e iré a Ginebra y no a Ferrol los fines de semana. O sea, que sí, que todo es MUY emocionante. Y estoy deseando que empiece. Lo que no quiero es la transición, el "me he ido de Santiago pero todavía no estoy en Suiza". Y paro de decirlo ya, que ni que lo estuviera expresando de una forma diferente cada vez que lo repito. Que (desafortunadamente) no soy ni Phillip Roth ni Bryce Echenique.

Y que todavía no he empezado a llorar pero no va a haber dios que me pare cuando empiece.