domingo, 31 de agosto de 2008

Una voluntad que crea el vacío en torno a ella


Martes 18 de Noviembre de 1947



No hay mundo
ni invisible dominio oculto

ni espíritus ni mundo de espíritus, nada de eso, nada de eso,
hay simplemente un estado escondido y oculto,

un desplazamiento o partir invisible de los cuerpos humanos
cuyo estado anatómico externo, orgánico externo
es el único estado reconocible, valorable, de todos los cuerpos.

Esta partida o desplazarse invisible de los cuerpos humanos
es un estado en el que no se permanece, en el que no se puede
permanecer,

porque es el vacío y la nada
y habitar en él es
PERMANECER MUERTO
en lugar de querer estar vivo,
de buscar PERMANECER VIVO,
para ganar la vida eterna,
y este estado en el que no se puede permanecer porque es
el vacío y la nada, el vacío de la nada,
es un estado en el que hay que evitar, hay que vencer la
tentación de hacerse cuerpo, de dar vida al cuerpo
porque es la d (...)
pero es cierto también que a través de aquel dominio pasa todo
lo que hay de valorable en un cuerpo
y que no es el estado pútrido
o fluido,
que no es un estado químico o físico, que no es tampoco
el estado
al-químico
de los CUERPOS,
no es un estado sensible y es peligroso y mortal quedarse allí,
no es un estado insensible y nada más que eso,
no es un estado imperceptible y nada más que eso,
y no es un estado que pueda percibirse
pero es el estado perceptivo,
y no es el estado de no percepción,
el estado repulsivo,
no es un estado,
es una voluntad de vacío,
una voluntad que crea el vacío en torno a ella,
y que se corresponde con aquello a lo que se llama
el polvo de la eterna resurrección,
es el estado en el que es preciso no dejarse FIJAR
y no el cual
pero a través del cual
yo fijo los dominios de conciencia que yo quiero destruir y
eliminar
porque no hay
y no debe haber allí conciencia,
no es un estado en suma
sino un cuerpo,
una eliminación de todo cuerpo,
el grado eliminativo (mierda)
el terrible paso por el fuego verde y negro
que no debe mostrarse
pero a través del cual se reposa,

y el vacío y lo pleno.

P.S.:Es un agujero que no debe ser dejado vacío
y por medio del cual, con la ayuda del cual se reposa de
los cuerpos de más en más terribles
y evidentes
de lo pleno
Es el grado del vestido definitivo
que permanece
invisible solamente
cuando se lo mira.
¿Se podrá quizá mirarlo?

Es el estado de perfección
y esa perfección es ser uno mismo,
la perfección del dolor absoluto donde se está solo
pero solo CONSIGO MISMO
solo como en sí mismo.


Antonin Artaud



viernes, 29 de agosto de 2008

Tres Circes de Waterhouse y una de Franz von Stuck









Soy un ser con un examen el lunes y sin tiempo.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Vera (un cuento cruel de Villiers)

A madame la comtesse d'Osmoy

La forma del cuerpo le es más
esencial que su propia sustancia.


El amor es más fuerte que la muerte, ha dicho Salomón: su misterioso poder no tiene límites.
Concluía una tarde otoñal en París. Cerca del sombrío «faubourg de Saint–Germain», algunos carruajes, ya alumbrados, rodaban retrasados después de concluido el horario de cierre del bosque. Uno de ellos se detuvo delante del portalón de una gran casa señorial, rodeada de jardines antiguos. Encima del arco destacaba un escudo de piedra con las armas de la vieja familia de los condes D'Athol: una estrella de plata sobre fondo de azur, con la divisa «Pallida
Victrix», bajo la corona principesca forrada de armiño.
Las pesadas hojas de la puerta se abrieron. Un hombre de treinta y cinco años, enlutado, con el rostro mortalmente pálido, descendió. En la escalinata, los sirvientes taciturnos tenían alzadas las antorchas. Sin mirarles, él subió los peldaños y entró. Era el conde D'Athol.
Vacilante, ascendió las blancas escaleras que conducían a aquella habitación donde, en la misma mañana, había acostado en un féretro de terciopelo, cubierto de violetas, entre lienzos de batista, a su amor voluptuoso y desesperado, a su pálida esposa, Vera.
En lo alto, la puerta giró suavemente sobre la alfombra. El levantó las cortinas.
Todos los objetos permanecían en el mismo lugar en donde la condesa los había dejado la víspera.
La muerte, súbita, la había fulminado.
La noche anterior, su bien amada se desvaneció entre placeres tan profundos, se perdió en tan exquisitos abrazos, que su corazón, quebrado por tantas delicias sensuales, había desfallecido. Sus labios se mojaron bruscamente con un rojo mortal.
Apenas tuvo tiempo de darle a su esposo un beso de adiós, sonriendo, sin pronunciar una sola palabra. Luego, sus largas pestañas, como cendales de luto, se cerraron para siempre.
Aquella jornada sin nombre ya había transcurrido.
Hacia el mediodía, después de la espantosa ceremonia en el panteón familiar, el conde D'Athol despidió a la fúnebre escolta. Después solo, encerrose con la muerta, entre los cuatro muros de mármol, cerrando la puerta de hierro del mausoleo.
El incienso se quemaba en un trípode, frente al ataúd. Una corona luminosa de lámparas, en la cabecera de la joven difunta, la aureolaba como estrellas.
É, en pie, ensimismado, con el solo sentimiento de una ternura sin esperanza, se había quedado allí durante todo el día. Alrededor de las seis, en el crepúsculo, salió del lugar sagrado. Al cerrar el sepulcro, quitó la llave de plata de la cerradura y, empinándose en el último peldaño de la escalinata, la arrojó al interior del panteón. Cayeron sobre las losas interiores a través del trébol que adornaba la parte superior del portal.
¿Por qué todo esto...?
Con certeza esto obedecía a la secreta decisión de no volver allí nunca más.
Y ahora, él revisó la solitaria habitación.
La ventana, detrás de los amplios cortinajes de cachemira malva, recamados en oro, estaba abierta. Un último y pálido rayo de luz del atardecer iluminaba un cuadro envejecido de madera. Era el retrato de la muerta.
El conde miró a su alrededor.
La ropa estaba tirada sobre un sillón, como la víspera. sobre la chimenea estaban las joyas, el collar de perlas, el abanico a medio cerrar, y los pesados frascos de perfume que «su» amada no aspiraría nunca más. Sobre el techo deshecho, construido de ébano, con columnas retorcidas, junto a la almohada, en el lugar donde la cabeza adorada había dejado su huella, en medio de los
encajes, vio el pañuelo enrojecido, por gotas de su sangre cuando su joven alma aleteó un instante.
El piano permanecía abierto, a la espera de una melodía inconclusa. Las flores de indiana, recogidas por ella en el invernadero, se marchitaban dentro del vaso de Sajonia.
A los pies del lecho, sobre una piel negra, estaban las pequeñas chinelas orientales, de terciopelo, sobre las que un emblema gracioso resaltaba bordado en perlas:
«Quien vea a Vera la amará».
Los pies desnudos de la bien amada jugaban aún la mañana del día anterior, moviendo a cada paso el edredón de plumas de cisne.
Y allá, en la sombra, estaba el reloj de péndulo al que él había roto el resorte para que no sonasen más las horas.
Así, pues, ella había partido... ¿Adónde?
Vivir ahora, ¿para hacer qué?
Era imposible, absurdo...
Y el conde se abismó en aquellos pensamientos extraños y sobrecogedores, rememorando toda la existencia pasada.
Seis meses habían transcurrido desde su matrimonio. ¿No fue en el extranjero, en el baile de una embajada, donde la vio por primera vez...? Sí, ese instante se recreaba ante sus ojos, pero de forma muy distinta. Ella se le apareció allí, radiante, deslumbrante. Aquella tarde sus miradas se habían encontrado. Ellos se habían reconocido íntimamente, sabiéndose de naturaleza igual, y en adelante se amaron para siempre.
Los propósitos engañosos, las sonrisas que observaban, las insinuaciones, todas las dificultades y problemas que opone el mundo para retrasar la inevitable felicidad de aquellos que se pertenecen, se desvanecía ante la certeza que ellos tuvieron, en aquel fugaz instante, de saberse el uno para el otro.
Vera, cansada de la insípida ceremoniosidad, de las personas de su entorno, había ido hacia él desde el primer instante, dejando de lado las banalidades donde se pierde el tiempo precioso de la vida.
¡Oh! Cómo, a las primeras palabras, las tontas ideas de quienes les eran indiferentes, les parecían como el vuelo de los pájaros nocturnos adentrándose en la oscuridad.
¡Qué sonrisas intercambiaban y qué inefables abrazos!
Sin embargo, su naturaleza era de lo más extraña. Eran dos seres dotados de sentidos maravillosos, pero exclusivamente terrestres. Las sensaciones se prolongaban en ellos con una intensidad inquietante, tanto es así que se olvidaban de sí mismos a fuerza de experimentarlas. Y por el contrario, ciertas ideas, aquellas del alma por ejemplo, del Infinito, de «Dios mismo», estaban como veladas a su entendimiento. La fe de la mayoría de las personas en las cosas sobrenaturales no era para ellos más que algo sorprendente y extraño, una cuestión de la cual no se preocupaban, no considerándose con capacidad para criticar o aprobar.
En razón de eso, puesto que reconocían que el mundo les era extraño, se habían aislado, inmediatamente después de haberse unido, en esa vieja y sombría mansión, donde la extensión de los jardines alejaba los ruidos del exterior.
Allí, ambos amantes se sumergieron en ese océano de alegrías lánguidas y perversas donde el espíritu se mezcla con los misterios de la carne. Ellos agotaron las violencias de los deseos, los estremecimientos de la ternura más apasionada, y se convirtieron en el palpitante latido de ser el uno del otro. En ellos, el espíritu se adentraba tan bien en el cuerpo que sus formas parecían
compenetrarse, y los besos ardientes les encadenaban en una fusión ideal.
¡Prolongado deslumbramiento!
La muerte había destruido el encanto. El terrible accidente los desunía, y sus brazos se desenlazaban.
¿Qué sombra había atrapado a su querida muerta?
¡Muerta no!
¿Es que el alma de los violoncelos puede ser arrastrada con el gemido de una cuerda que se quiebra?
Transcurrieron las horas.
A través de la ventana, él contemplaba cómo la noche se insinuaba en los cielos. Y la noche se le apareció como algo «personal». Tuvo la impresión de que era una reina marchando con melancolía en el exilio, y el broche de diamantes de su túnica de luto, Venus, sola, brillaba por encima de los árboles, perdida en el fondo oscuro.
–Es Vera –pensó él.
Al pronunciar en voz muy baja su nombre se estremeció como un hombre que despierta. Después, enderezándose miró en torno suyo.
En la habitación, los objetos estaban iluminados ahora por una luz tenue, hasta entonces imprecisa, la de una lamparilla que azulaba las tinieblas, y que la noche, ya alzada en el cielo, hacía aparecer como si fuese otra estrella.
Era esa lamparilla, con perfumes de incienso, un icono, relicario de la familia de Vera. El relicario, de una madera preciosa y vieja, colgaba de una cuerda de esparto ruso entre el espejo y el cuadro. Un reflejo de los dorados del interior caía sobre el collar encima de la chimenea.
La compacta aureola de la Madona brillaba con hálito de cielo; la cruz bizantina con finos y rojos alineamientos, fundidos en el reflejo, sombreaban con un tinte de sangre las perlas encendidas.
Desde la infancia, Vera admiraba, con sus grandes ojos, el rostro puro y maternal de la Madona hereditaria. Pero su naturaleza, por desdicha, no podía consagrarle más que un «supersticioso» amor, ofrecido a veces, ingenua y pensativamente, cuando pasaba por delante de la lámpara.
Al verla, el conde, herido de recuerdos dolorosos hasta lo más recóndito de su alma, se enderezó y sopló en la luz santa, para luego, a tientas, extendiendo la mano hacia un cordón hacerlo sonar.
Apareció un servidor. Era un anciano vestido de negro. Llevaba un candelabro que colocó delante del retrato de la condesa.
Cuando se volvió, el hombre sintió un escalofrío de terror supersticioso al ver a su amo de pie y tan sonriente como si nada hubiera sucedido.
–Raymond –dijo tranquilamente el conde–, esta tarde, la condesa y yo nos sentimos abrumados de cansancio. Servirás la cena hacia las diez de la noche.
Y a propósito, hemos resuelto aislarnos aquí durante algún tiempo. Desde mañana, ninguno de mis sirvientes, excepto tú, debe pasar la noche en la casa.
Les entregarás el sueldo de tres años y les dirás que se vayan. Atrancarás después el portal, encenderás los candelabros de abajo, en el comedor. Tú nos bastarás puesto que en lo sucesivo no recibiremos a nadie.
El mayordomo temblaba y le miraba con atención.
El conde encendió un cigarro y descendió a los jardines.
El sirviente pensó primeramente que el dolor, demasiado agudo y desesperado, había perturbado el espíritu de su amo. Él le conocía desde la infancia y comprendió al instante que el choque de un despertar demasiado súbito podía serle fatal a ese sonámbulo. Su primer deber consistía en respetar aquel secreto.
Inclinó la cabeza.
¿Una abnegada complicidad a ese sueño religioso? ¿Obedecer...?
¿Continuar sirviéndoles sin tener en cuenta a la muerte?
¡Qué idea tan extraña!
¿Podría además sostenerse por más tiempo que una noche?
–Mañana, mañana... ¡Ay de mí! Pero, ¿quién sabe...? ¡Quizá! Después de todo es un proyecto sagrado... ¿Con qué derecho me dedico a reflexionar
sobre ello?
Salió del cuarto. Ejecutó las órdenes al pie de la letra y aquella misma tarde comenzó la insólita experiencia.
Se trataba de crear un terrible espejismo.
El embarazo de los primeros días se borró súbitamente.
Al principio con estupor, pero luego por una especie de deferente ternura, Raymond se las ingenió tan bien para parecer natural que aún no habían transcurrido tres semanas cuando por momentos él mismo se sentía engañado por su buena voluntad.
No había lugar para segundas interpretaciones.
A veces, experimentando una especie de vértigo, tenía la necesidad de decirse a sí mismo que la condesa estaba realmente muerta.
El se dejó arrastrar a ese juego fúnebre olvidándose a cada instante de la realidad. Y muy pronto tuvo necesidad en más de una ocasión de reflexionar para convencerse y rehacerse. Comprendió pronto que de seguir así no tardaría en abandonarse por completo al espantoso magnetismo a través del cual el conde iba impregnando paulatinamente la atmósfera que les rodeaba.
Tenía miedo, un miedo indeciso, suave...
D'Athol, en efecto, vivía sumido en la inconsciencia de la muerte de su bien amada. No podía más que tenerla siempre presente, a tal punto la memoria viva de la joven dama estaba mezclada con la suya.
En ocasiones se sentaba en un banco del jardín, los días de sol, leyendo en voz alta las poesías que ella prefería, o bien, en la tarde, delante del fuego, las dos tazas de té sobre una mesita, conversaba con la «Ilusión» sonriente, sentada, a sus ojos, en el otro sillón.
Las noches, los días, las semanas, transcurrieron en un soplo. Ni el uno ni el otro sabían lo que estaban haciendo. Y se producían unos fenómenos singulares que hacían que resultase cada vez más difícil distinguir cuándo lo imaginario y lo real se hacían idénticos.
Una presencia flotaba en el aire: una forma se esforzaba por manifestarse, por hacerse ver, plasmándose en el espacio indefinible.
D'Athol vivía doblemente iluminado.
Un semblante suave y pálido, entrevisto como un relámpago, en un abrir y cerrar de ojos; un débil acorde que hería de repente el piano; un beso que le cerraba la boca en el momento en que se disponía a hablar, pensamientos «femeninos» que aparecían en él como respuesta a lo que decía, un desdoblamiento de sí mismo que le llevaba a percibir como en una niebla fluida, el perfume vertiginosamente dulce de su bien amada muy próximo a él.
Y por la noche, entre la vigilia y el sueño, las palabras oídas muy quedas le conmovían.
¡Era una negación de la muerte elevada, por fin, a un poder desconocido!
Una vez, D'Athol la vio y sintió tan cerca de él que la tomó en sus brazos, pero ese movimiento hizo que desapareciera.
–¡Chiquilla! –murmuró él sonriente.
Y se adormecía como un amante ofendido por su amada risueña y adormilada.
El día de su «cumpleaños» colocó, como una broma, una flor de siemprevivas en el ramillete que depositó encima de la almohada de Vera.
–Puesto que ella se cree muerta... –murmuró él.
Gracias a la profunda y todopoderosa voluntad del señor D'Athol que, a fuerza de amor, forjaba la vida y la presencia de su mujer en la solitaria mansión, esta existencia había acabado por llegar a ser de un encanto sombrío y seductor.
El mismo Raymond ya no experimentaba temor y se acostumbraba a todas aquellas circunstancias.
Un vestido de terciopelo negro entrevisto al girar un corredor, una voz risueña que le llamaba en el salón; el sonido de la campanilla despertándole por la mañana, como antes, todo esto llegaba a hacérsele familiar.
Se hubiera dicho que la muerta jugaba en lo invisible, como una chiquilla.
¡Se sentía amada de tal modo que resultaba todo de lo más «natural»!
Había transcurrido un año.
En la tarde del aniversario, sentado junto al fuego en la habitación de Vera, el conde terminaba de leerle un cuento florentino, «Callimaque» cuando, cerrando el libro y sirviéndose el té, dijo:
–«Douschka», ¿te acuerdas del Valle de las Rosas, en las orillas del Lahn, del castillo de Cuatro Torres...? Estas historias te lo han recordado, ¿no es verdad?
Se levantó y en el espejo azulado se vio más pálido que de ordinario.
Introdujo un brazalete de perlas en una copa y miró atentamente las perlas.
Las perlas conservaban todavía su tibieza y su oriente se veía muy suave, influido por el calor de su carne.
Y el ópalo de aquel collar siberiano, que amaba también el bello seno de Vera solía palidecer enfermizamente en su engarce de oro, cuando la joven dama lo olvidaba durante algún tiempo. Por ello la condesa había apreciado tanto aquella piedra fiel.
Esta tarde el ópalo brillaba como si acabara de quitárselo y como si el exquisito magnetismo de la hermosa muerta aún lo penetrase. Dejando a un lado el collar y las piedras preciosas, el conde tocó por casualidad el pañuelo de batista en el que las gotas de sangre aparecían todavía húmedas y rojas como claveles sobre la nieve.
Allá, sobre el piano, ¿quién había vuelto la página final de la melodía de otros tiempos? ¿Es que la sagrada lamparilla se había vuelto a encender en el relicario...? Sí, su llama dorada iluminaba místicamente el semblante de ojos cerrados de la Madona. Y esas flores orientales, nuevamente recogidas, que se abrían en los vasos de Sajonia, ¿qué mano acababa de colocarlas?
La habitación parecía alegre y dotada de vida, de una manera más significativa e intensa que de costumbre.
Pero ya nada podía sorprender al conde. Todo esto le parecía tan normal que ni siquiera se dio cuenta de que la hora sonaba en aquel reloj de péndulo, parado desde hacía un año.
Sin embargo, esa tarde se había dicho que, desde el fondo de las tinieblas, la condesa Vera se esforzaba por volver a aquella habitación, impregnada de ella por completo.
¡Había dejado allí tanto de sí misma!
Todo cuanto había constituido su existencia le atraía. Su hechizo flotaba en el ambiente. La desesperada llamada y la apasionada voluntad de su esposo debían haber desatado las ligaduras de lo invisible en su derredor.
Su presencia era reclamada y todo lo que ella amaba estaba allí.
Ella debía desear volver a sonreír aún en aquel espejo misterioso en el que admiró su rostro. La dulce muerta, allá, se había estremecido ciertamente entre sus violetas, bajo las lámparas apagadas. La divina muerta había temblado en la tumba, completamente sola, mirando la llave de plata arrojada sobre las losas.
¡Ella también deseaba volver con él!
Y su voluntad se perdía en las fantasías, el incienso y el aislamiento, porque la muerte no es más que una circunstancia definitiva para quienes esperan el cielo; pero la muerte y los cielos, y la vida, ¿es que no eran para ella algo más que su abrazo? El beso solitario de su esposo debía atraer sus labios en la penumbra. Y el sonido de melodías, las embriagadoras palabras de
antaño, los vestidos que cubrían su cuerpo y conservaban aún su perfume, las mágicas pedrerías que la «amaban» en su oscura simpatía, la inmensa y absoluta «necesidad» de su presencia, ansia compartida finalmente por las mismas cosas, tan insensiblemente que, curada al fin de la adormecedora muerte, ya no le faltaba más que regresar. ¡REGRESAR!
¡Ah! ¡La ideas son iguales que seres vivos...!
El conde había esculpido en el aire la forma de su amor y era preciso que aquel vacío fuese colmado por el único ser que era su igual o de otro modo el universo se hundiría.
En ese momento la impresión se concretó en una idea definitiva, simple,absoluta: ¡«Ella debía estar allí, en la habitación»!
El estaba tan seguro de eso como de su propia existencia y todas las cosas a su alrededor estaban saturadas de la misma convicción. Eso era algo patente. «Y como no faltaba más que la misma Vera», tangible, exterior, «era preciso que ella se encontrase allí» y que el gran sueño de la vida y de la muerte entreabriese por un momento sus puertas infinitas.
El camino de resurrección estaba abierto por la fe hacia ella.
Un fresco estallido de risa iluminó con su alegría el lecho nupcial. El conde se volvió, y allí, delante de sus ojos, hecha de voluntad y de recuerdos, apoyada sobre la almohada de encajes, sosteniendo con sus manos los largos cabellos, deliciosamente abierta su boca en una sonrisa paradisíaca y plena de voluptuosidad, bella hasta morir, al fin ella, la condesa Vera le estaba
contemplando, un poco adormecida aún.
–¡Roger...! –exclamó con voz lejana.
El se le acercó. Sus labios se unieron en una alegría divina, extasiada, inmortal.
Y entonces se dieron cuenta de que ellos no formaban más que un «solo ser»
Las horas volaron en un viaje extraño, un éxtasis en el que se mezclaban, por primera vez, la tierra y el cielo.
De repente, el conde D'Athol se estremeció como golpeado por una fatal reminiscencia.
–¡Ah! Ahora recuerdo... ¿Qué es lo que me sucede...? ¡Pero si tú estás muerta!
En ese mismo instante, al oírse estas palabras, la mística lamparilla del icono se extinguió. El pálido amanecer de una mañana insignificante, gris y lluviosa, se filtró en la habitación por los intersticios de las cortinas. Las velas vacilaron y se apagaron, dejando humear acremente sus mechas rojizas. El fuego desapareció bajo una capa de tibias cenizas. Las flores se marchitaron y
secaron en un instante. El balanceo del péndulo fue recobrando paulatinamente su anterior inmovilidad.
La «certeza» de todos los objetos se esfumó de golpe. El ópalo, muerto ya, no brillaba más. Las manchas de sangre se habían secado también, sobre la batista. Y esfumándose entre los brazos desesperados, que en vano querían retenerla, la ardiente y blanca visión entró en el aire y se perdió.
El conde se puso en pie. Acababa de darse cuenta de que estaba solo. Su maravilloso sueño acababa de disiparse en un momento. Había roto el hilo magnético de su trama radiante con una sola palabra.
La atmósfera que reinaba allí era ya la de los difuntos.
Como esas lágrimas de cristal, ensambladas ilógicamente pero tan sólidas que un solo golpe de martillo, asestado en su parte más gruesa, no llegaría a romperlas, pero que caen en súbito e impalpable polvo si se rompe la extremidad más fina que la punta de una aguja, todo se había desvanecido.
–¡Oh! –gimió él–. ¡Todo ha terminado! ¡La he perdido...! ¡Otra vez vuelve a estar sola...! ¿Cuál es ahora la ruta para llegar hasta ti..? ¡Indícame el camino que puede conducirme hasta ti!
De pronto, como una respuesta, un objeto brillante cayó del lecho nupcial sobre la negra piel con un ruido metálico. Un rayo del tétrico día lo iluminó...
El abandonado se inclinó. Lo cogió y una sonrisa sublime iluminó su rostro al reconocer aquel objeto.
¡Era la llave de la tumba!

Auguste Villiers de L'Isle Adams


Uno de mis cuentos favoritos e indudablemente el que más me gusta de Villiers. Una maravilla.

lunes, 25 de agosto de 2008

AMOR


Um pouco cansada, com as compras deformando o novo saco de tricô, Ana subiu no bonde. Depositou o volume no colo e o bonde começou a andar. Recostou-se então no banco procurando conforto, num suspiro de meia satisfação.

Os filhos de Ana eram bons, uma coisa verdadeira e sumarenta. Cresciam, tomavam banho, exigiam para si, malcriados, instantes cada vez mais completos. A cozinha enfim espaçosa, o fogão enguiçado dava estouros. O calor era forte no apartamento que estavam aos poucos pagando. Mas o vento batendo nas cortinas que ela mesma cortara lembrava-lhe que se quisesse podia parar a enxugar a testa, olhando o calmo horizonte. Como um lavrador. Ela plantara as sementes que tinha na mão, não outras, mas essas apenas. E cresciam árvores. Crescia sua rápida conversa com o cobrador de luz, crescia a água enchendo o tanque, cresciam seus filhos, crescia a mesa com comidas, o marido chegando com os jornais e sorrindo de fome, o canto importuno das empregadas do edifício. Ana dava a tudo, tranqüilamente, sua mão pequena e forte, sua corrente de vida.

Certa hora da tarde era mais perigosa. Certa hora da tarde as árvores que plantara riam dela. Quando nada mais precisava de sua força, inquietava-se. No entanto sentia-se mais sólida do que nunca, seu corpo engrossara um pouco e era de se ver o modo como cortava blusas para os meninos, a grande tesoura dando estalidos na fazenda. Todo o seu desejo vagamente artístico encaminhara-se há muito no sentido de tornar os dias realizados e belos; com o tempo seu gosto pelo decorativo se desenvolvera e suplantara a íntima desordem. Parecia ter descoberto que tudo era passível de aperfeiçoamento, a cada coisa se emprestaria uma aparência harmoniosa; a vida podia ser feita pela mão do homem.

No fundo, Ana sempre tivera necessidade de sentir a raiz firme das coisas. E isso um lar perplexamente lhe dera. Por caminhos tortos, viera a cair num destino de mulher, com a surpresa de nele caber como se o tivesse inventado. O homem com quem casara era um homem verdadeiro, os filhos que tivera eram filhos verdadeiros. Sua juventude anterior parecia-lhe estranha como uma doença de vida. Dela havia aos poucos emergido para descobrir que também sem a felicidade se vivia: abolindo-a, encontrara uma legião de pessoas, antes invisíveis, que viviam como quem trabalha - com persistência, continuidade, alegria. O que sucedera a Ana antes de ter o lar estava para sempre fora de seu alcance: uma exaltação perturbada que tantas vezes se confundira com felicidade insuportável. Criara em troca algo enfim compreensível, uma vida de adulto. Assim ela o quisera e escolhera.

Sua precaução reduzia-se a tomar cuidado na hora perigosa da tarde, quando a casa estava vazia sem precisar mais dela, o sol alto, cada membro da família distribuído nas suas funções. Olhando os móveis limpos, seu coração se apertava um pouco em espanto. Mas na sua vida não havia lugar para que sentisse ternura pelo seu espanto - ela o abafava com a mesma habilidade que as lides em casa lhe haviam transmitido. Saía então para fazer compras ou levar objetos para consertar, cuidando do lar e da família à revelia deles. Quando voltasse era o fim da tarde e as crianças vindas do colégio exigiam-na. Assim chegaria a noite, com sua tranqüila vibração. De manhã acordaria aureolada pelos calmos deveres. Encontrava os móveis de novo empoeirados e sujos, como se voltassem arrependidos. Quanto a ela mesma, fazia obscuramente parte das raízes negras e suaves do mundo. E alimentava anonimamente a vida. Estava bom assim. Assim ela o quisera e escolhera.

O bonde vacilava nos trilhos, entrava em ruas largas. Logo um vento mais úmido soprava anunciando, mais que o fim da tarde, o fim da hora instável. Ana respirou profundamente e uma grande aceitação deu a seu rosto um ar de mulher.

O bonde se arrastava, em seguida estacava. Até Humaitá tinha tempo de descansar. Foi então que olhou para o homem parado no ponto.

A diferença entre ele e os outros é que ele estava realmente parado. De pé, suas mãos se mantinham avançadas. Era um cego.

O que havia mais que fizesse Ana se aprumar em desconfiança? Alguma coisa intranqüila estava sucedendo. Então ela viu: o cego mascava chicles... Um homem cego mascava chicles.

Ana ainda teve tempo de pensar por um segundo que os irmãos viriam jantar - o coração batia-lhe violento, espaçado. Inclinada, olhava o cego profundamente, como se olha o que não nos vê. Ele mastigava goma na escuridão. Sem sofrimento, com os olhos abertos. O movimento da mastigação fazia-o parecer sorrir e de repente deixar de sorrir, sorrir e deixar de sorrir - como se ele a tivesse insultado, Ana olhava-o. E quem a visse teria a impressão de uma mulher com ódio. Mas continuava a olhá-lo, cada vez mais inclinada - o bonde deu uma arrancada súbita jogando-a desprevenida para trás, o pesado saco de tricô despencou-se do colo, ruiu no chão - Ana deu um grito, o condutor deu ordem de parada antes de saber do que se tratava - o bonde estacou, os passageiros olharam assustados.

Incapaz de se mover para apanhar suas compras, Ana se aprumava pálida. Uma expressão de rosto, há muito não usada, ressurgira-lhe com dificuldade, ainda incerta, incompreensível. O moleque dos jornais ria entregando-lhe o volume. Mas os ovos se haviam quebrado no embrulho de jornal. Gemas amarelas e viscosas pingavam entre os fios da rede. O cego interrompera a mastigação e avançava as mãos inseguras, tentando inutilmente pegar o que acontecia. O embrulho dos ovos foi jogado fora da rede e, entre os sorrisos dos passageiros e o sinal do condutor, o bonde deu a nova arrancada de partida.

Poucos instantes depois já não a olhavam mais. O bonde se sacudia nos trilhos e o cego mascando goma ficara atrás para sempre. Mas o mal estava feito.

A rede de tricô era áspera entre os dedos, não íntima mais como quando a tricotara. A rede perdera o sentido e estar num bonde era um fio partido; não sabia o que fazer com as compras no colo. E como uma estranha música, o mundo recomeçava ao redor. O mal estava feito. Por quê? Teria esquecido de que havia cegos? A piedade a sufocava, Ana respirava pesadamente. Mesmo as coisas que existiam antes do acontecimento estavam agora de sobreaviso, tinham um ar mais hostil, perecível... O mundo se tornara de novo um mal-estar. Vários anos ruíam, as gemas amarelas escorriam. Expulsa de seus próprios dias, parecia-lhe que as pessoas na rua eram periclitantes, que se mantinham por um mínimo equilíbrio à tona da escuridão - e por um momento a falta de sentido deixava-as tão livres que elas não sabiam para onde ir. Perceber uma ausência de lei foi tão súbito que Ana se agarrou ao banco da frente, como se pudesse cair do bonde, como se as coisas pudessem ser revertidas com a mesma calma com que não o eram.

O que chamava de crise viera afinal. E sua marca era o prazer intenso com que olhava agora as coisas, sofrendo espantada. O calor se tornara mais abafado, tudo tinha ganho uma força e vozes mais altas. Na rua Voluntários da Pátria parecia prestes a rebentar uma revolução, as grades dos esgotos estavam secas, o ar empoeirado. Um cego mascando chicles mergulhara o mundo em escura sofreguidão. Em cada pessoa forte havia a ausência de piedade pelo cego e as pessoas assustavam-na com o vigor que possuíam. Junto dela havia uma senhora de azul, com um rosto. Desviou o olhar, depressa. Na calçada, uma mulher deu um empurrão no filho! Dois namorados entrelaçavam os dedos sorrindo... E o cego? Ana caíra numa bondade extremamente dolorosa.

Ela apaziguara tão bem a vida, cuidara tanto para que esta não explodisse. Mantinha tudo em serena compreensão, separava uma pessoa das outras, as roupas eram claramente feitas para serem usadas e podia-se escolher pelo jornal o filme da noite - tudo feito de modo a que um dia se seguisse ao outro. E um cego mascando goma despedaçava tudo isso. E através da piedade aparecia a Ana uma vida cheia de náusea doce, até a boca.

Só então percebeu que há muito passara do seu ponto de descida. Na fraqueza em que estava tudo a atingia com um susto; desceu do bonde com pernas débeis, olhou em torno de si, segurando a rede suja de ovo. Por um momento não conseguia orientar-se. Parecia ter saltado no meio da noite.

Era uma rua comprida, com muros altos, amarelos. Seu coração batia de medo, ela procurava inutilmente reconhecer os arredores, enquanto a vida que descobrira continuava a pulsar e um vento mais morno e mais misterioso rodeava-lhe o rosto. Ficou parada olhando o muro. Enfim pôde localizar-se. Andando um pouco mais ao longo de uma sebe, atravessou os portões do Jardim Botânico.

Andava pesadamente pela alameda central, entre os coqueiros. Não havia ninguém no Jardim. Depositou os embrulhos na terra, sentou-se no banco de um atalho e ali ficou muito tempo.

A vastidão parecia acalmá-la, o silêncio regulava sua respiração. Ela adormecia dentro de si.

De longe via a aléia onde a tarde era clara e redonda. Mas a penumbra dos ramos cobria o atalho.

Ao seu redor havia ruídos serenos, cheiro de árvores, pequenas surpresas entre os cipós. Todo o Jardim triturado pelos instantes já mais apressados da tarde. De onde vinha o meio sonho pelo qual estava rodeada? Como por um zunido de abelhas e aves. Tudo era estranho, suave demais, grande demais.

Um movimento leve e íntimo a sobressaltou - voltou-se rápida. Nada parecia se ter movido. Mas na aléia central estava imóvel um poderoso gato. Seus pêlos eram macios. Em novo andar silencioso, desapareceu.

Inquieta, olhou em torno. Os ramos se balançavam, as sombras vacilavam no chão. Um pardal ciscava na terra. E de repente, com mal-estar, pareceu-lhe ter caído numa emboscada. Fazia-se no Jardim um trabalho secreto do qual ela começava a se aperceber.

Nas árvores as frutas eram pretas, doces como mel. Havia no chão caroços secos cheios de circunvoluções, como pequenos cérebros apodrecidos. O banco estava manchado de sucos roxos. Com suavidade intensa rumorejavam as águas. No tronco da árvore pregavam-se as luxuosas patas de uma aranha. A crueza do mundo era tranqüila. O assassinato profundo. E a morte não era o que pensávamos.

Ao mesmo tempo que imaginário - era um mundo de se comer com os dentes, um mundo de volumosas dálias e tulipas. Os troncos eram percorridos por parasitas folhudas, o abraço era macio, colado. Como a repulsa que precedesse uma entrega - era fascinante, a mulher tinha nojo, e era fascinante.

As árvores estavam carregadas, o mundo era tão rico que apodrecia. Quando Ana pensou que havia crianças e homens grandes com fome, a náusea subiu-lhe à garganta, como se ela estivesse grávida e abandonada. A moral do Jardim era outra. Agora que o cego a guiara até ele, estremecia nos primeiros passos de um mundo faiscante, sombrio, onde vitórias-régias boiavam monstruosas. As pequenas flores espalhadas na relva não lhe pareciam amarelas ou rosadas, mas cor de mau ouro e escarlates. A decomposição era profunda, perfumada... Mas todas as pesadas coisas, ela via com a cabeça rodeada por um enxame de insetos, enviados pela vida mais fina do mundo. A brisa se insinuava entre as flores. Ana mais adivinhava que sentia o seu cheiro adocicado... O Jardim era tão bonito que ela teve medo do Inferno.

Era quase noite agora e tudo parecia cheio, pesado, um esquilo voou na sombra. Sob os pés a terra estava fofa, Ana aspirava-a com delícia. Era fascinante, e ela sentia nojo.

Mas quando se lembrou das crianças, diante das quais se tornara culpada, ergueu-se com uma exclamação de dor. Agarrou o embrulho, avançou pelo atalho obscuro, atingiu a alameda. Quase corria - e via o Jardim em torno de si, com sua impersonalidade soberba. Sacudiu os portões fechados, sacudia-os segurando a madeira áspera. O vigia apareceu espantado de não a ter visto.

Enquanto não chegou à porta do edifício, parecia à beira de um desastre. Correu com a rede até o elevador, sua alma batia-lhe no peito - o que sucedia? A piedade pelo cego era tão violenta como uma ânsia, mas o mundo lhe parecia seu, sujo, perecível, seu. Abriu a porta de casa. A sala era grande, quadrada, as maçanetas brilhavam limpas os vidros da janela brilhavam, a lâmpada brilhava - que nova terra era essa? E por um instante a vida sadia que levara até agora pareceu-lhe um modo moralmente louco de viver. O menino que se aproximou correndo era um ser de pernas compridas e rosto igual ao seu, que corria e a abraçava. Apertou-o com força, com espanto. Protegia-se trêmula. Porque a vida era periclitante. Ela amava o mundo, amava o que fora criado - amava com nojo. Do mesmo modo como sempre fora fascinada pelas ostras, com aquele vago sentimento de asco que a aproximação da verdade lhe provocava, avisando-a. Abraçou o filho, quase a ponto de machucá-lo. Como se soubesse de um mal - o cego ou o belo Jardim Botânico? - agarrava-se a ele, a quem queria acima de tudo. Fora atingida pelo demônio da fé. A vida é horrível, disse-lhe baixo, faminta. O que faria se seguisse o chamado do cego? Iria sozinha... Havia lugares pobres e ricos que precisavam dela. Ela precisava deles... Tenho medo, disse. Sentia as costelas delicadas da criança entre os braços, ouviu o seu choro assustado. Mamãe, chamou o menino. Afastou-o, olhou aquele rosto, seu coração crispou-se. Não deixe mamãe te esquecer, disse-lhe. A criança mal sentiu o abraço se afrouxar, escapou e correu até a porta do quarto, de onde olhou-a mais segura. Era o pior olhar que jamais recebera. O sangue subiu-lhe ao rosto, esquentando-o.

Deixou-se cair numa cadeira, com os dedos ainda presos na rede. De que tinha vergonha?

Não havia como fugir. Os dias que ela forjara haviam-se rompido na crosta e a água escapava. Estava diante da ostra. E não havia como não olhá-la. De que tinha vergonha? É que já não era mais piedade, não era só piedade: seu coração se enchera com a pior vontade de viver.

Já não sabia se estava do lado do cego ou das espessas plantas. O homem pouco a pouco se distanciara e em tortura ela parecia ter passado para o lado dos que lhe haviam ferido os olhos. O Jardim Botânico, tranqüilo e alto, lhe revelava. Com horror descobria que pertencia à parte forte do mundo - e que nome se deveria dar à sua misericórdia violenta? Seria obrigada a beijar o leproso, pois nunca seria apenas sua irmã. Um cego me levou ao pior de mim mesma, pensou espantada. Sentia-se banida porque nenhum pobre beberia água nas suas mãos ardentes. Ah! era mais fácil ser um santo que uma pessoa! Por Deus, pois não fora verdadeira a piedade que sondara no seu coração as águas mais profundas? Mas era uma piedade de leão.

Humilhada, sabia que o cego preferiria um amor mais pobre. E, estremecendo, também sabia por quê. A vida do Jardim Botânico chamava-a como um lobisomem é chamado pelo luar. Oh! Mas ela amava o cego! Pensou com os olhos molhados. No entanto não era com este sentimento que se iria a uma igreja. Estou com medo, disse sozinha na sala. Levantou-se e foi para a cozinha ajudar a empregada a preparar o jantar.

Mas a vida arrepiava-a, como um frio. Ouvia o sino da escola, longe e constante. O pequeno horror da poeira ligando em fios a parte inferior do fogão, onde descobriu a pequena aranha. Carregando a jarra para mudar a água - havia o horror da flor se entregando lânguida e asquerosa às suas mãos. O mesmo trabalho secreto se fazia ali na cozinha. Perto da lata de lixo, esmagou com o pé a formiga. O pequeno assassinato da formiga. O mínimo corpo tremia. As gotas d'água caíam na água parada do tanque. Os besouros de verão. O horror dos besouros inexpressivos. Ao redor havia uma vida silenciosa, lenta, insistente. Horror, horror. Andava de um lado para outro na cozinha, cortando os bifes, mexendo o creme. Em torno da cabeça, em ronda, em torno da luz, os mosquitos de uma noite cálida. Uma noite em que a piedade era tão crua como o amor ruim. Entre os dois seios escorria o suor. A fé a quebrantava, o calor do forno ardia nos seus olhos.

Depois o marido veio, vieram os irmãos e suas mulheres, vieram os filhos dos irmãos.

Jantaram com as janelas todas abertas, no nono andar. Um avião estremecia, ameaçando no calor do céu. Apesar de ter usado poucos ovos, o jantar estava bom. Também suas crianças ficaram acordadas, brincando no tapete com as outras. Ana estava um pouco pálida e ria suavemente com os outros.

Depois do jantar, enfim, a primeira brisa mais fresca entrou pelas janelas. Eles rodeavam a mesa, a família. Cansados do dia, felizes em não discordar, tão dispostos a não ver defeitos. Riam-se de tudo, com o coração bom e humano. As crianças cresciam admiravelmente em torno deles. E como a uma borboleta, Ana prendeu o instante entre os dedos antes que ele nunca mais fosse seu.

Depois, quando todos foram embora e as crianças já estavam deitadas, ela era uma mulher bruta que olhava pela janela. A cidade estava adormecida e quente. O que o cego desencadeara caberia nos seus dias? Quantos anos levaria até envelhecer de novo? Qualquer movimento seu e pisaria numa das crianças. Mas com uma maldade de amante, parecia aceitar que da flor saísse o mosquito, que as vitórias-régias boiassem no escuro do lago. O cego pendia entre os frutos do Jardim Botânico.

Se fora um estouro do fogão, o fogo já teria pegado em toda a casa! pensou correndo para a cozinha e deparando com seu marido diante do café derramado.

- O que foi?! gritou vibrando toda.

Ele se assustou com o medo da mulher. E de repente riu entendendo:

- Não foi nada, disse, sou um desajeitado. Ele parecia cansado, com olheiras.

Mas diante do estranho rosto de Ana, espiou-a com maior atenção. Depois atraiu-a a si, em rápido afago.

- Não quero que lhe aconteça nada, nunca! disse ela.

- Deixe que pelo menos me aconteça o fogão dar um estouro, respondeu ele sorrindo.

Ela continuou sem força nos seus braços. Hoje de tarde alguma coisa tranqüila se rebentara, e na casa toda havia um tom humorístico, triste. É hora de dormir, disse ele, é tarde. Num gesto que não era seu, mas que pareceu natural, segurou a mão da mulher, levando-a consigo sem olhar para trás, afastando-a do perigo de viver.

Acabara-se a vertigem de bondade.

E, se atravessara o amor e o seu inferno, penteva-se agora diante do espelho, por um instante sem nenhum mundo no coração. Antes de se deitar, como se apagasse uma vela, soprou a pequena flama do dia.


Clarice Lispector


Falo muito deste conto ultimamente. E do cego. Gosto muito da Clarice desde que, em segundo de carreira lera A hora da estrela.

E tenho tanto, tanto, tanto, tanto que estudar.


En español, aquí.

domingo, 24 de agosto de 2008

Otra de Franz von Stuck










Y tres más que están vestidas y me guardo para el fotolog.

sábado, 23 de agosto de 2008

Y, como estoy repetitiva, dejo la canción que puse antes en el fotolog

Joan Baez cantando Here's for you.

Hoy hace 81 años que ejecutaron a Sacco y Vanzetti. Estoy repetitiva, reitero.

El año que da nombre a la generación del 27.

Sí. Tantos, ya. Y cada vez está menos claro que fueran culpables.

Tan repetitiva estoy que sería capaz de dejar aquí también el texto de Vanzetti y el cuadro de Ben Shann si no pudiera poner directamente un link al fotolog.

Pero la canción sí quiero ponerla.




Here's to you, Nicola and Bart
Rest forever here in our hearts
The last and final moment is yours
That agony is your triumph.

E mais outra...


EU NON TEÑO MÁGOA DO PICARIÑO

Eu non teño mágoa do picariño que mira con ollos encalmados de boi cando os automóbiles pasan pola súa porta. Eu non teño door do picariño que non corre detrás dos autornóbiles. Fame que pase o picariño, sempre será feliz.

Eu teño mágoa do rapaz que sinte formigueiros nos pés cando os automóbiles pasan pola súa porta. Eu teño door do pícaro que corre detrás dos automóbiles. Os rapaces inquedos que andan probando as súas forzas en tódalas máquinas non encherán os seus anceios de felicidade.

Os rapaces da miña terra corren sempre detrás dos automóbiles.


Castelao


É tam certo...

Umha das "Cousas" de Castelao que mais me gustam

Vou contarvos un conto triste

A pouco de casar, doña Micaela comenzou a facer camisirías; mais a súa ilusión abateuse de súpeto e con bágoas nos ollos meteu nun frasco de augardente o froito merado dos seus amores.

Doña Micaela escribeu nun papeliño: "Adolfo, 12 de maio de 1887". Pegou o papeliño no frasco e, dispois de bicalo tristemente, gardouno no armario das sabáns de liño.

Non vos riades, porque o conto é triste.

Aínda non decorreran catro meses e doña Micaela comenzou a traballar novamente nas camisirías. A boa fidalga regalábase cavilando no herdeiro que xa estaba en camiño do mundo, e por segunda vez doña Micaela ollou murchas as súas ilusións de nai, e con fonda tristura meteu en augardente o novo froito dos seus amores.

Doña Micaela escribeu: "Rosa, 7 de xaneiro de 1888".

Pegou o papeliño no frasco e moi amargurada gardouno no armario das sabáns de liño.

Non vos riades, porque o conto é triste.

A probe señora chorou tres veces máis e meteu en outros tantos frascos de augardente un "Pedro", un "Ramón" e unha "Alicia".

Non vos riades.

A boa fidalga decatouse de que non aloumiñaría endexamais un fillo verdadeiro e cos seus grandes azos maternals adicou a vida enteira ó coidado garimoso dos frascos de augardente. ¡Triste vida!

Non; non vos riades, porque o caso é triste.

Cando unha fanada ilusión cumplía anos doña Micaela remudáballe o augardente. Tódolos días bicaba os frascos e arrombaba os laciños de seda que cinguían as vincas dos frascos de "Rosa" e de "Alicia".

A boa fidalga chegou a vella e tiña criadas de tanto ben que andaban coas chaves dos armarios e gobernaban a casa.

Un día chegou diante de doña Micaela unha das criadas. Viña tan cortada que non podía falar; mais a probe muller tirou consigo no chan e pouco a pouco foi confesando antre saloucos:

-¡Perdón, miña ama! ¡A¡, qué desgracia, señora! 0 señorito "Adolfo" caeume das mans e rompeuse.

E no intre doña Micaela esmoreceuse para sempre.


Castelao


Aquí, una traducción al español.

viernes, 22 de agosto de 2008

Leda y el cisne (tengo un día de lo más decadente)

Buscaba, inocente de mí, una Leda para el fotolog. Una Leda vestida, que estoy harta de que me cierren. Y me encontré todas estas. Desnudas. Copulando o a puntito de hacerlo con un cisne. Y, como siempre, pa'l blog. Para darle la razón a Alberto.



(Leonardo da Vinci)



(Tintoretto)



(Rubens)



(Cézanne)



(Dalí)



(Atribuida a Rossetti)



(Clésinger)

Y otras:







De muchas cosas. Fundamentalmente cal y cabellos grises


Una rosa para Emily


1.

Cuando murió la señorita Emily Grierson, todo nuestro pueblo fue a su funeral: los hombres por una especie de respetuoso afecto hacia un monumento caído, las mujeres sobre todo por la curiosidad de ver el interior de su casa, que nadie, excepto un viejo criado —mezcla de jardinero y cocinero— había visto, por lo menos, en los últimos diez años.

Era una casa de madera, grande, más bien cuadrada, que alguna vez había sido blanca; estaba decorada con cúpulas, agujas y balcones con volutas, según el airoso y pesado estilo de los setenta. Se ubicaba en la que antiguamente fue nuestra mejor calle, después invadida por talleres y limpiadoras de algodón que se inmiscuyeron e hicieron caer en el olvido incluso los apellidos más ilustres de ese vecindario. Sólo la casa de la señorita Emily seguía alzando su obstinada y coquetona decadencia por encima de los camiones de algodón y las bombas de gasolina —un adefesio entre adefesios. Y ahora la señorita Emily había ido a reunirse con los que otrora portaran aquellos ilustres apellidos en el lánguido cementerio de cedros, donde yacían entre las tumbas, ordenadas en filas y anónimas, de los soldados de la Unión y la Confederación que cayeron en la batalla de Jefferson.

En vida, la señorita Emily había sido una tradición, una preocupación y un deber; algo así como una obligación hereditaria que recayó sobre el pueblo desde aquel día de 1894 en que el coronel Sartoris, el alcalde —quien creó el decreto por el cual ninguna mujer negra podría salir a la calle sin un delantal— le condonó el pago de impuestos desde la muerte de su padre y a perpetuidad. No era que la señorita Emily hubiera aceptado una obra de caridad. El coronel Sartoris inventó una complicada historia según la cual el padre de ella había prestado dinero al pueblo, dinero que la comunidad, por cuestiones financieras, prefería pagarle de esta manera. Sólo un hombre de la generación y con la mentalidad del coronel Sartoris podría haber inventado algo así, y sólo una mujer podría haberlo creído.

Este acuerdo generó cierto descontento cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, llegó a la alcaldía y al Consejo. El primer día del año le enviaron por correo una notificación del pago de impuestos. Llegó febrero y aún no había respuesta. Le escribieron un oficio para pedirle que se presentara en la oficina del alguacil en cuanto le fuera posible. Una semana después, el alcalde mismo le escribió, ofreciéndose a visitarla o enviarle su coche y recibió como respuesta una nota escrita en un papel de apariencia anticuada, con caligrafía fina y fluida y tinta desvanecida, en la que la señorita Emily le decía que ya no salía nunca. También incluía la notificación del pago de impuestos, sin comentario alguno.

Convocaron a una junta especial de concejales. Una delegación fue a buscarla y tocó la puerta por la que ningún visitante había pasado desde que ella dejó de dar clases de pintura en porcelana ocho o diez años antes. El viejo negro los guió hacia un oscuro vestíbulo, desde donde ascendía una escalera que se adentraba en una oscuridad todavía más profunda. Olía a polvo y desuso —un olor a encierro, a humedad. El negro los condujo a la sala, donde había pesados muebles de piel. Cuando él abrió las persianas de una ventana, pudieron ver las grietas en la piel de los muebles y al sentarse, un ligero polvillo se elevó perezosamente alrededor de sus muslos, girando con lentas motas a la luz del único rayo de sol. En un caballete dorado deslustrado que se encontraba frente a la chimenea, se erigía un retrato al carbón del padre de la señorita Emily.

Se levantaron cuando ella entró —una mujer pequeña y gorda, vestida de negro, con una delgada cadena de oro que descendía hasta su cintura y desaparecía en su cinturón. Se apoyaba en un bastón de ébano con cabeza de oro deslustrado. Su esqueleto era pequeño y enjuto; quizás por eso lo que en otra persona hubiera sido simple gordura, en ella era obesidad. Se veía hinchada y con el mismo color pálido que un cuerpo sumergido por mucho tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las protuberancias que formaban los pliegues de su cara, parecían dos pequeños carbones presionados en un bulto de masa que se movían de una cara a otra mientras los visitantes explicaban el motivo de su visita.

Ella no los invitó a sentarse. Solamente se paró bajo el marco de la puerta y escuchó en silencio hasta que el hombre titubeó y se detuvo. Entonces ellos pudieron escuchar el tictac del invisible reloj que colgaba de la cadena de oro.

Su voz era seca y fría. “Yo no tengo que pagar im puestos en Jefferson. El coronel Sartoris me lo explicó. Quizás alguno de ustedes pueda tener acceso a los registros de la ciudad y comprobarlo por sí mismo.”

“Ya lo hicimos. Somos las autoridades de la ciudad, señorita Emily. ¿No recibió una notificación del alguacil, firmada por él mismo?”
“Sí, recibí un papel —dijo la señorita Emily—. Quizás él se cree el alguacil… Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”
“Pero, verá usted, no hay ningún registro que lo demuestre. Debemos seguir…”
“Vean al coronel Sartoris. Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”
“Pero, señorita Emily…”
“Vean al coronel Sartoris. (El coronel Sartoris había muerto hacía casi diez años.) Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. ¡Tobe! —el negro apareció—. Muéstrale a los caballeros dónde está la salida.”



2.

Así que los venció, por completo, tal y como había vencido a sus antepasados treinta años atrás en relación con el olor. Eso fue dos años después de la muerte del padre de la señorita Emily y poco después de que su enamorado —el que todos creíamos que la desposaría— la abandonara. Después de la muerte de su padre ella salía muy poco; después de que su novio se fue, ya no se le veía en la calle en lo absoluto. Algunas damas tuvieron la osadía de buscarla pero no las recibió, y la única señal de vida en el lugar era el negro —joven entonces— que salía y entraba con la canasta del mercado.

“Como si un hombre —cualquier hombre— pudiera llevar una cocina adecuadamente”, decían las damas. Así que no se sorprendieron cuando surgió el olor. Fue otro vínculo entre el mundo ordinario, terrenal, y los encumbrados y poderosos Grierson.

Una vecina se quejó con el alcalde, el juez Stevens, de ochenta años de edad.

“¿Pero qué quiere que haga al respecto, señora?”, dijo.
“Bueno, mande a alguien a decirle que lo detenga —dijo la mujer—. ¿Acaso no hay leyes?”
“Estoy seguro de que no será necesario —dijo el juez Stevens—. Probablemente sea solamente que su negro mató una víbora o una rata en el jardín. Habla ré con él al respecto.”

Al día siguiente recibió dos quejas más, una de ellas de un hombre que le dijo con tímida desaprobación: “De verdad debemos hacer algo al respecto, juez. Yo sería el último en molestar a la señorita Emily, pero debemos hacer algo.” Esa noche el Consejo se reunió —tres hombres con barbas grises y un hombre más joven, miembro de la nueva generación.

“Es simple —dijo este último—. Enviémosle un aviso para que limpie su propiedad. Le damos un plazo para hacerlo y si no lo hace…”
“Por Dios —dijo el juez Stevens—, ¿acusaría a una dama de oler mal en su propia cara?”

Así que la noche siguiente, después de media noche, cuatro hombres cruzaron el jardín de la señorita Emily y se escabulleron en la casa como ladrones, husmeando a lo largo del basamento de ladrillo y los huecos del sótano mientras uno de ellos hacía un movimiento regular con el brazo, como de sembrador, sacando algo de un saco que colgaba de su hombro. Rompieron la puerta del sótano y espolvorearon cal ahí y en todo el exterior de la casa. Cuando cruzaron de nuevo el jardín, una ventana que había estado apagada estaba ahora iluminada y se podía ver a la señorita Emily sentada, con la luz detrás de ella y la parte superior de su torso inmóvil como la de un ídolo. Se deslizaron silenciosamente a través del césped hacia la sombra de las acacias que bordeaban la calle. Después de una semana o dos el olor desapareció.

Eso fue cuando la gente ya había comenzado a sentir verdadera pena por ella. El pueblo recordaba cómo la anciana Wyatt, su tía abuela, se había vuelto completamente loca y creía que los Grierson se sentían más importantes de lo que realmente eran. Ningún joven era lo suficientemente bueno para la señorita Emily y su familia. Habíamos pensado durante mucho tiempo en ellos como si fueran un cuadro, la delgada figura de la señorita Emily en el fondo y la figura de su padre al frente, con la espalda vuelta hacia ella y sujetando un látigo, ambos enmarcados por la puerta principal abierta. Así que cuando ella cumplió treinta años y aún era soltera, no fuimos precisamente complacidos, sino vengados; incluso con la locura de su familia, ella no hubiera rechazado todas sus oportunidades si éstas se hubieran materializado de verdad.

Cuando su padre murió, se rumoraba que la casa fue todo lo que le dejó, y de alguna forma, la gente estaba contenta por ello. Finalmente podrían compadecerse de la señorita Emily. Al quedar sola y pobre, se había humanizado. Ahora también ella sabría lo que eran la desesperación y el temor de tener un centavo de más o de menos.

El día siguiente a la muerte de su padre, todas las damas se prepararon para ir a su casa y ofrecer sus condolencias y ayuda, como es nuestra costumbre. La señorita Emily las encontró en la puerta, vestida como siempre y sin señal alguna de aflicción en el rostro. Les dijo que su padre no estaba muerto. Lo hizo durante tres días, con todo y que los ministros y los doctores la buscaban tratando de persuadirla para deshacerse del cuerpo. Justo cuando iban a recurrir a la ley y la fuerza, ella tuvo una crisis y ellos enterraron a su padre rápidamente.

Entonces no decíamos que estaba loca. Creíamos que tenía que hacer lo que hizo. Recordábamos a todos los jóvenes que su padre había ahuyentado y sabíamos que, ahora que nada le quedaba, tendría que aferrarse a quien la había robado, como cualquiera en su lugar lo haría.



3.

Estuvo enferma durante mucho tiempo y cuando volvimos a verla, se había cortado el cabello, lo que la hacía parecer una niña, con un ligero parecido a esos ángeles de los vitrales de las iglesias —entre trágicos y serenos.

El pueblo acababa de aceptar los contratos para pavimentar las aceras y las obras comenzaron en el verano que siguió a la muerte de su padre. La compañía de construcción llegó con negros y mulas, maquinaria y un capataz llamado Homer Barron, yanki —un hombre grande, de piel oscura, vivaz, con una voz fuerte y ojos más claros que su rostro. Los niños lo seguían en grupos para escucharlo maldecir a los negros y a éstos cantar al compás con que subían y bajaban los picos. Muy pronto Homer Barron conocía ya a todo el pueblo. Siempre que se escuchaban risas en algún lugar de la plaza, él estaba en el centro del grupo. Poco tiempo después comenzamos a verlo con la señorita Emily las tardes de domingo, conduciendo su coche con ruedas amarillas y el par de caballos bayos de la caballeriza.

Al principio nos dio gusto que la señorita Emily estuviera interesada en alguien, porque todas las damas decían: “Por supuesto, una Grierson no tomaría en serio a un obrero del norte.” Pero otros, mayores, afirmaban que ni siquiera la aflicción podría hacer que una verdadera dama olvidara la noblesse oblige —sin llamarla exactamente noblesse oblige. Solamente decían: “Pobre Emily. Su familia debería visitarla.” Ella tenía algunos parientes en Alabama; pero años atrás su padre se había peleado con ellos por la herencia de la anciana Wyatt, la loca, y ya no había comunicación entre las dos familias. Ni siquiera habían enviado a alguien en su representación al funeral.

Y tan pronto como los ancianos dijeron “Pobre Emily”, los rumores comenzaron. “¿Crees que sea cierto? —se decían entre ellos—. Por supuesto que sí. ¿Qué más podría…?” Lo decían a sus espaldas; y el susurro de la seda y el raso detrás de las persianas cerradas bajo el sol de la tarde de domingo conforme sonaba el rápido clop-clop-clop de los caballos: “Pobre Emily.”

Ella llevaba la frente muy en alto —incluso cuando creíamos que había caído. Era como si demandara más que nunca el reconocimiento de su dignidad como la última Grierson; como si ese toque de desenfado reafirmara su impenetrabilidad. Como cuando compró el veneno para ratas, el arsénico. Eso sucedió un año después de que comenzaran a decir “Pobre Emily”, du rante la visita de sus dos primas.

“Quiero un veneno”, dijo al droguero. Entonces ya rebasaba los treinta, era aún una mujer delgada, aunque más delgada de lo normal, con ojos negros, fríos y arrogantes, en una cara con la piel estirada sobre las sienes y alrededor de los ojos, como uno imaginaría que debe verse la cara de un guardafaros. “Quiero un veneno”, dijo.

“Sí, señorita Emily. ¿De qué tipo? ¿Para ratas y cosas por el estilo? Le recomiendo…”
“Quiero el mejor que tenga. No me importa de qué tipo sea.”

El droguero mencionó varios. “Matarían hasta a un elefante. Pero lo que quiere es…”

“Arsénico —dijo la señorita Emily—. ¿Ése es bueno?”
“¿Arsénico?… Sí, señora. Pero lo que usted quiere…”
“Quiero arsénico.”

El droguero bajó la mirada. Ella lo miró, muy erguida, con el rostro como una bandera tirante. “Bueno, por supuesto —dijo el droguero—. Si eso es lo que desea. Pero la ley exige que diga para qué va a usarlo.”

La señorita Emily sólo lo miró, con la cabeza inclinada hacia atrás para verlo a los ojos, hasta que él desvió la mirada, fue por el arsénico y lo envolvió. El repartidor, un niño negro, le llevó el paquete; el droguero no volvió. Cuando ella abrió el paquete en su casa, estaba escrito sobre la caja, debajo del símbolo de la calavera y los huesos cruzados: “Para ratas.”



4.

Así que al día siguiente todos dijimos “Va a suicidarse”; y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando se le había comenzado a ver con Homer Barron, habíamos dicho “Se casará con él”. Luego dijimos “Todavía puede convencerlo”, porque el mismo Homer había puntualizado que él no era para casarse, le gustaba alternar con hombres y se sabía que bebía con los jóvenes en el Club de Elk. Después dijimos “Pobre Emily” detrás de las persianas, cuando pasaban por la tarde de domingo en el brillante coche, la señorita Emily con la frente en alto y Homer Barron con el sombrero ladeado y un puro entre los dientes, tomando las riendas y el látigo entre sus guantes amarillos.

Luego algunas damas comenzaron a decir que era una desgracia para el pueblo y un mal ejemplo para los jóvenes. Los hombres no querían intervenir, pero finalmente las damas forzaron al pastor de la iglesia bautista —la familia de la señorita Emily pertenecía a la iglesia episcopal— a que hablara con ella. Él nunca habría de decir qué pasó durante la entrevista, pero se negó a regresar. Al domingo siguiente ellos pasaron de nuevo por las calles y el lunes la esposa del ministro le escribió a los parientes de la señorita Emily en Alabama.

De modo que de nuevo tenía parientes bajo su techo y nosotros esperamos para ver los acontecimientos. Al principio no sucedió nada. Luego estábamos seguros de que se casarían. Nos enteramos de que la señorita Emily había ido con el joyero y le había pedido un juego de tocador de plata para hombre, con las letras H.B. grabadas en cada pieza. Dos días después nos enteramos de que había comprado un juego completo de ropa de hombre, incluyendo un camisón para dormir. Entonces dijimos “Están casados”. De verdad estábamos contentos. Lo estábamos porque las dos primas eran aún más Grierson de lo que la señorita Emily había sido.

De modo que no nos sorprendió que Homer Barron se fuera —las obras en las calles habían terminado desde hacía algún tiempo. Nos desilusionó un poco que no hubiera una despedida pública, pero creíamos que él se había ido para preparar la llegada de la señorita Emily, o para darle la oportunidad de deshacerse de sus primas. (Para entonces ya era una conspiración y todos éramos aliados de la señorita Emily para ayudar a ahuyentar a las primas.) Efectivamente, después de una semana partieron. Y, como todos esperábamos, tres días después Homer Barron volvió al pueblo. Una vecina vio al negro recibiéndolo por la puerta de la cocina en la penumbra una noche.

Ésa fue la última vez que vimos a Homer Barron. También a la señorita Emily, por algún tiempo. El negro entraba y salía con la canasta del mercado, pero la puerta principal seguía cerrada. De vez en cuando la veíamos en la ventana por un momento, como cuando la vieron los hombres que esparcieron la cal, pero durante casi seis meses ella no se apareció en la calle. Entonces supimos que también esto era de esperarse; como si la personalidad de su padre, que había frustrado su vida de mujer tantas veces, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa como para morir.

Cuando volvimos a verla, había engordado y su cabello se estaba volviendo gris. Con los años se tornó gradualmente más gris hasta que llegó a ser de un gris acerado, entrecano parejo, y así permaneció. El día de su muerte a los setenta y cuatro años seguía siendo el mismo brioso gris acerado, como el cabello de un hombre activo.

A partir de entonces la puesta principal de su casa permaneció cerrada, excepto por un periodo de seis o siete años, cuando ella tenía alrededor de cuarenta años, durante el cual dio clases de pintura en porcelana. Acondicionó una de las habitaciones a manera de estudio en la planta baja y allí le enviaban a las hijas y nietas de los coetáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y el mismo espíritu con que las mandaban a la iglesia los domingos, con una moneda de veinticinco centavos para la canastilla de la limosna. Para entonces ya le habían condonado el pago de impuestos.

Entonces la nueva generación se volvió la columna vertebral y el alma del pueblo, las alumnas de pintura crecieron, se fueron y no enviaron a sus hijas con cajas de colores y tediosos pinceles e imágenes recortadas de las revistas para damas a la casa de la señorita Emily. La puerta principal se cerró por última vez detrás de la última alumna y permaneció cerrada para siempre. Cuando el pueblo tuvo correo gratuito, únicamente la señorita Emily se negó a dejarlos poner los números metálicos sobre su puerta y a instalar un buzón. Ella no los escuchaba.

Día con día, mes con mes, año con año, vimos al negro encanecer y encorvarse, entrando y saliendo con la canasta del mercado. Cada diciembre enviábamos a la señorita Emily una notificación para que pagara sus impuestos, notificación que regresaría por correo una semana después, sin haber sido abierta. De vez en cuando la veíamos en una de las ventanas de la planta baja —evidentemente, había cerrado el piso superior de la casa— como el torso tallado de un ídolo en un nicho, sin que supiéramos si nos veía o no. Así siguió de generación en generación —cercana, ineludible, impenetrable, impasible y perversa.

Y así murió. Se enfermó en la casa llena de polvo y de sombras, con sólo el negro senil para atenderla. Ni siquiera nos enteramos de que estaba enferma; hacía mucho que habíamos dejado de intentar obtener información del negro. Él no hablaba con nadie, quizás ni siquiera con ella, ya que su voz se había vuelto áspera y oxidada, como por el desuso.

Ella murió en una habitación de la planta baja, en una pesada cama de nogal con cortina, su cabeza gris apoyada en una almohada amarillenta y mohosa por el tiempo y la falta de luz del sol.



5.

El negro recibió a las damas en la puerta principal, con sus cuchicheos silbantes y sus miradas furtivas y curiosas, y luego desapareció. Atravesó la casa, salió por la parte trasera y nadie volvió a verlo.

Las dos primas vinieron en seguida. Ellas organizaron el funeral al segundo día y recibieron al pueblo que venía a ver a la señorita Emily bajo un ramo de flores compradas, con la cara al carbón de su padre meditando profundamente por encima del ataúd, las damas repugnantes susurrando y los muy ancianos —algunos con sus uniformes de la Confederación recién cepillados— en el porche y el césped, hablando de la señorita Emily como si hubiera sido contemporánea suya, creyendo que habían bailado con ella y que quizás hasta la habían cortejado, confundiendo el tiempo y su progresión matemática, como le pasa a los ancianos, para quienes el pasado no es un camino que se estrecha, sino un vasto campo al que el invierno nunca toca, separado de ellos por el estrecho cuello de botella de la década más reciente.

Ya sabíamos que había una habitación en el piso de arriba que nadie había visto en cuarenta años, cuya puerta debería forzarse. Esperaron, sin embargo, hasta que la señorita Emily estuviera decentemente bajo tierra antes de abrirla.

La violencia al romper la puerta pareció llenar la habitación con un polvillo penetrante. Un paño delgado como el de la tumba cubría toda la habitación que es taba adornada y amueblada como para unas nupcias: sobre las cenefas de color rosa desvaído, sobre las lu ces rosas, sobre el tocador, sobre los delicados adornos de cristal y sobre los artículos de tocador de hombre, cubiertos con plata deslustrada, tan deslustrada que las letras estaban oscurecidas. Entre ellos estaba un cuello y una corbata, como si alguien se los acabara de quitar; al levantarlos, dejaron sobre la superficie una pálida medialuna entre el polvo. Sobre una silla estaba colgado el traje, cuidadosamente doblado; debajo de éste, los mudos zapatos y los calcetines tirados a un lado.

El hombre yacía en la cama.

Durante un largo rato nos quedamos parados ahí, contemplando aquella sonrisa profunda y descarnada. Parecía que el cuerpo había estado alguna vez en la posición de un abrazo, pero ahora el largo sueño que sobrevive al amor, que conquista incluso los gestos del amor, le había sido infiel. Lo que quedaba de él, podrido bajo lo que quedaba del camisón, se había vuelto inseparable de la cama en la que yacía, y la cubierta uniforme del paciente y eterno polvo cubría el cuerpo y la almohada a su lado.

Entonces nos dimos cuenta de que en la segunda almohada estaba la marca de una cabeza. Uno de nosotros levantó algo de ella e, inclinándonos hacia delante, con el débil e invisible polvo seco y acre en la nariz, encontramos un largo mechón de cabello color gris acerado.

William Faulkner


Faulkner no es de mis autores favoritos. Leí en su momento El ruido y la furia y ya. Y ya hasta que Yurema me habló de "Una rosa para Emily", cuento que tuvo que leer para no sé qué asignatura de literatura norteamericana. Me contó más o menos el asunto y esa misma semana saqué por primera vez la Antología del cuento triste de Augusto Monterroso y Bárbara Jacobson de la biblioteca de la facultad. Porque sí, porque me la encontré y quería una antología de cuentos. Entre muchos que ya conocía y muchos que no, estaba la rosa para Emily. Y me encantó. Pero en mi mente perversa hay almacenados muchos relatos mucho más decadentes que este (que constituiría una especie de límite para mi teoría de que el XIX empieza allá por 1750 y termina más o menos con Proust, en el primer tercio del siglo XX), así que no lo tenía especialmente presente. No sé, donde haya fetos entre resedas, que se quiten las Emilys y sus rosas, no? Pero el cuento es maravilloso y en mi novela del señor Roth sale nombrado. Y tuve que buscarlo, releerlo y colgarlo aquí. Otra pulsión irrefrenable de las mías, vaya.

Y son las dos. Lo mío no es normal.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Nunca pensé que fuera a hacer esto...



Esta es Folerpa Edgar Allan. El ser ojeroso de detrás, con casi tanta cara de susto como ella (me encanta la cara de susto que tiene la gata, aunque es mucho más guapa) soy yo, evidentemente. Estoy diciendo "venga, gatita, mira para ahí que te va a sacar una foto". O algo por el estilo. Medio segundo antes (tiene una cuenta atrás de segundos) estaba con la pata levantada hacia el ordenador. Sí, encima la foto tiene el honor de ser la primera foto sacada con la cámara de mi maravilloso Mac, que aún no me creo que vive conmigo y eso que va para tres meses... No soy aficionada a hacer fotos y menos a salir en ellas. Menos aún a colgarlas en la red. Pero se me cae la baba con la gata. Y tenía que robarle un cachito de alma (y robármela a mí) para enseñarla al mundo...

Ayer, a eso de las once de la noche.

Lili Marlene

Amo a esta mujer y esta canción...



El video es más bien horrible y son las mil, como siempre...

Buenas noches

lunes, 18 de agosto de 2008

Las Ophelias prometidas (o algunas, al menos)



(Dagnan-Bouveret)



(Hughes)



(Waterhouse)



(Waterhouse)



(Waterhouse)



(Millais)



(Cabanel)



(Watts)



(Wills)



(Lefebvre)