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jueves, 5 de febrero de 2009

Lizzie. Y mi día de mierda. Y más...





Dead Love

Oh never weep for love that’s dead
Since love is seldom true
But changes his fashion from blue to red,
From brightest red to blue,
And love was born to an early death
And is so seldom true.

Then harbour no smile on your bonny face
To win the deepest sigh.
The fairest words on truest lips
Pass on and surely die,
And you will stand alone, my dear,
When wintry winds draw nigh.

Sweet, never weep for what cannot be,
For this God has not given.
If the merest dream of love were true
Then, sweet, we should be in heaven,
And this is only earth, my dear,
Where true love is not given.

Elizabeth Eleanor Siddal



Llevo un día de mierda.

La imagen, la Ophelia de Millais. Que sé que la puse varias veces, pero me apetecía más poner esta Lizzie que una de las muchísimas que pintó su marido, el bueno de Rossetti. El amor no existe, claro que no. Lástima que Ophelia no lo supiera y que Lizzie no supiera aplicarse el cuento.

No, el amor es lo único que no tienen nada que ver con mi día de mierda. Era lo que me faltaba. Tuve un día de mierda por cosas bastante más importantes. El amor, que no es cierto, murió hace ya casi un año. Lo he dicho varias veces y lo repito: no me vuelve a coger viva.

Y sin embargo, sigue siendo un poco la historia del clavo de Rosalía. Estoy mejor, pero me falta algo.

Y sí, cuando parecía que el día sólo había tenido una gran putada y todavía no se sabía que se había ido a pique, fui a buscarlo. No para recuperar el clavo, claro que no. El clavo no vuelve, vive dios que no!

La Edad Media y la literatura artúrica me han hecho mucho daño. Sin duda. Y la lady of Shalott de Waterhouse que se parece o se parecía a mí, también. ¿No podía ser cualquier otro personaje, hostia?

No, no me suicidaré por amor. Ni pienso volver a tener nada que ver con él. Sin embargo, como invento literario, como entelequia, como mitología, como concepto abstracto, siempre me parecerá sublime. La Edad Media me ha hecho mucho daño, pero también me cambió la vida. Y cambió el pensamiento occidental. Tanto que ahora la gente se cree que existe el amor.

Sería terrible vivir sin trovadores, sin Dante, sin Chrétien. Sin Petrarca. Sin doncellas que piden dones a caballeros. Sin tronos que se ocupen sacando una espada de una piedra. Sin caballeros malos a los que los buenos venzan cortándolos por la mitad. Sin autómatas, sin anillos que te vuelvan invisible, sin reinos subacuáticos donde el tiempo corre de otra manera.

Puede que no haya sido el mejor día para decidirlo, pero realmente quiero ponerme con el TIT. Guinglain, la Insula Dorada, Blonde Esmerée y una serpiente muy grande me esperan.

Y sí, hoy fue un día muy largo que terminó en un llanto más largo todavía por la tontería más tonta. Pero todo el día intenté ver lo positivo o lo relativo de la situación. De las situaciones, que fueron muchas. Claro, tanto lo intenté que la tontería más tonta me hizo llorar por fin lo que tenía que haber llorado desde el principio, desde el hecho de quedarme en blanco en medio de un examen de una asignatura que estoy harta de saberme.

Y eso fue sólo el principio.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Gooble, gobble!

Hace un par de semanas, justo antes de que bajáramos media botella de Cointreau por la cara bonita y no pertenecer al canon actual, Lou nos preguntó a la otra María y a mí de qué hablábamos. Y se autorrespondió "de cine, de libros y de tíos, seguro". Y sí. Y por ese orden. Ese día veníamos de ver una obra de teatro basada en textos de Pessoa (que fue mejor, todavía, de lo que pintaba) por cortesía de mi profesor de Historia e Cultura Portuguesas (quien, por cierto, me puso un 7 por simpática; porque, por estudiar, no fue), yo empezaba las vacaciones y había dormido una hora. Claro, Cointreau mediante, salimos de allí a las seis y más de la mañana. También le dijimos que un día habíamos ido las dos allí a emborracharnos fuertemientre (como el principio del Cid) y estaba cerrado. Y que era una lástima porque era probable que acabáramos bailando desnudas encima de la barra o algo así. Creo que fue entonces cuando trajo el Cointreau, pero es posible que lo hubiera hecho antes. Ya nos habíamos tomado un par de cervezas y la conversación fue por ese orden pero terminó (como siempre) mezclando tíos con libros y películas. Y explicar la realidad mediante la ficción altera los ánimos.

Hoy no ha sido mi primer día de vacaciones, sino mi segundo día de trabajo. Y no ha habido obra de teatro basada en los heterónimos de Pessoa. Pero vengo de casa de María. De hablar de cine, de libros y de tíos. Aleatoriamente. Mucho de las tres cosas. Y con los ánimos alterados, claro. Aunque sin alcohol (nada es perfecto).

Antes me compré dos pósters porque soy así de consumista, a veces. Freaks y La naranja mecánica, la imagen del túnel. Y mañana vuelvo, a por El gabinete del doctor Caligari. Aprovechando que a mi señor progenitor le ha dado por pagarme la matrícula. Y que he encontrado un hueco con el que no contaba.

No sé si lo he dicho ya, pero La naranja es mi película favorita. No desde la infancia (en mi casa había una férrea censura: tampoco sé si he contado que soy hija de militar), pero sí desde la adolescencia. Aquella cinta grabada de otra cinta grabada del Canal + que me dejó Javi en su día. ¡Todo lo que debo a Javi en aquellos años de mi vida, joder! Y en los que vinieron después...

Así que estos son mis dos pósters nuevos:






Y van dos videos, uno de cada peli. El I'm singing in the rain y la fiesta después de la boda (es tarde y había demasiados, me saturé)





Buenas noches

jueves, 11 de septiembre de 2008

Querer un cordero es prueba de que se existe

IV

De esta manera supe una segunda cosa muy importante: su planeta de origen era apenas más
grande que una casa.
Esto no podía asombrarme mucho. Sabía muy bien que aparte de los grandes planetas como la
Tierra, Júpiter, Marte, Venus, a los cuales se les ha dado nombre, existen otros centenares de ellos tan pequeños a veces, que es difícil distinguirlos aun con la ayuda del telescopio. Cuando un astrónomo descubre uno de estos planetas, le da por nombre un número. Le llama, por ejemplo, "el asteroide 3251".
Tengo poderosas razones para creer que el planeta del cual venía el principito era el asteroide B
612. Este asteroide ha sido visto sólo una vez con el telescopio en 1909, por un astrónomo turco.
Este astrónomo hizo una gran demostración de su descubrimiento en un congreso Internacional
de Astronomía. Pero nadie le creyó a causa de su manera de vestir. Las personas mayores son sí.
Felizmente para la reputación del asteroide B 612, un dictador turco impuso a su pueblo, bajo pena de muerte, el vestido a la europea. Entonces el astrónomo volvió a dar cuenta de su descubrimiento en 1920 y como lucía un traje muy elegante, todo el mundo aceptó su demostración.
Si les he contado de todos estos detalles sobre el asteroide B 612 y hasta les he confiado su número, es por consideración a las personas mayores. A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar:
"¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?" Pero en cambio preguntan: "¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?"
Solamente con estos detalles creen conocerle. Si les decimos a las personas mayores: "He visto una casa preciosa de ladrillo rosa, con geranios en las ventanas y palomas en el tejado", jamás llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: "He visto una casa que vale cien mil pesos". Entonces exclaman entusiasmados: "¡Oh, qué preciosa es!"
De tal manera, si les decimos: "La prueba de que el principito ha existido está en que era un muchachito encantador, que reía y quería un cordero. Querer un cordero es prueba de que se existe", las personas mayores se encogerán de hombros y nos dirán que somos unos niños. Pero si les decimos: "el planeta de donde venía el principito era el asteroide B 612", quedarán convencidas y no se preocuparán de hacer más preguntas. Son así. No hay por qué guardarles rencor. Los niños deben ser muy indulgentes con las personas mayores.
Pero nosotros, que sabemos comprender la vida, nos burlamos tranquilamente de los números. A mí me habría gustado más comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas. Me habría gustado decir:
"Era una vez un principito que habitaba un planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo…" Para aquellos que comprenden la vida, esto hubiera parecido más real.
Porque no me gusta que mi libro sea tomado a la ligera. Siento tanta pena al contar estos recuerdos. Hace ya seis años que mi amigo se fue con su cordero. Y si intento describirlo aquí es sólo con el fin de no olvidarlo. Es muy triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo. Y yo puedo llegar a ser como las personas mayores, que sólo se interesan por las cifras. Para evitar esto he comprado una caja de lápices de colores. ¡Es muy duro, a mi edad, ponerse a aprender a dibujar, cuando en toda la vida no se ha hecho otra tentativa que la de una boa abierta y una boa cerrada a la edad de seis años! Ciertamente que yo trataré de hacer retratos lo más parecido posibles, pero no estoy muy seguro de lograrlo. Uno saldrá bien y otro no tiene parecido alguno. En las proporciones me equivoco también un poco. Aquí el principito es demasiado grande y allá es demasiado pequeño. Dudo también sobre el color de su traje. Titubeo sobre esto y lo otro y unas veces sale bien y otras mal. Es posible, en fin, que me equivoque sobre ciertos detalles muy importantes. Pero habrá que perdonármelo ya que mi amigo no me daba nunca muchas explicaciones. Me creía semejante a sí mismo y yo, desgraciadamente, no sé ver un cordero a través de una caja. Es posible que yo sea un poco como las personas mayores.
He debido envejecer.

Antoine de Saint-Exupéry, El Principito


Estos exámenes están marcados por una de las crisis existenciales más exageradas de mi vida (completada con lo que Nadna muy oportunamente, en un mail que no he podido contestarle llamó "crisis examinal") y por el Principito. Prefiero lo segundo, sin duda. El día anterior a mi otro examen, comencé a pensar mucho en él y, al salir, fui hasta A palavra perduda, librería que me gusta mucho y queda al lado de la facultad, en busca de un Principito en portugués. Tenía la pulsión irrefrenable de releerlo y en francés, en gallego y en español ya lo tengo. No tenían. Ni en inglés. Ni en catalán, que lo tuvieron. Así que me volví a casa con el rabo entre las piernas y sin Principito. Por supuesto, siempre nos quedará internet y lo releí por enésima vez en la vida y tercera o cuarta este año. Pero no es lo mismo que acariciar un libro y yo necesitaba acariciar.

Y hoy me he levantado con la pulsión de comprarme (pulsión consumista, sí, pero hacía tiempo que la quería) la camiseta de El Republicanito, de las que hace Moucho Marx (un moucho es un búho). Tenía Bettynha y la de Chocolate con churros, que me gustan mucho. Ahora tengo El Republicanito. Y El Republicanito y yo vamos a aprobar el examen mañana.

Mirad cómo mola mi Republicanito:







Gracias a todos los que pasaron hoy. No tuve tiempo de contestar aquí ni el fotolog. Pero lo haré antes de las vacaciones que empiezan, por fin, el viernes.

El Principito siempre vale la pena.

Dejo este capítulo y no otro porque mi examen contiene datos, estadísticas y todas esas cosas que emocionan a las personas mayores. A mí, no. A mí me gusta que los poemas digan cosas que no parecen estar allí a simple vista. No por nada tengo B612 (y Nunca Jamás) como lugar de procedencia.

Adoro El Principito.

lunes, 25 de agosto de 2008

AMOR


Um pouco cansada, com as compras deformando o novo saco de tricô, Ana subiu no bonde. Depositou o volume no colo e o bonde começou a andar. Recostou-se então no banco procurando conforto, num suspiro de meia satisfação.

Os filhos de Ana eram bons, uma coisa verdadeira e sumarenta. Cresciam, tomavam banho, exigiam para si, malcriados, instantes cada vez mais completos. A cozinha enfim espaçosa, o fogão enguiçado dava estouros. O calor era forte no apartamento que estavam aos poucos pagando. Mas o vento batendo nas cortinas que ela mesma cortara lembrava-lhe que se quisesse podia parar a enxugar a testa, olhando o calmo horizonte. Como um lavrador. Ela plantara as sementes que tinha na mão, não outras, mas essas apenas. E cresciam árvores. Crescia sua rápida conversa com o cobrador de luz, crescia a água enchendo o tanque, cresciam seus filhos, crescia a mesa com comidas, o marido chegando com os jornais e sorrindo de fome, o canto importuno das empregadas do edifício. Ana dava a tudo, tranqüilamente, sua mão pequena e forte, sua corrente de vida.

Certa hora da tarde era mais perigosa. Certa hora da tarde as árvores que plantara riam dela. Quando nada mais precisava de sua força, inquietava-se. No entanto sentia-se mais sólida do que nunca, seu corpo engrossara um pouco e era de se ver o modo como cortava blusas para os meninos, a grande tesoura dando estalidos na fazenda. Todo o seu desejo vagamente artístico encaminhara-se há muito no sentido de tornar os dias realizados e belos; com o tempo seu gosto pelo decorativo se desenvolvera e suplantara a íntima desordem. Parecia ter descoberto que tudo era passível de aperfeiçoamento, a cada coisa se emprestaria uma aparência harmoniosa; a vida podia ser feita pela mão do homem.

No fundo, Ana sempre tivera necessidade de sentir a raiz firme das coisas. E isso um lar perplexamente lhe dera. Por caminhos tortos, viera a cair num destino de mulher, com a surpresa de nele caber como se o tivesse inventado. O homem com quem casara era um homem verdadeiro, os filhos que tivera eram filhos verdadeiros. Sua juventude anterior parecia-lhe estranha como uma doença de vida. Dela havia aos poucos emergido para descobrir que também sem a felicidade se vivia: abolindo-a, encontrara uma legião de pessoas, antes invisíveis, que viviam como quem trabalha - com persistência, continuidade, alegria. O que sucedera a Ana antes de ter o lar estava para sempre fora de seu alcance: uma exaltação perturbada que tantas vezes se confundira com felicidade insuportável. Criara em troca algo enfim compreensível, uma vida de adulto. Assim ela o quisera e escolhera.

Sua precaução reduzia-se a tomar cuidado na hora perigosa da tarde, quando a casa estava vazia sem precisar mais dela, o sol alto, cada membro da família distribuído nas suas funções. Olhando os móveis limpos, seu coração se apertava um pouco em espanto. Mas na sua vida não havia lugar para que sentisse ternura pelo seu espanto - ela o abafava com a mesma habilidade que as lides em casa lhe haviam transmitido. Saía então para fazer compras ou levar objetos para consertar, cuidando do lar e da família à revelia deles. Quando voltasse era o fim da tarde e as crianças vindas do colégio exigiam-na. Assim chegaria a noite, com sua tranqüila vibração. De manhã acordaria aureolada pelos calmos deveres. Encontrava os móveis de novo empoeirados e sujos, como se voltassem arrependidos. Quanto a ela mesma, fazia obscuramente parte das raízes negras e suaves do mundo. E alimentava anonimamente a vida. Estava bom assim. Assim ela o quisera e escolhera.

O bonde vacilava nos trilhos, entrava em ruas largas. Logo um vento mais úmido soprava anunciando, mais que o fim da tarde, o fim da hora instável. Ana respirou profundamente e uma grande aceitação deu a seu rosto um ar de mulher.

O bonde se arrastava, em seguida estacava. Até Humaitá tinha tempo de descansar. Foi então que olhou para o homem parado no ponto.

A diferença entre ele e os outros é que ele estava realmente parado. De pé, suas mãos se mantinham avançadas. Era um cego.

O que havia mais que fizesse Ana se aprumar em desconfiança? Alguma coisa intranqüila estava sucedendo. Então ela viu: o cego mascava chicles... Um homem cego mascava chicles.

Ana ainda teve tempo de pensar por um segundo que os irmãos viriam jantar - o coração batia-lhe violento, espaçado. Inclinada, olhava o cego profundamente, como se olha o que não nos vê. Ele mastigava goma na escuridão. Sem sofrimento, com os olhos abertos. O movimento da mastigação fazia-o parecer sorrir e de repente deixar de sorrir, sorrir e deixar de sorrir - como se ele a tivesse insultado, Ana olhava-o. E quem a visse teria a impressão de uma mulher com ódio. Mas continuava a olhá-lo, cada vez mais inclinada - o bonde deu uma arrancada súbita jogando-a desprevenida para trás, o pesado saco de tricô despencou-se do colo, ruiu no chão - Ana deu um grito, o condutor deu ordem de parada antes de saber do que se tratava - o bonde estacou, os passageiros olharam assustados.

Incapaz de se mover para apanhar suas compras, Ana se aprumava pálida. Uma expressão de rosto, há muito não usada, ressurgira-lhe com dificuldade, ainda incerta, incompreensível. O moleque dos jornais ria entregando-lhe o volume. Mas os ovos se haviam quebrado no embrulho de jornal. Gemas amarelas e viscosas pingavam entre os fios da rede. O cego interrompera a mastigação e avançava as mãos inseguras, tentando inutilmente pegar o que acontecia. O embrulho dos ovos foi jogado fora da rede e, entre os sorrisos dos passageiros e o sinal do condutor, o bonde deu a nova arrancada de partida.

Poucos instantes depois já não a olhavam mais. O bonde se sacudia nos trilhos e o cego mascando goma ficara atrás para sempre. Mas o mal estava feito.

A rede de tricô era áspera entre os dedos, não íntima mais como quando a tricotara. A rede perdera o sentido e estar num bonde era um fio partido; não sabia o que fazer com as compras no colo. E como uma estranha música, o mundo recomeçava ao redor. O mal estava feito. Por quê? Teria esquecido de que havia cegos? A piedade a sufocava, Ana respirava pesadamente. Mesmo as coisas que existiam antes do acontecimento estavam agora de sobreaviso, tinham um ar mais hostil, perecível... O mundo se tornara de novo um mal-estar. Vários anos ruíam, as gemas amarelas escorriam. Expulsa de seus próprios dias, parecia-lhe que as pessoas na rua eram periclitantes, que se mantinham por um mínimo equilíbrio à tona da escuridão - e por um momento a falta de sentido deixava-as tão livres que elas não sabiam para onde ir. Perceber uma ausência de lei foi tão súbito que Ana se agarrou ao banco da frente, como se pudesse cair do bonde, como se as coisas pudessem ser revertidas com a mesma calma com que não o eram.

O que chamava de crise viera afinal. E sua marca era o prazer intenso com que olhava agora as coisas, sofrendo espantada. O calor se tornara mais abafado, tudo tinha ganho uma força e vozes mais altas. Na rua Voluntários da Pátria parecia prestes a rebentar uma revolução, as grades dos esgotos estavam secas, o ar empoeirado. Um cego mascando chicles mergulhara o mundo em escura sofreguidão. Em cada pessoa forte havia a ausência de piedade pelo cego e as pessoas assustavam-na com o vigor que possuíam. Junto dela havia uma senhora de azul, com um rosto. Desviou o olhar, depressa. Na calçada, uma mulher deu um empurrão no filho! Dois namorados entrelaçavam os dedos sorrindo... E o cego? Ana caíra numa bondade extremamente dolorosa.

Ela apaziguara tão bem a vida, cuidara tanto para que esta não explodisse. Mantinha tudo em serena compreensão, separava uma pessoa das outras, as roupas eram claramente feitas para serem usadas e podia-se escolher pelo jornal o filme da noite - tudo feito de modo a que um dia se seguisse ao outro. E um cego mascando goma despedaçava tudo isso. E através da piedade aparecia a Ana uma vida cheia de náusea doce, até a boca.

Só então percebeu que há muito passara do seu ponto de descida. Na fraqueza em que estava tudo a atingia com um susto; desceu do bonde com pernas débeis, olhou em torno de si, segurando a rede suja de ovo. Por um momento não conseguia orientar-se. Parecia ter saltado no meio da noite.

Era uma rua comprida, com muros altos, amarelos. Seu coração batia de medo, ela procurava inutilmente reconhecer os arredores, enquanto a vida que descobrira continuava a pulsar e um vento mais morno e mais misterioso rodeava-lhe o rosto. Ficou parada olhando o muro. Enfim pôde localizar-se. Andando um pouco mais ao longo de uma sebe, atravessou os portões do Jardim Botânico.

Andava pesadamente pela alameda central, entre os coqueiros. Não havia ninguém no Jardim. Depositou os embrulhos na terra, sentou-se no banco de um atalho e ali ficou muito tempo.

A vastidão parecia acalmá-la, o silêncio regulava sua respiração. Ela adormecia dentro de si.

De longe via a aléia onde a tarde era clara e redonda. Mas a penumbra dos ramos cobria o atalho.

Ao seu redor havia ruídos serenos, cheiro de árvores, pequenas surpresas entre os cipós. Todo o Jardim triturado pelos instantes já mais apressados da tarde. De onde vinha o meio sonho pelo qual estava rodeada? Como por um zunido de abelhas e aves. Tudo era estranho, suave demais, grande demais.

Um movimento leve e íntimo a sobressaltou - voltou-se rápida. Nada parecia se ter movido. Mas na aléia central estava imóvel um poderoso gato. Seus pêlos eram macios. Em novo andar silencioso, desapareceu.

Inquieta, olhou em torno. Os ramos se balançavam, as sombras vacilavam no chão. Um pardal ciscava na terra. E de repente, com mal-estar, pareceu-lhe ter caído numa emboscada. Fazia-se no Jardim um trabalho secreto do qual ela começava a se aperceber.

Nas árvores as frutas eram pretas, doces como mel. Havia no chão caroços secos cheios de circunvoluções, como pequenos cérebros apodrecidos. O banco estava manchado de sucos roxos. Com suavidade intensa rumorejavam as águas. No tronco da árvore pregavam-se as luxuosas patas de uma aranha. A crueza do mundo era tranqüila. O assassinato profundo. E a morte não era o que pensávamos.

Ao mesmo tempo que imaginário - era um mundo de se comer com os dentes, um mundo de volumosas dálias e tulipas. Os troncos eram percorridos por parasitas folhudas, o abraço era macio, colado. Como a repulsa que precedesse uma entrega - era fascinante, a mulher tinha nojo, e era fascinante.

As árvores estavam carregadas, o mundo era tão rico que apodrecia. Quando Ana pensou que havia crianças e homens grandes com fome, a náusea subiu-lhe à garganta, como se ela estivesse grávida e abandonada. A moral do Jardim era outra. Agora que o cego a guiara até ele, estremecia nos primeiros passos de um mundo faiscante, sombrio, onde vitórias-régias boiavam monstruosas. As pequenas flores espalhadas na relva não lhe pareciam amarelas ou rosadas, mas cor de mau ouro e escarlates. A decomposição era profunda, perfumada... Mas todas as pesadas coisas, ela via com a cabeça rodeada por um enxame de insetos, enviados pela vida mais fina do mundo. A brisa se insinuava entre as flores. Ana mais adivinhava que sentia o seu cheiro adocicado... O Jardim era tão bonito que ela teve medo do Inferno.

Era quase noite agora e tudo parecia cheio, pesado, um esquilo voou na sombra. Sob os pés a terra estava fofa, Ana aspirava-a com delícia. Era fascinante, e ela sentia nojo.

Mas quando se lembrou das crianças, diante das quais se tornara culpada, ergueu-se com uma exclamação de dor. Agarrou o embrulho, avançou pelo atalho obscuro, atingiu a alameda. Quase corria - e via o Jardim em torno de si, com sua impersonalidade soberba. Sacudiu os portões fechados, sacudia-os segurando a madeira áspera. O vigia apareceu espantado de não a ter visto.

Enquanto não chegou à porta do edifício, parecia à beira de um desastre. Correu com a rede até o elevador, sua alma batia-lhe no peito - o que sucedia? A piedade pelo cego era tão violenta como uma ânsia, mas o mundo lhe parecia seu, sujo, perecível, seu. Abriu a porta de casa. A sala era grande, quadrada, as maçanetas brilhavam limpas os vidros da janela brilhavam, a lâmpada brilhava - que nova terra era essa? E por um instante a vida sadia que levara até agora pareceu-lhe um modo moralmente louco de viver. O menino que se aproximou correndo era um ser de pernas compridas e rosto igual ao seu, que corria e a abraçava. Apertou-o com força, com espanto. Protegia-se trêmula. Porque a vida era periclitante. Ela amava o mundo, amava o que fora criado - amava com nojo. Do mesmo modo como sempre fora fascinada pelas ostras, com aquele vago sentimento de asco que a aproximação da verdade lhe provocava, avisando-a. Abraçou o filho, quase a ponto de machucá-lo. Como se soubesse de um mal - o cego ou o belo Jardim Botânico? - agarrava-se a ele, a quem queria acima de tudo. Fora atingida pelo demônio da fé. A vida é horrível, disse-lhe baixo, faminta. O que faria se seguisse o chamado do cego? Iria sozinha... Havia lugares pobres e ricos que precisavam dela. Ela precisava deles... Tenho medo, disse. Sentia as costelas delicadas da criança entre os braços, ouviu o seu choro assustado. Mamãe, chamou o menino. Afastou-o, olhou aquele rosto, seu coração crispou-se. Não deixe mamãe te esquecer, disse-lhe. A criança mal sentiu o abraço se afrouxar, escapou e correu até a porta do quarto, de onde olhou-a mais segura. Era o pior olhar que jamais recebera. O sangue subiu-lhe ao rosto, esquentando-o.

Deixou-se cair numa cadeira, com os dedos ainda presos na rede. De que tinha vergonha?

Não havia como fugir. Os dias que ela forjara haviam-se rompido na crosta e a água escapava. Estava diante da ostra. E não havia como não olhá-la. De que tinha vergonha? É que já não era mais piedade, não era só piedade: seu coração se enchera com a pior vontade de viver.

Já não sabia se estava do lado do cego ou das espessas plantas. O homem pouco a pouco se distanciara e em tortura ela parecia ter passado para o lado dos que lhe haviam ferido os olhos. O Jardim Botânico, tranqüilo e alto, lhe revelava. Com horror descobria que pertencia à parte forte do mundo - e que nome se deveria dar à sua misericórdia violenta? Seria obrigada a beijar o leproso, pois nunca seria apenas sua irmã. Um cego me levou ao pior de mim mesma, pensou espantada. Sentia-se banida porque nenhum pobre beberia água nas suas mãos ardentes. Ah! era mais fácil ser um santo que uma pessoa! Por Deus, pois não fora verdadeira a piedade que sondara no seu coração as águas mais profundas? Mas era uma piedade de leão.

Humilhada, sabia que o cego preferiria um amor mais pobre. E, estremecendo, também sabia por quê. A vida do Jardim Botânico chamava-a como um lobisomem é chamado pelo luar. Oh! Mas ela amava o cego! Pensou com os olhos molhados. No entanto não era com este sentimento que se iria a uma igreja. Estou com medo, disse sozinha na sala. Levantou-se e foi para a cozinha ajudar a empregada a preparar o jantar.

Mas a vida arrepiava-a, como um frio. Ouvia o sino da escola, longe e constante. O pequeno horror da poeira ligando em fios a parte inferior do fogão, onde descobriu a pequena aranha. Carregando a jarra para mudar a água - havia o horror da flor se entregando lânguida e asquerosa às suas mãos. O mesmo trabalho secreto se fazia ali na cozinha. Perto da lata de lixo, esmagou com o pé a formiga. O pequeno assassinato da formiga. O mínimo corpo tremia. As gotas d'água caíam na água parada do tanque. Os besouros de verão. O horror dos besouros inexpressivos. Ao redor havia uma vida silenciosa, lenta, insistente. Horror, horror. Andava de um lado para outro na cozinha, cortando os bifes, mexendo o creme. Em torno da cabeça, em ronda, em torno da luz, os mosquitos de uma noite cálida. Uma noite em que a piedade era tão crua como o amor ruim. Entre os dois seios escorria o suor. A fé a quebrantava, o calor do forno ardia nos seus olhos.

Depois o marido veio, vieram os irmãos e suas mulheres, vieram os filhos dos irmãos.

Jantaram com as janelas todas abertas, no nono andar. Um avião estremecia, ameaçando no calor do céu. Apesar de ter usado poucos ovos, o jantar estava bom. Também suas crianças ficaram acordadas, brincando no tapete com as outras. Ana estava um pouco pálida e ria suavemente com os outros.

Depois do jantar, enfim, a primeira brisa mais fresca entrou pelas janelas. Eles rodeavam a mesa, a família. Cansados do dia, felizes em não discordar, tão dispostos a não ver defeitos. Riam-se de tudo, com o coração bom e humano. As crianças cresciam admiravelmente em torno deles. E como a uma borboleta, Ana prendeu o instante entre os dedos antes que ele nunca mais fosse seu.

Depois, quando todos foram embora e as crianças já estavam deitadas, ela era uma mulher bruta que olhava pela janela. A cidade estava adormecida e quente. O que o cego desencadeara caberia nos seus dias? Quantos anos levaria até envelhecer de novo? Qualquer movimento seu e pisaria numa das crianças. Mas com uma maldade de amante, parecia aceitar que da flor saísse o mosquito, que as vitórias-régias boiassem no escuro do lago. O cego pendia entre os frutos do Jardim Botânico.

Se fora um estouro do fogão, o fogo já teria pegado em toda a casa! pensou correndo para a cozinha e deparando com seu marido diante do café derramado.

- O que foi?! gritou vibrando toda.

Ele se assustou com o medo da mulher. E de repente riu entendendo:

- Não foi nada, disse, sou um desajeitado. Ele parecia cansado, com olheiras.

Mas diante do estranho rosto de Ana, espiou-a com maior atenção. Depois atraiu-a a si, em rápido afago.

- Não quero que lhe aconteça nada, nunca! disse ela.

- Deixe que pelo menos me aconteça o fogão dar um estouro, respondeu ele sorrindo.

Ela continuou sem força nos seus braços. Hoje de tarde alguma coisa tranqüila se rebentara, e na casa toda havia um tom humorístico, triste. É hora de dormir, disse ele, é tarde. Num gesto que não era seu, mas que pareceu natural, segurou a mão da mulher, levando-a consigo sem olhar para trás, afastando-a do perigo de viver.

Acabara-se a vertigem de bondade.

E, se atravessara o amor e o seu inferno, penteva-se agora diante do espelho, por um instante sem nenhum mundo no coração. Antes de se deitar, como se apagasse uma vela, soprou a pequena flama do dia.


Clarice Lispector


Falo muito deste conto ultimamente. E do cego. Gosto muito da Clarice desde que, em segundo de carreira lera A hora da estrela.

E tenho tanto, tanto, tanto, tanto que estudar.


En español, aquí.