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jueves, 27 de mayo de 2010

Debilidades literarias (I)

(Pasadas, presentes y parece que futuras)

Ante todo y sobre todo los vampiros. Y el terror. Castillos, doncellas con vestidos blancos y cabellos flotantes. Cadáveres en lagos. Pueblos remotos de habitantes emparentados con seres de las profundidades.

Nínfulas y fáunulos. Dolores Haze y Tadzio. Annabel Lee.

Chicas muertas, mejor ahogadas.

Panero (hijo: Leopoldo María). Locos (tanto autores como personajes). Malditos. Lúcidos que pagan con la locura.

Oscar Wilde, entero. Por decadente, por autor de cuentos que llegaron antes de saber leer, por fantasmas que terminaban pintando manchas de sangre verdes. Por ruiseñores que cantan toda la noche para nada. Por lagunas enamoradas de sí mismas que se miran en los ojos de Narciso. Por princesas que bailan con pies como palomas. Por sirenas abandonadas por no tener pies. Por esfinges sin secreto. Por cuadros que envejecen por sus dueños.

Bryce, por borracho de bar que te cuenta como su chica lo ha dejado y cómo el surrealismo lo ha llevado hasta allí (el bar, la chica, la ruptura, Europa). Por creerse literalmente lo de "al agua patos". Por un lunar de carne en el rostro más bello. Por rematar la oligarquía limeña sin darse cuenta. Por borracho. Por tembleque. Por insomne. Por sus citas.

Poe, por ser el primer paladeable. Por las chicas muertas. Por los dientes, de Berenice por los radiantes ojos de lady Ligeia, por los cuervos que dicen nevermore, por los reinos junto al mar y las aliteraciones, porque la forma del cuerpo le es más esencial que su propia sustancia y porque fue mi primer amor.

Vera, un cuento cruel de Villiers y la llave de la tumba.

Bradbury y los ambientes angustiosos. Una nueva casa de Usher, una guadaña que maneja el mundo, enanos en laberintos de espejos, medusas que te llaman por tu nombre, marcianos amarillos, bomberos que queman libros y libros vivientes que recitan el Eclesiastés, norias que te hacen envejecer o rejuvenecer y momias mexicanas.

Las elegías de Miguel Hernández. Las elegías en general. Miguel Hernández, hasta cuando escribe poemas de amor.

Phillip Roth y sus personajes retorcidos y que nunca son lo que parecen. Zuckerman mayor y observando el mundo. Un ruso del XIX vivo, norteamericano y judío.

Martín y Alejandra. Fernando Vidal Olmos. Los ciegos. Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne. Bruno. Madrecloaca. Niñamurciélago. El parque Lezama de Buenos Aires, Lavalle, el loco Bebe, el Mirador, una cabeza en una sombrerera. Sabato. Sabato. Sabato.

Blas de Otero. Celso Emilio Ferreiro. Gil de Biedma.

Llamadme Ismael y embarcadme en un barco ballenero, con un arponero tatuado y un capitán con una pata de hueso de ballena. Llevadme con el Corsario Negro a vengar a sus hermanos el Corsario Rojo y el Corsario Verde. Hacedme naufragar en una isla desierta y no sólo como Robinson Crusoe, sino también con un lobo de mar loco (a la chica os la podéis quedar), siendo un niño pequeño criado por monos o con un montón de adolescentes y una caracola.

Háganme batirme con tres mosqueteros en un lapso de tiempo de tres horas.

Pídanme que dibuje un cordero.

O enséñenme que todos los animales son iguales pero algunos son más iguales que otros. Que lo peor del mundo varía según la persona.

Léanme poemas sobre el destierro o el exilio político. Háganme sentir, por un momento, que creo que patrias, países, fronteras y tonterías así existen.

Gritemos todos "¿quién levantó los olivos?".

El infierno son los demás.

Lloremos todos la muerte de Manuel, el portugués, aunque lloremos más con la película. Vayamos con Mowgli por la selva y olvidemos la versión de Disney en la que los monos cantan jazz diciendo "quiero ser como tú". Recordemos, de paso, que la sirenita de Andersen no se casa con el príncipe y que nos gusta tanto el soldadito de plomo sin una pierna como nos gusta el Príncipe Feliz de Oscar Wilde. Y la foca (volvemos a Kipling) cuyo nombre hemos olvidado. Erizos y tortugas que intentan mimetizarse con el otro y se convierten en armadillos.

Marley estaba muerto y a Nancy la hostiaban. Oliver se atreve a pedir más.

Alejandra Pizarnik, con la regla, computa como intento de suicidio.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

(A la mañana siguiente, Cesare Pavese no pidió el desayuno)

(Muere un poeta y la creación se siente herida y moribunda en las entrañas)

La carne es triste y he leído todos los libros.

¿Dónde van los cisnes de Central Park cuando llega el invierno?

Caballeros artúricos y doncellas con castillos estupendos oportunamente disponibles. Reinas que se lían con el sobrino o el colega del rey. Hermanas hadas celosas y con mala baba. Combates donde cortan al malo por la mitad y, con suerte, también al caballo.

Adúlteras con maridos aburridos y amigas que comen bacalao que se deshace en lascas en la boca. Adúlteras de las que su amante se aburre. Adúlteras a las que les mola el cura. Enredos varios decimonónicos.

Rusos explorando todas las posibilidades de la naturaleza humana, como define un personaje de Phillip Roth.

Frivolidades en la campiña inglesa. De Wodehouse a Saki, pasando por Forster. Si hay asesinato, también mola.

Detectives con gabardina que no duermen, fuman mucho, beben más y siempre se lían con la chica. Si viven en Los Ángeles y en plena Ley Seca, mola más.

Retrasados que acarician ratones dentro del bolsillo. Familias que recogen cajas de melocotones muy rápido y no vale. Perlas que destrozan vidas. Historias de las que una parte pasa a ser peli de James Dean.

Médicos que se convierten en degenerados por las noches. Curas que sueñan ser libertinos que no saben si sueñan ser curas. Sabios que no saben si sueñan ser mariposas o mariposas que sueñan ser sabios.

Médicos en Estocolmo que pasean y tienen dilemas morales que en ningún caso redundarán en su beneficio.

Magas que llaman a su hijo Rocamadour y lo dejan morir. Botes de nescafé, hermanos que tiran la llave de la casa por la alcantarilla, terrarios con hormigas.

La estulticia, el error, el pecado, la mezquindad.







(Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar)


martes, 8 de diciembre de 2009

Felicidad

Escucha lo que he encontrado hoy en la biblioteca mientras leía revistas. Escucha –se sacó del bolsillo de los tejanos una hoja de papel–. Lo he copiado de una revista, palabra por palabra. Revista de ética médica. Oye esto: "Se propone que la felicidad" –alzó la vista y comentó–: subrayan la palabra. "Se propone que la felicidad se clasifique como un trastorno psiquiátrico y sea incluído en las ediciones futuras de los principales manuales de diagnóstico bajo su nuevo nombre: trastorno afectivo de primer grado, del tipo placentero. La revisión de la literatura sobre el tema muestra que la felicidad es estadísticamente anormal, consiste en una agrupación discreta de síntomas, se asocia con una gama de anormalidades cognitivas y probablemente refleja el funcionamiento anormal del sistema nervioso central. Sigue en pie una posible objeción a esta propuesta: que la felicidad no se valora negativamente. Sin embargo, esta objeción queda invalidada porque está fuera de lugar desde el punto de vista científico."

Philip Roth, El teatro de Sabbath


Cualquier libro del señor Roth es para ser copiado entero pero Ramoncín no me deja y yo no tengo paciencia. Bueno, creo que Ramoncín sí me deja copiarlo porque vive lejos pero paso de arriesgarme.

Sin querer, los títulos de las entradas de diciembre están quedando temáticos. Me gusta, me gusta...

miércoles, 8 de octubre de 2008

Meryone's Complaint


"La vida es muy fácil contarla, pero enfurecedor practicarla."

No lo digo yo, lo dice el señor Forster en Pasaje a la India (creo). Forster es de esos autores que, sin ser descomunalmente grandes ni cambiarme la vida (debo estar en crisis porque sí es verdad que últimamente me identifico con casi todo lo que leo), me caen simpáticos. De esos que se compran en librerías de viejo cuando son baratos. Leí Maurice, leí Pasaje a la India y leí como mínimo otro más, con Helena Bonham Carter en la portada (era una edición de Círculo de Lectores) y cuyo nombre ahora mismo se me escapa.

Ninguno de los tres (repito) dejó huella en mí. Salvo por esa frase.

Mi vida últimamente se parece a una novela de Phillip Roth. No por lo que pasa fuera (nada que se salga de lo común), sino por lo que pasa dentro. ¿Que qué tiene que ver el bueno de Forster con el señor Roth? Nada. Salvo por esa frase.

Esa frase podría resumir perfectamente toda la narrativa del hombre. Al menos toda la que yo conozco. Como lo que desde fuera parece simple, cotidiano, desgarra por dentro. Y como, al final, irremediablemente, todo se rompe.

Crecí escuchando hablar de El lamento de Portnoy, aunque ahora se traduzca como El mal de Portnoy y aunque yo entonces no sabía que era de Phillip Roth. Me gustaron más otros y nada como La mancha humana, el descubrimiento. Y nada como Pastoral Americana, la tercera que leí (la segunda fue La conjura contra América que sí, pero tampoco tanto) y que me decidió a amarlo sobre todos los escritores vivos. Luego vino Zuckerman desencadenado (las cuatro primeras novelas breves protagonizadas por Nathan Zuckerman, alter ego), Operación Shylock, El mal de Portnoy (en mi traducción ya se llama así), Elegía (nada que ver con la película de la Coixet, que se basa en otra), Cuando ella era buena, El profesor de deseo y, finalmente, Deudas y dolores, de la que aún me estoy recuperando.

Queda el principio, pues, de Portnoy's Complaint. Porque sí, porque es un buen principio, porque es encontrable y porque no me resulta tan doloroso como me resultan párrafos de otras. Porque mi vida se parece menos a esta que a otras.



Portnoy, Mal de [llamado así por Alexander Portnoy (1933- )]. Trastorno en que los impulsos altruistas y morales se experimentan con mucha intensidad, pero se hallan en perpetua guerra con el deseo sexual más extremado y, en ocasiones, perverso. Al respecto dice Spielvogel: «Abundan los actos de exhibicionismo, voyeurismo, fetichismo y autoerotismo, así como el coito oral; no obstante, y como consecuencia de la “moral” del paciente, ni la fantasía ni el acto resultan en una auténtica gratificación sexual, sino en otro tipo de sentimientos, que se imponen a todos los demás: la vergüenza y el temor al castigo, sobre todo en forma de castración»

(Spielvogel,O., «El pene confuso», Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse, vol.XXIV,p.909). Spielvogel considera que estos síntomas pueden remontarse a los vínculos que hayan prevalecido en la relación madre-hijo.



"La llevaba tan incrustada en la conciencia, que, al parecer, me pasé el primer año de colegio convencido de que todas y cada una de mis profesoras eran mi madre disfrazada. Echaba a correr en cuanto sonaba el timbre de salida, e iba todo el camino preguntándome si llegaría a casa con tiempo de pillar a mi madre antes de que volviera a transformarse. Pero siempre, invariablemente, la encontraba ya en la cocina, poniéndome el vaso de leche con galletas. Su proeza, sin embargo, en lugar de empujarme a renunciar al engaño, lo que hacía era intensificar el respeto que me inspiraban sus poderes. Y, también, el hecho de no sorprenderla entre encarnación y encarnación venía a suponer un alivio, de todas formas, aunque yo no cejara en el intento. Me constaba que mi padre y mi hermana no estaban al cabo de la calle en lo tocante a la verdadera naturaleza de mi madre, y que la carga de culpabilidad que, imganiba yo, me iba a caer sobre los hombros en caso de que alguna vez la pillase descuidada era más de lo que estaba dispuesto a aguantar a mis cinco años"


Phillip Roth, El mal de Portnoy