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domingo, 1 de mayo de 2011

Tenía dieciséis años y estaba de excursión con el colegio. Acababa de contarle a mi madre que había leído El túnel y que me había entusiasmado y ella me había dicho que sí, que El túnel estaba bien, pero que no era nada si lo leías después de Sobre héroes y tumbas. Mi madre, la que me había contado tropecientas versiones diferentes de "El fantasma de Canterville" tenía un gusto literario muy muy parecido al mío, así que le hice caso y, el libro que me llevé a la excursión, fue Sobre héroes y tumbas. Tenía, repito, dieciséis años. La edad a la que las cosas (libros, películas, amigos... por este orden) más me han marcado. Nada en todo aquel año me ha marcado tanto como la primera lectura de Sobre héroes y tumbas. NADA.

Lo he contado muchas veces y no sé si por aquí: ese libro me perseguía por las estanterías de mi casa: no es que los libros cambiaran tanto de sitio en las estanterías, pero ese sí. En mi recuerdo, los cambios de los libros están magnificados pero es sólo porque yo lo magnifico todo. Buscara lo que buscara, en el estante en que lo buscara, allí estaba. Con ese título que a mí toda la infancia me sonó a sinónimo de lo que ahora sé que se llama Antropología y que más de una vez me he planteado estudiar pero que entonces me sonaba a coñazo. O a la parte más árida de la Historia. O a lo que no sabía que se podía estudiar de la Literatura, si es que conocía esa palabra. A libro que no me iba a gustar. ¡Qué equivocada estaba!

La excursión fue... no sé. Sé que vi La Alhambra, La mezquita de Córdoba y, si lo pienso, puedo recordar con quién dormí en el hotel. Ok, no. Es probable que no pueda. Sé que éramos adolescentes y que estábamos de excursión, así que seguro que bebí más que bastante y dormí menos que poco y recuerdo que en todos los desplazamientos en autobús, iba leyendo por primera vez Sobre héroes y tumbas. Y digo por primera vez porque, hasta 2003, que murió mi madre, lo leí dos o tres veces todos los años. Cuando mi madre murió, determinadas cosas pasaron a estar bloqueadas y a Sabato sólo lo desbloqueé en 2008, cuando volví a hacer un Ferrol-Andalucía (Sevilla, esta vez) en autobús.

Si El túnel había sido una hostia emocional, Sobre héroes y tumbas consiguió que nunca más empatizara con aquello que no fuera sórdido. Y que Buenos Aires dejara de ser un sitio más que estaba en alguna parte y pasara a ser esa ciudad a la que quería ir ante todo y sobre todo para reconocer las calles por donde paseaban Martín y Alejandra. Es como ir a Corinto no en busca de pasas sino de Medea.

Y... hoy Sabato se ha muerto. No escribía novelas desde hacía mucho y de hecho, sólo tenía tres. Últimamente pintaba y hubo un tiempo en que, tras leerlo en alguna parte, pensaba que estaba ciego. La venganza de la Secta, ya me entienden.

Mi padre lo trajo de Argentina donde lo compró tras naufragar con no recuerdo qué barco (lo pone en la primera página de SU edición), mi tío José siempre discute que sea mío porque afirma (con razón) que él lo leyó y lo hizo suyo antes; mi hermano empezó por el "Informe sobre ciegos" porque estaba buscando información sobre no sé qué historia corrupta relacionada con la ONCE. Lo he prestado (tanto el ejemplar argentino de mi padre como el mío, edición de kiosko de El Mundo) a diestro y siniestro y lo he regalado más de una vez. Se lo he recomendado a todo el mundo y lo he amado más de lo que probablemente sea capaz de amar a ser humano alguno. Sí, algunos amamos más las historias que las personas y creo que todavía no está descrito como enfermedad psiquiátrica o psíquica o cómo se llamen esas enfermedades. Y si lo está, me da igual. Se ha muerto Sabato, no pueden esperar que nada más me afecte hoy. Sabato. Muerto. Para siempre. Nunca más va a volver, ya no escribirá la cuarta novela y no voy a volver a escucharlo hablar. Porque estuve en una conferencia suya, en primero. El que era mi profesor de literatura a la sazón le dio la mano (porque se conocían) y yo pensé "así te parta un rayo por atreverte a tocarlo". O algo así. Mitómana selectiva que siempre he sido.

Pero estábamos con mis dieciséis y los ciegos y la cabeza y Lavalle y no sé cuántos hombres y una mujer, y el loco Bebe tocando la trompeta y Alejandra y Martín y Bruno y madrecloaca, niña-murciélago, dragón-princesa. Y Fernando Vidal Olmos. Y los anarquistas de la imprenta. Y el parque Lezama de Buenos Aires y Alejandra diciéndole a Martín que parece como de El Greco y... mierda, y todo. Todo el Informe sobre ciegos del principio al fin y la sensación, la primera vez de "por qué me mete esto aquí y no sigue contándome la historia". La "Noticia preliminar" que me salté en la primera lectura, igual que me salté años atrás el marco de Frankenstein. Bueno, que me salté hasta el momento en que la leí. Pero para mí empezaba con Martín un par de años antes de a saber qué acontecimientos de Barracas paseando por el parque Lezama.

No es que no ame la historia de Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne. Ni que no entienda perfectamente por qué y cómo y no me dé pavor entenderlo y casi casi justificarlo. Ni que no me haya gustado, la única vez que lo leí (porque hay libros que no necesitas releer compulsivamente un par de veces al año y que puedes no releer en diez... o en veinte -supongo- o... nunca... o eso dicen) Abaddon el exterminador ni que no tenga pendientes los ensayos (pero ¿y si no me gustan? ¿podría soportarlo?) pero nada será nunca Sobre héroes y tumbas, por más que tenga partes que me sobren, por más que, joder, no sé: ¿saben cuando se enamoran de alguien y da igual X cosa que no les gusta porque... ya? Pues yo me enamoro de libros.

Y ahora, con su permiso, voy a seguir llorando. Y a dormir.

viernes, 11 de marzo de 2011

Los dos años son el principio del fin... ¿y los dieciocho?

Hay tópicos y luego está pedir "perdonen la tristeza", pero ustedes perdónenmela.

En 36 horas me voy de aquí. No sé si para siempre porque eso nunca se sabe pero es más que probable. En diez días voy a estar viviendo en otro país, en otro idioma (que no sé pero a eso voy o eso se supone) y en un sitio totalmente de cuento, con un castillo blanco y todo. La próxima semana estaré en la casa y la ciudad a la que siempre se retorna pero siempre temporalmente y de la que por primera vez en casi diez años no volveré aquí sino que me iré a otro sitio. Y... bueno, no sé exactamente cómo estoy entre la cantidad de cosas que aún no he recogido, la emoción de irme a la aventura y la pena que me da irme.

Tenía dieciocho años, mi primera maleta de ruedas (dos, no cuatro) roja, que llené con libros (tenía ruedas), la mochila de acampada de todos los campamentos y creo que la guitarra. Venía a vivir a una residencia en la que nunca quise estar y en la que estudié toda la carrera y todavía estuve año y medio más (exactamente hasta hace tres, cuando me dieron la beca que terminó el día 28), a estudiar una carrera con muchísimas ganas y de la que me cambié al año siguiente (pero seguí en una filología). Viví el particular mayo de París que se montó en Compostela en 2001 y fui una de las dos "de primero" encerradas en la facultad. Salí mucho, conocí a mucha gente e hice muchísimas cosas distintas. Llevé una flor pintada en la cara durante años. Odié la residencia casi tanto como amigos hice en ella y buenos recuerdos guardo (porque una cosa no quita la otra), me salté todas las normas que pude, saqué todos los libros relacionados remotamente con la Filología Románica que había en la biblioteca (y tuve durante seis años el Corominas grande instalado en uno de los dos estantes que teníamos encima de la mesa) y bajé al cine casi siempre que estaba por allí después de cenar. Conocí gente de todo tipo, comí toneladas de patatas fritas (no me gustan las patatas fritas pero eran la guarnición estrella), dejé de comer carne por los excesos proteínicos (y auténtica escasez de vitaminas) a los que nos sometían, bebí litros y litros de café malísimo y cerveza fatal tirada (20 céntimos el primero; 45 la segunda) estuve en habitaciones que no eran la mía (o en la mía con más gente) hasta altas horas de la madrugada (hace un rato encontré una falta -o "reprensión escrita"- al respecto) e infinitas cosas más.

Fueron pasando los años, fui haciéndome mayor y me fui, por fin. Tenía, eso, una beca de tres años. El dinero era mío y podía hacer con él lo que me diera la gana. Vivir en aquella residencia no estaba dentro de "lo que me diera la gana". Empecé a vivir con los que seguirán siendo mis roomies (disculpen, es influencia del tuiter) hasta el sábado. Llegó Folerpa. Hacer mis comiditas, tener un sofá, no necesitar relacionarte con una media de veinte personas al día en "tu casa". Sitio de verdad para meter libros, comprar estanterías (clavarlas con Cris y una botella de tequila vacía), un frigorifico donde redescubrir los lácteos fríos y una habitación que no iban a entrar a revisar por sorpresa (¿he dicho ya que no me gustaba mi residencia?). Llegar de verdad a la hora que me diera la gana sin tener que estar dando explicaciones al portero o decirle a mi padre "a lo mejor te llega una carta diciendo que he llegado tarde más de tres veces, pero no pasa nada..." (afortunadamente en mis primeros años no mandaban cartas a casa porque si no...)

Y, bueno, aquí estaba. Resumiendo. Pasaron también un montón de cosas mis tres años fuera de Barroso. Compré más libros, tomé más whiskys y fui menos al cine que los seis años anteriores. Dejé de pintarme la flor y empecé a dejar de conocer a todo el mundo en la facultad o en los bares de siempre. Pasé a llevarle cada vez más años a la gente que iba llegando a la Universidad y la gente que empezó conmigo (o después) fue terminando y se fue marchando. Algunos volvieron, otros me los encuentro por la calle tras años sin verlos. O en algún examen. Todo sigue igual y todo cambia, año tras año. Santiago es una ciudad de paso y era MI ciudad de paso. Había llegado a los dieciocho y en julio cumplí veintisiete. Ya no llegaré nunca a una ciudad a los dieciocho años. He ganado muchas cosas y he perdido mucha inocencia (entre otras); he estudiado, he conocido gente y me he tirado en la hierba. Me he puesto margaritas en el pelo y he llevado faldas de muchísimos colores en primavera. Lloraba antes de irme en verano para casa. Los últimos tres años, me quedaba casi todo (o todo) el verano. Sin mar pero a mi aire. En la que era mi casa, no "la casa de mi padre".

Y ahora... me voy. Estoy deseando llegar a Suiza, no se crean. Ojalá pudiera empaquetar todo, mandarlo a Ferrol e irme directamente. Sería la única forma de irme ilusionada de Santiago. Aunque volviera el fin de semana que viene a Ferrol y en lugar de coger un autobús tuviera que tomar un vuelo. No es que no quiera pasar por allí, que sí. Lo que quiero es un modo de no pensar que "me voy de Santiago". Lo voy a echar de menos. Llegué en octubre (el 30 de septiembre, en realidad) de 2001. Me voy el 12 de marzo de 2011. Son casi diez años como supongo que habré dicho más arriba. Ah, es que me estoy cayendo de sueño, como es lógico a estas horas.

Pero sí, el sábado tempranito por la tarde me voy de Santiago. El sábado que viene empiezo (hago noche en Madrid para no llegar el domingo a las tantísimas a Ginebra) a irme a Suiza y estaré por lo menos tan emocionada como los niños el día antes de irse de excursión. Como lo estuve antes de todos los campamentos a los que fui todos los veranos y sin los que, hasta los dieciocho (ahí sólo fui de monitora), no me hubiera imaginado un verano. Y sobreviví. Sobreviviré a cambiar unas piedras por otras; el musgo de la catedral por la pintura blanca de un castillo, el que no haya mar por un lago que en las fotos engaña y los que fueron durante los últimos años mis amigos... olvídenlo, los amigos siguen siéndolo pero veré más a otra gente. No hablaré en gallego pero aprenderé francés y todo será durante un montón de tiempo totalmente nuevo. Habrá montañas y queso con agujeros y una criatura pequeña detrás de la que correr. Pasaré de doble de Janis Joplin a Mary Poppins con toque Heidi (no creo que haya leyes en Suiza que prohiban tirarse en la hierba a los seres que tengamos más -bastantes ya, a lo tonto, cada doce meses otro- de veinte años) e iré a Ginebra y no a Ferrol los fines de semana. O sea, que sí, que todo es MUY emocionante. Y estoy deseando que empiece. Lo que no quiero es la transición, el "me he ido de Santiago pero todavía no estoy en Suiza". Y paro de decirlo ya, que ni que lo estuviera expresando de una forma diferente cada vez que lo repito. Que (desafortunadamente) no soy ni Phillip Roth ni Bryce Echenique.

Y que todavía no he empezado a llorar pero no va a haber dios que me pare cuando empiece.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Anoche volví a soñar contigo. Sí, todavía sueño contigo como si yo tuviera diez años y hubiese pasado todo hace un par de meses. Hace un par de meses y cuando yo tenía diez años, no veinte cumplidos. Es curioso soñar contigo porque siempre son situaciones que no sucedieron realmente pero totalmente creíbles, como si volvieras por un par de horas. A veces tengo menos años pero otras es como si fueras tú quien tuviera menos, tantos menos que sería imposible que te recordara así y hasta creo que, algunas veces, es como si no fueras mi madre. O yo no fuera tu hija, más bien.

Te reconocen en aspectos míos que yo desconocía en ti y yo descubro fotos de antepasadas comunes que se nos parecen a las dos. Nunca me había parecido físicamente a ti hasta que te moriste y ni siquiera soy capaz de terminar esa frase con un "joder" porque me hubieras dicho algo de estar aquí para leerla.

¿Sabes? Hay cosas tuyas que no he sido capaz de volver a usar. Me peleo con papá cada vez que necesito un paraguas porque no quiero sacar el tuyo por si lo pierdo. Tuve que comprarme un ejemplar propio de Rebecca para leerlo porque el que había lo estabas leyendo tú. Y dejé de pasear tu edición de la poesía de Miguel Hernández y de meterle más papelitos por el medio. Tardé años en empezar a leer a Bolaño porque se estaba muriendo justo cuando tú acababas de morirte.

¿Sabías que ya hace más de siete años? Han pasado tantísimas cosas desde entonces y sigue pareciendo que vas a aparecer o vas a cogerme el teléfono cuando llame. Que vas a volver, como si te hubieras ido de viaje.

Hoy me desperté sobresaltada, a ver si de verdad estabas. Estaba yo y eran las cinco de la mañana. Tú no estás en ninguna parte. Bueno, sí, de vez en cuando, cuando sueño contigo y me acuerdo. Se parece un poco a "lo mismo". Sólo un poco, pero es mejor que nada. Aunque me despierte angustiada porque ya empiezo a saber que no vas a volver hasta cuando sueño.


sábado, 2 de octubre de 2010

A partir de aquí iba a salir un post

(pero como sólo iba a entenderme yo y a los demás iba a daros miedo, está en el limbo de los borradores):

"Un huevo es un sueño y un gusano es un sueño que camina"

León Felipe


PS. ¿Veis? Dije que os iba a dar miedo. Y eso que no publico lo que tenía escrito.

PS2. Se agradece todo tipo de aportación sobre gusanos en la pintura. Yo estaba dándole vueltas a los gusanos en la literatura. Sí, partía de Poe (CLARO) y de este verso pero el resto daba pavor. Me estaba asustando yo...

PS3. Ok, no me asustaba pero vosotros sí. Creedme.

PS4. También iba a salir media historia familiar. Y terminaba con el cuento del sabio que no sabía si era un sabio que soñaba ser una mariposa o una mariposa que soñaba ser un sabio. Más poético que el narrador de Clarimonda pero prefiero las polillas. No, pero son nocturnas como los vampiros.

PS5. ¿He dicho ya que iba a ser un post tamaño novela decimonónica por entregas?

PS6. No, no he estado más sobria en toda mi vida. Ebria desvarío menos.

viernes, 20 de agosto de 2010

Erzsebeth

MUERTE POR AGUA


Está parado. Y está parado de
modo tan absoluto y definitivo
como si estuviese sentado.

W. GOMBROWICZ

El camino está nevado, y la sombría dama arrebujada en sus pieles dentro de la carroza se hastía. De repente formula el nombre de alguna muchacha de su séquito. Traen a la nombrada: la condesa la muerde frenética y le clava agujas. Poco después el cortejo abandona en la nieve a una joven herida y continúa viaje. Pero como vuelve a detenerse, la niña herida huye, es perseguida, apresada y reintroducida en la carroza, que prosigue andando aun cuando vuelve a detenerse pues la condesa acaba de pedir agua helada. Ahora la muchacha está desnuda y parada en la nieve. Es de noche. La rodea un círculo de antorchas sostenidas por lacayos impasibles. Vierten el agua sobre su cuerpo y el agua se vuelve hielo. (La condesa contempla desde el interior de la carroza). Hay un leve gesto final de la muchacha por acercarse más a las antorchas, de donde emana el único calor. Le arrojan más agua y ya se queda, para siempre de pie, erguida, muerta.


Alejandra Pizarnik, La condesa sangrienta

o

Valentine Penrose, idem


No vean, por piedad, por amor a la Bathory, a los psicópatas, a Caravaggio, al cine y a todo lo que quieran, la última adaptación (checa, de hace un par de años). No lo hagan. Perderán muchas horas de su vida, se cabrearán si amaban a Erzsebeth y extrañarán todas las torturas bonitas que le daban glamour; sólo verán una supuesta víctima de las envidias con una peluca terrible y sin ningún parecido a la condesa y se desesperarán esperando que empiece a desangrar chicas para manenerse blanquita y joven. También se tirarán de los pelos por la mala imitación de Guillermo de Baskerville y Adso de Melk en patines (rigurosamente cierto), la relación con Caravaggio (¿alguna noticia de que Caravaggio alguna vez haya pisado Hungría y/o se haya acostado con alguna mujer?), que la sangre de doncella fueran pétalos rojos (!) y lo malísima y aburrida que es en general.

Ahora las seiscientas doncellas gimen todavía más alto cuando alguien se acerca al castillo.



jueves, 15 de julio de 2010

Porque os outros se mascaram mas tu não
Porque os outros usam a virtude
Para comprar o que não tem perdão
Porque os outros têm medo mas tu não

Porque os outros são os túmulos caiados
Onde germina calada a podridão.
Porque os outros se calam mas tu não.

Porque os outros se compram e se vendem
E os seus gestos dão sempre dividendo.
Porque os outros são hábeis mas tu não.

Porque os outros vão à sombra dos abrigos
E tu vais de mãos dadas com os perigos.
Porque os outros calculam mas tu não.


Sophia de Mello Breyner Andresen

viernes, 25 de junio de 2010

Nínfulas

No sé si es (conscientemente) por Alicia (que no he visto porque sé que se han cargado otra vez su condición de nínfula) pero vuelven a llevarse las lolitas. No las nínfulas. Las nínfulas son otra cosa que ya definió muy bien Nabokov en texto que no me creo que no hubiera puesto pero que pongo ahora:


"Entre los límites de los nueve y los catorce años, surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o tres veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica ( o sea demoníaca); propongo llamar nínfulas a estas criaturas escogidas.

¿Son nínfulas todas las niñas? No, desde luego. Si pedimos a un hombre normal que elija a la niña más bonita en una fotografía de un grupo de colegialas o girl scouts, no siempre señalará a la nínfula.

Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida en su sutil espinazo, para reconocer de inmediato, por signos inefables - el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas me prohiben enumerar- al pequeño demonio mortífero ignorante de su fantástico poder."



Lolita, o sea, Dolores Haze, es una nínfula; las nenitas que pretenden imitar a la(s) de la(s) películas, rotundamente no. La de Kubrick tampoco y creo que por eso prefiero la de Adrian Lyne, en ésta la chavalita (cuyo nombre he olvidado porque ya creció y no me interesa) es maravillosa como nínfula. También es nínfula la de El cabo del miedo (no recuerdo si también la de El cabo del terror porque estaba demasiado concentrada viendo a Robert Mitchum, que cada una tiene sus debilidades...) y mi absoluta preferida: Natalie Portman patinando en círculos en el hielo y diciendo a chico guapo que toca el piano (aquí estaba demasiado concentrada viendo a Natalie para saber quién es él) "¡oh, Romeo, pobre Romeo! nuestro amor es imposible: a ti te meterían en la cárcel y yo sería el hazmerreír de las exploradoras..." en Beautiful Girls. Natalie Portman fue LA NÍNFULA y luego... creció. Como todos los niños excepto uno.

Beatrice, Laura, Annabel Lee (y a esas tres las cita Nabokov como ejemplos) son putas nínfulas. La garota de Ipanema. Virginia Clemm (o sea, Annabel Lee). Alice Liddell (¡ay!). María Valverde (insuperable su "fue el verano pasado, yo era una niña" "¿y ahora?" "ahora me queda muchísimo mejor el bañador" o su respuesta a "a mí las bragas de las niñas no me importan nada" de Tosar, diciendo "mejor: yo no llevo" en La flaqueza del bolchevique -película que fui a ver sólo por la posibilidad cumplida de la nínfula-). Ellen Page da el pego en esta película que es una revisión de Caperucita y cuyo título he olvidado.

Como no creo en las casualidades, supongo que lo de que hayan vuelto las gafas en forma de corazón meses antes de estrenarse Alicia y de cumplirse cien años de la publicación de Muerte en Venecia y que se vean lolitas (más) por todas partes, no puede ser casual. También lo explicaba muy bien Houellebecq en La posibilidad de una isla, novela que no me gustó más que por eso:


" Claro, es un poco ridículo que una mujer de treinta años compre una revista que se llame Lolita; pero no más que el hecho de comprarse un top ceñido o unos mini shorts. Su apuesta era que el sentido del ridículo, que había sido tan fuerte entre las mujeres, y especialmente las francesas, iba a desaparecer poco a poco en provecho de la pura fascinación por una juventud sin límites.

Lo menos que se puede decir es que se ha ganado la apuesta. La edad media de nuestras lectoras es de veintiocho años, y aumenta un poco todos los meses. (…) Es normal que a la gente le dé miedo envejecer, sobre todo a las mujeres, siempre ha sido así, pero esto… supera todo lo imaginable, creo que todas se han vuelto completamente locas”.


Por cierto, la chica que se tira el protagonista de la novela tampoco es una nínfula. ¡Es mayor de edad, por dios! Dada la evolución de la narrativa del bueno de Michel, en la próxima toca (y yo espero ansiosa). Las lolitas son chicas, no niñas. A los Humbert Humberts de la vida (véase Polanski, véase Lewis Carrol, véase Poe...) les gustan las nínfulas, no las adolescentes con cara de chupapollas.

Las nínfulas sólo son superadas en mi escala de fascinaciones por los vampiros y sólo porque llegaron antes y no te los cruzas por la calle; a ellas sí. Claudia, la de Entrevista con el vampiro es otra pero la última vez que vi/leí ECEV estaba en edad de serlo yo (no lo fui, por desgracia y no por falta de vocación) y no de fijarme en otras... pocas cosas "no reales" me decepcionan tanto como cuando una nínfula (de las de dominio público) crece. Lo de Natalie todavía no lo he superado. Ni creo que lo haga jamás.

Las niñas de Balthus son indiscutibles nínfulas. Alguna de las que pinta Bouguereau descalzas. Pero, sobre todo, mi último gran descubrimiento (vía tumblr):


(William Sergeant Kendall – Psyche, 1909)

Y sí, ya tengo otro monográfico pendiente: Psyches.

Este post iba a ser más largo e iba a existir antes de descubrir el cuadro; luego iba a ser sólo el cuadro y se ha quedado en esto. No se preocupen, no terminaré en la cárcel. Lo mío es puro voyeurismo: me gusta ver como afilan sus garras como quien juega. Las admiro de lejos y me limito a ser Annabel Lee en mundos virtuales: la más inocente, la de Poe y la que, además, está muerta y vive en un reino junto al mar. Nada es nunca casual ¿o se creían que lo de Annabel Lee sí lo era?


jueves, 3 de junio de 2010

Burghardt Rezső





Los exámenes se curan viendo cuadros bonitos, leyendo el mismo poema de Panero mientras suena Szomoru vasarnap e intentando disfrutar el insomnio.

Vale, los exámenes sólo se curan cuando se terminan.

Pero, mientras, podemos ver cuadros bonitos, leer a Panero (incluso más poemas suyos) y escuchar canciones tristes. A más días de insomnio, más tristes.




Del señor, que se llama así o al revés o con lugar de origen (Zsombolya) incluído, que es húngaro, que nació en 1884 y murió en 1963 y que no encuentro más cuadros que no sean pequeñísimos.

¿Algún poeta húngaro? Digo para redondear el asunto.

jueves, 27 de mayo de 2010

Debilidades literarias (I)

(Pasadas, presentes y parece que futuras)

Ante todo y sobre todo los vampiros. Y el terror. Castillos, doncellas con vestidos blancos y cabellos flotantes. Cadáveres en lagos. Pueblos remotos de habitantes emparentados con seres de las profundidades.

Nínfulas y fáunulos. Dolores Haze y Tadzio. Annabel Lee.

Chicas muertas, mejor ahogadas.

Panero (hijo: Leopoldo María). Locos (tanto autores como personajes). Malditos. Lúcidos que pagan con la locura.

Oscar Wilde, entero. Por decadente, por autor de cuentos que llegaron antes de saber leer, por fantasmas que terminaban pintando manchas de sangre verdes. Por ruiseñores que cantan toda la noche para nada. Por lagunas enamoradas de sí mismas que se miran en los ojos de Narciso. Por princesas que bailan con pies como palomas. Por sirenas abandonadas por no tener pies. Por esfinges sin secreto. Por cuadros que envejecen por sus dueños.

Bryce, por borracho de bar que te cuenta como su chica lo ha dejado y cómo el surrealismo lo ha llevado hasta allí (el bar, la chica, la ruptura, Europa). Por creerse literalmente lo de "al agua patos". Por un lunar de carne en el rostro más bello. Por rematar la oligarquía limeña sin darse cuenta. Por borracho. Por tembleque. Por insomne. Por sus citas.

Poe, por ser el primer paladeable. Por las chicas muertas. Por los dientes, de Berenice por los radiantes ojos de lady Ligeia, por los cuervos que dicen nevermore, por los reinos junto al mar y las aliteraciones, porque la forma del cuerpo le es más esencial que su propia sustancia y porque fue mi primer amor.

Vera, un cuento cruel de Villiers y la llave de la tumba.

Bradbury y los ambientes angustiosos. Una nueva casa de Usher, una guadaña que maneja el mundo, enanos en laberintos de espejos, medusas que te llaman por tu nombre, marcianos amarillos, bomberos que queman libros y libros vivientes que recitan el Eclesiastés, norias que te hacen envejecer o rejuvenecer y momias mexicanas.

Las elegías de Miguel Hernández. Las elegías en general. Miguel Hernández, hasta cuando escribe poemas de amor.

Phillip Roth y sus personajes retorcidos y que nunca son lo que parecen. Zuckerman mayor y observando el mundo. Un ruso del XIX vivo, norteamericano y judío.

Martín y Alejandra. Fernando Vidal Olmos. Los ciegos. Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne. Bruno. Madrecloaca. Niñamurciélago. El parque Lezama de Buenos Aires, Lavalle, el loco Bebe, el Mirador, una cabeza en una sombrerera. Sabato. Sabato. Sabato.

Blas de Otero. Celso Emilio Ferreiro. Gil de Biedma.

Llamadme Ismael y embarcadme en un barco ballenero, con un arponero tatuado y un capitán con una pata de hueso de ballena. Llevadme con el Corsario Negro a vengar a sus hermanos el Corsario Rojo y el Corsario Verde. Hacedme naufragar en una isla desierta y no sólo como Robinson Crusoe, sino también con un lobo de mar loco (a la chica os la podéis quedar), siendo un niño pequeño criado por monos o con un montón de adolescentes y una caracola.

Háganme batirme con tres mosqueteros en un lapso de tiempo de tres horas.

Pídanme que dibuje un cordero.

O enséñenme que todos los animales son iguales pero algunos son más iguales que otros. Que lo peor del mundo varía según la persona.

Léanme poemas sobre el destierro o el exilio político. Háganme sentir, por un momento, que creo que patrias, países, fronteras y tonterías así existen.

Gritemos todos "¿quién levantó los olivos?".

El infierno son los demás.

Lloremos todos la muerte de Manuel, el portugués, aunque lloremos más con la película. Vayamos con Mowgli por la selva y olvidemos la versión de Disney en la que los monos cantan jazz diciendo "quiero ser como tú". Recordemos, de paso, que la sirenita de Andersen no se casa con el príncipe y que nos gusta tanto el soldadito de plomo sin una pierna como nos gusta el Príncipe Feliz de Oscar Wilde. Y la foca (volvemos a Kipling) cuyo nombre hemos olvidado. Erizos y tortugas que intentan mimetizarse con el otro y se convierten en armadillos.

Marley estaba muerto y a Nancy la hostiaban. Oliver se atreve a pedir más.

Alejandra Pizarnik, con la regla, computa como intento de suicidio.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

(A la mañana siguiente, Cesare Pavese no pidió el desayuno)

(Muere un poeta y la creación se siente herida y moribunda en las entrañas)

La carne es triste y he leído todos los libros.

¿Dónde van los cisnes de Central Park cuando llega el invierno?

Caballeros artúricos y doncellas con castillos estupendos oportunamente disponibles. Reinas que se lían con el sobrino o el colega del rey. Hermanas hadas celosas y con mala baba. Combates donde cortan al malo por la mitad y, con suerte, también al caballo.

Adúlteras con maridos aburridos y amigas que comen bacalao que se deshace en lascas en la boca. Adúlteras de las que su amante se aburre. Adúlteras a las que les mola el cura. Enredos varios decimonónicos.

Rusos explorando todas las posibilidades de la naturaleza humana, como define un personaje de Phillip Roth.

Frivolidades en la campiña inglesa. De Wodehouse a Saki, pasando por Forster. Si hay asesinato, también mola.

Detectives con gabardina que no duermen, fuman mucho, beben más y siempre se lían con la chica. Si viven en Los Ángeles y en plena Ley Seca, mola más.

Retrasados que acarician ratones dentro del bolsillo. Familias que recogen cajas de melocotones muy rápido y no vale. Perlas que destrozan vidas. Historias de las que una parte pasa a ser peli de James Dean.

Médicos que se convierten en degenerados por las noches. Curas que sueñan ser libertinos que no saben si sueñan ser curas. Sabios que no saben si sueñan ser mariposas o mariposas que sueñan ser sabios.

Médicos en Estocolmo que pasean y tienen dilemas morales que en ningún caso redundarán en su beneficio.

Magas que llaman a su hijo Rocamadour y lo dejan morir. Botes de nescafé, hermanos que tiran la llave de la casa por la alcantarilla, terrarios con hormigas.

La estulticia, el error, el pecado, la mezquindad.







(Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar)


viernes, 7 de mayo de 2010

Mamá

Lloverás en el tiempo de lluvia,
harás calor en el verano,
harás frío en el atardecer.
Volverás a morir otras mil veces.

Florecerás cuando todo florezca.
No eres nada, nadie, madre.

De nosotros quedará la misma huella,
la semilla del viento en el agua,
el esqueleto de las hojas en la tierra.
Sobre las rocas, el tatuaje de las sombras,
en el corazón de los árboles la palabra amor.

No somos nada, nadie, madre.
Es inútil vivir
pero es más inútil morir.


Jaime Sabines




Mamá tenía los ojos verdes, mis rizos (o yo los suyos) y el pelo negro. De cuarenta para arriba en mis recuerdos y aire de niña buena en las fotos de cuando era jovencita. El pelo corto desde que hizo la comunión. Una foto disfrazada de ángel en el colegio en los 50 en casa de mi abuela. Un montón de collares que Jose siempre recuerda como "apabullantes" y que siempre pregunta por qué no uso. Barra de labios rojo coral. La piel mucho más oscura que la mía. Los ojos más grandes. La cara más ovalada. Los labios menos gruesos.

La primera vez que me dijeron que me parecía a mi madre, hacía menos de una semana que había cumplido veinte años y menos de veinticuatro horas que ella se había muerto. Ahora a veces nos veo cierto aire en las fotos. Ella era muchísimo más guapa.

Le debo el terror, a Víctor Jara, a Lorca, a Oscar Wilde (me contó tantas versiones distintas de "El fantasma de Canterville" que sospecho que tuvo algo que ver con todas las películas que hay), a Miguel Hernández y la falta total y absoluta de oído musical. Ella sabía dibujar, yo no. De pequeña me hacía mariquitas que parecían estrellas de cine de su época y, si las busco un poco, las encuentro. Las mías y las que fueron suyas. Intentó sin éxito hacer de mí una señorita y un día confesó que tenía miedo de que fuera lesbiana "por los problemas en los que me iba a meter".

Salió con mi padre toda la puta vida (desde los catorce años) y creía que tenía gripe cuando lo que pasaba era yo. Yo, 42 años, diez meses y medio de embarazo y Mallorca en verano.

Nunca jamás se emborrachó porque primero no bebía, luego mis hermanos eran pequeños, luego llegué yo y después le diagnosticaron un par de hepatitis y una cirrosis. Así, de buen rollo. Todas juntas. Antes del diagnóstico siempre decía que un día tenía ganas de emborracharse de verdad.

La llamaron para un transplante cinco minutos antes de morir.

¿He dicho que tenía los ojos verdes y bonitos? ¿Que cuando era pequeña se creían que era mi abuela? ¿Que tenía las mismas confusiones con las palabras que yo? ¿Que las películas que más le gustaban eran las de terror? ¿Que me enseñó a leer antes de que tocara en el colegio? ¿Que la echo infinitamente de menos?

Me he acostumbrado a llegar a casa y que no esté pero no a que no me coja el teléfono.

A que poco a poco haya ido desapareciendo mucho de lo que identificaba con ella pero haya ido aumentando el número de fotos.

A decir con naturalidad "voy a casa de mi padre". A que en donde la agenda del móvil ponía "mamá" ahora ponga "papá2" (y eso fue lo primero que hice cuando se murió).

A no contestar "mi madre murió" cuando alguien dice "tus padres".

A ir a la playa donde ya no pueden quedar cenizas sin pensar "hola, mamá".

A que nada de lo que intento cocinar (y lo de intentarlo es lo más parecido que hago) sepa remotamente a lo que cocinaba ella.

Ah, ella también odiaba el azúcar en el café y el tomate en la pasta.

Y al primero que diga "sigue viva mientras te acuerdes de ella", le muerdo un ojo. Eso o cualquier cosa por el estilo. Es mi blog y si quiero ponerme emo y premenstrual, me pongo.


viernes, 23 de abril de 2010

Dragones!

Me mola la Literatura, no la Historia. Es más, la Historia me gusta lo justito. Muy muy justito. Me gustaría saber más pero que el conocimiento surgiera él solito en mi cerebro. Me gusta, digamos, más que la Química pero es que la Química sólo la considero un poquito más que el fútbol. Estudié Química en segundo de BUP y ahí debí aprender más o menos lo mismo que en Latín (y entre segundo y tercero hice todo menos aprender latín -entre segundo y tercero y el resto de la vida: sé tanto latín como alemán, más o menos-). Había una tabla con colores, nombres de elementos, nombres abreviados y números que nunca jamás llegué a saber para qué servían.

Me gustaban, en cambio las Matemáticas. Quise estudiar Matemáticas hasta que alguien me contó que en la facultad de Filología lo que más se hacía era leer y dije "esta es la mía". Luego llegó la primera asignatura de Literatura (odiaba a muerte las asignaturas de lengua, casi tanto como la de Ciencias Sociales) y desplazó Matemáticas como la que más me gustaba. Un par de años después me gustaban casi más Historia del Arte o Filosofía y la decisión de qué estudiar estaba entre las tres. O sea, entre Historia del Arte, Filosofía y cualquier Filología. Quise hacer Eslavas pero se me dejó clarito que escogiera entre las nueve que había aquí y que me dejara de tocar las narices queriendo estudiar cosas raras y sin salidas. Al final me matriculé en Hispánicas por amor al XVII, a Miguel Hernández, a Lorca y al boom, me cambié a Románicas, me enamoré de la Edad Media y maldito si recuerdo algo de las matemáticas que no sea sumar, restar, multiplicar, dividir y hacer reglas de 3. Y la fórmula de la ecuación de segundo grado pero eso es porque el cerebro tiene recovecos simpáticos donde se queda información que jamás volverás a usar pero que está ahí.

Pero el caso es que la literatura es ficción y lo que menos importa es la exactitud histórica o que las cosas "hayan pasado de verdad". No hay nada peor que un libro o una película malos "basados en hechos reales" o que alguien sonría cuando aludes a un sitio como el lugar donde transcurre tal novela. Claro, si dices "de ahí es tal escritor", sí pero que tire la primera piedra quien sepa pensar en Casablanca sin Bogart e Ingrid Bergman. En el Che sin canturrear la canción de Carlos Puebla. En Vlad Tepes sin recordar que inspiró a Drácula. En un castillo de noche sin una chica de blanco con el pelo suelto.

O será que soy yo así de freak. Cada vez que voy a decir romántica en el sentido literal de la palabra me viene a la cabeza todo lo que se identifica hoy con romántico y tengo otro ejemplo más.

La cuestión es que hoy es para mí ante todo y sobre todo el Día del Libro pero también el día del señor que mató a un dragón para salvar una princesa. Me gusta más la versión donde es un pobre chico a quien el caballero cobarde de turno pretende robar el mérito (y a la chica) y que falla porque, antes de que el malo (el cobarde no puede sólo ser cobarde, también tiene que fingirse valiente y caernos mal por ello) corte las cabezas, el bueno ha guardado las lenguas pero no le hago ascos a esta, aunque todo el mundo aplauda al recién llegado sin lamentar o cuestionarse que haya llegado justo justo para salvar a la hija del rey. Lo bonito de los cuentos: la princesa es guapa y se salva, el malo muere y todos se alegran. Y a todos les gustan las perdices. Yo quiero ser feliz y tomar té y helado.

Pero (que me disperso cada vez más) iba a que siempre hay algún listo que te cuenta que nunca existió, que es un santo fantasma. Claro porque yo creo firmemente en la existencia del hijo del carpintero, en la paloma y en que la virgen era virgen cuando los parió a todos. A todos no, al hijo del carpintero que en realidad lo era de una paloma. O que realmente no nació el 25 de diciembre. Claro, porque realmente nació. Y andaban a la vez la paloma y un ángel diciendo "neniña, tú no te asustes que es el hijo de tu dios" y nadie flipó. Porque todos sabemos que ver a un nacho con alas en la espalda no asusta. Y casualmente sólo lo veía ella. Sí...

También creo firmemente en los vampiros, en Arturo, en que si Franco hubiera perdido la guerra, los míos hubieran cambiado la república en el Paraíso de la Anarquía y en las cremas hidratantes con añadidos cada vez más raros. Bueno, las cremas hidratantes con añadidos freaks las considero incluso menos que el fútbol.

Porque todos sabemos que el santo nunca existió pero el dragón sí. ¿O no?



(Si yo fuera la doncella, me lo quedaba de mascota
para que jugara con Folerpa. ¡Tan pequeñito y tan rojo!)


PS: Se admiten sugerencias de libros para comprar. Si alguien se quiere emocionar, también se admiten libros. Hasta rosas.

PS 2: Con la relectura pre-publicación, ha quedado más vehemente que anoche. No dormir me convierte en esto.

domingo, 4 de abril de 2010

Abril

No niego que sea el mes más cruel y es uno de mis principios favoritos. Y ya lo puse el año pasado.

Me gusta abril. No sólo hace brotar lilas de la tierra muerta sino que está lleno de margaritas, empieza la temporada de las sandalias y la de las terrazas. Se reduce la lectura de terror porque anochece más tarde, pero no se puede tener todo. Suele coincidir con Semana Santa y pasan películas de romanos por la tele. A veces hasta está buen tiempo y se puede ir a la playa.

***

El cadáver plantado en el jardín el año pasado cría malvas (y lilas y jacintos y hasta margaritas) y no hay perro que escarbe y lo desentierre. Yo tuve una pala en su día, pero no sé dónde está ni quiero buscarla. Me limitaré a coger las malvas (y las lilas, y los jacintos y las margaritas) y sentirme chica de Waterhouse entre flores.
***

Además, es el mes que empieza a haber cerezas.





miércoles, 24 de marzo de 2010

PJ Harvey y una colchoneta en medio del bosque...

Estos días escucho a la señorita PJ Harvey como si no conociera a nadie más que cante o como si ninguno de los otros que conozco terminara de gustarme. Que soy compulsiva lo sabemos y que me gusta ella también.

Además, en el video de Black hearted love pega saltos en una colchoneta en medio del bosque. Y... bueno, es Piyei y una colchoneta y un bosque y... aaaaaaaaaaaaaaaay.








I think I saw you in the shadows
I move in closer beneath your windows
Who would suspect me of this rapture?

And who but my black hearted love
And who but my black hearted love

When you call out my name in rapture
I volunteer my soul for murder
I wish this moment here forever

And you are my black hearted love
And you are my black hearted love
In the rain, in the evening
I will come again

I'd like to take you;
I'd like to take you to a place I know
My black hearted
I'd like to take you;
I'd like to take you to a place I know
My black hearted
I'd like to take you;
I'd like to take you to a place I know
My black hearted
I'd like to take you;
I'd like to take you to a place I know
My black hearted

lunes, 8 de febrero de 2010

Un día perfecto para el pez plátano

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.
—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
—¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
—¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
—¿Cuándo llegasteis?
—No sé... el miércoles, de madrugada.
—¿Quién condujo?
—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha
hecho arreglar el coche?
—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
—Muy bien—dijo la chica.
—¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
—No. Ahora tiene uno nuevo
—¿Cuál?
—Mamá... ¿qué importancia tiene?
—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.
—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
—Lo tienes tú.
—¿Estás segura?—dijo la chica.
—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
—¡Pero está en alemán!
—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. .
—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
—Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
—Muriel, mira, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—Tu padre habló con el doctor Sivetski.
—¿Sí?—dijo la chica.
—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
—¿Y...?—dijo la chica.
—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
—¿Quién? ¿Cómo se llama?
—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar.
—De todos modos, dicen que es muy bueno.
—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
—Me he quemado toda, mamá, toda.
—¡Qué horror!
—No me voy a morir.
—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
—Bueno... sí... más o menos...—dijo la chica.
—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
—Bueno, ¿qué dijo?
—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
—¿Por que te hizo esa pregunta?
—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
—¿El verde?
—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
—Pero ¿qué dijo él? El médico.
—Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
—Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
—No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
—En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
—En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le subí un poco las hombreras.
—¿Cómo es la ropa este año?
—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
—¿Y tu habitación?
—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
camión.
—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
—Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.
—¿Y no quieres volver a casa?
—No, mamá.
—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
—No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.
—Mamá, esta llamada va a costar una for...
—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que...
—Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
—¿Dónde está?
—En la playa.
—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
—Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
—No he dicho nada de eso, Muriel.
—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
—Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
—No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
—Muriel, hazme caso.
—Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
—Muriel, quiero que me lo prometas.
—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.

—Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
—No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
—Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.
—Estáte quieta, Sybil, cariño...
—¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
—Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
—¡Ah!, hola, Sybil.
—¿Vas a ir al agua?
—Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
—¿Qué?—dijo Sybil.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
—Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
—No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
—¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.
—¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
—Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
—Es amarillo—dijo—. Es amarillo.
—¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.
—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
—Necesita aire—dijo.
—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
—¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
—Sí que podías.
—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
—¿Qué?
—Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
—Vayamos al agua—dijo.
—Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
—¿Que eche a quién?
—A Sharon Lipschutz.
—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
—¿Un qué?
—Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano—dijo el joven.
Sybil negó con la cabeza.
—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
—No sé—dijo Sybil.
—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
—Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
Sybil soltó el pie:
—¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.
—Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
—No eran más que seis—dijo Sybil.
—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
—¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.
—¿Si me gusta qué?
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
—¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
—¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas—dijo ella por último.
—Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.
—No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
—No veo ninguno—dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
—Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces plátano.
—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
—Sí—dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
—¿Por qué?—preguntó Sybil.
—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
—Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.
—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
—Acabo de ver uno.
—¿Un qué, amor mío?
—Un pez plátano.
—¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
—Sí—dijo Sybil—. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
—¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
—¡No!
—Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
—Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice?—dijo la mujer.
—Dije que veo que me está mirando los pies.
—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

J. D. Salinger