sábado, 31 de diciembre de 2011

Me niego a llamarle balance: jamás he sabido balancear nada. Bueno, a mí misma en un columpio, pero ya.

Fue el año de volver a no terminar Filología Portuguesa y empezar Antropología, el de marcharse a Suiza y de descubrir la morriña, el de la petite Louise, el de la petite Louise, el de la petite Louise. El del francés y el de descubrir que era verdad, que lo que te sentías era gallega. El del primer "y si" en siglos y el de un "pues no" bastante sobrellevable, el de socializar más en internet que en la vida real y el de pasarse semanas pasando el tiempo libre a remojo en el lago o leyendo bajo los árboles; el de leer menos que nunca porque leías en francés. El de llorar como si no hubiera mañana por la muerte de Sabato, el de "¡no, Liz Taylor no!", el de Amy, el de Cesárea.

El de los trenes y los trams y los físicos y las partículas, el de Babel. El de ir a Francia y a Italia, el de no distinguir en qué lengua que no es tuya pero entiendes están hablando los de al lado cuando vuelves de Ginebra por la noche, pero entenderlos.

LeClub, Dani, la incomparable Merce, las niñas de Mallorca, Lía. El 15M en Ginebra y las cañas en el bar de Manolo. Lavadoras, aspiradoras, camas, pañales sucios y una niña rubia que lo mismo no quiere que la bañes que viene a jugar contigo y se tira en tu cama a que le hagas cosquillas. El año del tic-tac biológico. De los otros relojes. De las navajas y el chocolate. De los quesos fortísimos. De la beurre salé en el desayuno. De la coliflor gratinada. De que la comunicación con Beto sí fuera constante y de las mil series, incluido el culebrón de los Hamptons. El año de mascotear y ouvear sin fin y de las pelis de terror de animadoras.

El año de sentirse extranjera y sentir que te gusta, el de sentirte de paso, siempre de paso pero sin exilio ni destierro (económico, un poquito), el de aprender a mandar a la mierda a personas que no te importan más que el común de los mortales y el de ser mandada allí mismo por personas que ni sabías que te importaban tanto.

El del lago gigante y las montañas, el de descubrir que es verdad que la nieve cruje y si haces un muñeco, dura varios días. "Au revoir, bateau" y "al agua, patos" y francesitas que no saben que uno es el barco y otros los canards.

También el año de cosas que no hubiera creído: McDonalds, Starbucks y botas por fuera de los pantalones.

El fin de la pelirrojez. Ir al pueblo de al lado a ver un Frankenstein delante del castillo de Madame de Stäel y limpiarse la navaja en la pierna porque no llevas pantalones. Más lago, más patos, más cisnes y ¡oh, sorpresa!, un fondo de piedras que maldices cuando te quejabas del fango.

El de un lector electrónico que duró exactamente desde el día de Reyes hasta atravesar el control de Lavacolla (y que motivó que sólo leyera en francés y, por tanto, que lo hiciera poquito), el ladrillo de los tronos, relecturas de Irving, Mouchette enterito en un parque de Lausanne, siestas bajo árboles.

Un emotivo reencuentro con el Atlántico en una isla preciosa y llena de faros de la costa de Bretaña (y cuatro kilómetros entre acantilados en los que creí más de una vez que iba a caer rodando y nunca encontrarían mi cadáver para llegar a un cabo donde estaba la casa de Sarah Bernardt) y otro con el chorizo una noche entre semana con Dani en una de las casas de Galicia de Ginebra.

No fue un mal año. Hubo cosas malas, como siempre, como en todos, pero fue un año más bien optimista.

2012 será lo que sea pero empieza con el fin del año de la petite Louise, sigue con los primeros exámenes de Antropología, pasa por un cambio de zona e idioma pero no de país y esperemos que termine con un título en Filología Portuguesa. El lago será más pequeño y juraría que las montañas están más a mano. Cambio Ginebra y Lausanne por Luzern y Zurich y los pañales por las barbies. Todo eso si no se acaba el mundo.

Y ya está, se terminó. Feliz año y circulen.