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domingo, 25 de octubre de 2009

Marias Polydouri

Descubro (directamente en internet porque casi no está traducida) a Marias Polydouri (1902-1930), que llevaba con Kostas Karyotakis la que la Wikipedia describe inquietantemente como una relación desesperada pero incompleta y que escribió eso tan bonito de que él era bello como los elegidos por la muerte. La relación desesperada pero incompleta (cuanto más lo leo, más inquietud me provoca) transcurrió entre 1922 y 1925; Karyotakis intentó ahogarse y se pegó el tiro en 1928 y ella se suicidó (se inyectó morfina) en 193o. Llevaba cuatro años en un manicomio, estaba tuberculosa y parece ser que, entre una cosa y otra, había vivido en París, a donde se fue porque Kostas Karyotakis no quiso casarse con ella. Esperemos que sea eso lo incompleto de la relación y, de ser así, huyamos de las mentes conservadoras. La cuestión es que leí el primer poema, me gustó, leí el segundo, me gustó más y sólo encontré otros dos, así que dejo los cuatro. Hay alguno más en inglés y los datos que encontré son más o menos esos con variantes.


A un amigo

Vendré un atardecer, doblando por el recodo que me coge;
Vendré para encontrarte a solas con tu viejo sueño.
El anochecer arrastrará sus nubes leves pesadamente
pasando frente a tu ventana solitaria.

Me recibirás en tu aposento silencioso y habrá
libros en torno, abandonados en un hondo silencio.
Nos sentaremos uno junto al otro. Hablaremos de las cosas que se van,
de las que han muerto antes de que las perdamos,
de la amargura de la vida sin sentido, del tedio,
del no esperar que nada se realice,
del desaparecer… Y poco a poco en la oscura quietud,
se apagarán también nuestras palabras y el postrer pensamiento.

Más la noche acudirá a detenerse en la ventana;
mezclará brisas y aromas y claridad de estrellas
con el gran llamado que Naturaleza exhale,
con tu pecho que el silencio no habrá de proteger.


Soy la flor


Soy la flor que apacienta al sigiloso y oculto gusano.
No me somete el rigor del estío, como a las otras,
ni de mi cara mustia, de uno en uno, han de caer los pétalos.
Aunque los buenos hados y los malos me tiendan su celada,
como si fueran mariposas en torno, lo que siento es un vaivén.

Soy la flor que apacienta al sigiloso y oculto gusano.
Ya engendrada y nacida, en medio de mi alma el mal hace su nido.
Y soy la vida, y soy el caos, y nada espero de la suerte bufa.
Alzo mi cuerpo esbelto y bello y no habrá quien pueda emularme.
Mas cuando enseñe a las estrellas mis heridas, estaré muerta.

Traducción de Juan Manuel Macías


Sólo porque me amaste

No canto sino porque me amaste
en los años pasados.
Y ya con el sol, con presentimientos de verano,
ya con lluvia y con nieves,
no canto sino porque me amaste.
Sólo porque me tuviste entre tus brazos
una noche y en los labios me besaste,
sólo por eso soy hermosa como un lirio siempre abierto
y aún conservo un temblor en mi alma
sólo porque me tuviste entre tus brazos.
Sólo porque tus ojos me miraron
con el alma en la mirada,
orgullosa me adorné con la corona
más excelsa de mi existencia;
sólo porque tus ojos me miraron.
Sólo porque me amaste he nacido,
por esto se dio mi vida;
en el triste vivir no realizado
mi vida se cumplió.
Sólo porque me amaste he nacido.
Sólo porque tan bellamente me amaste
viví para multiplicar
mis sueños, amado mío, que cual astro te pusiste.
Y así en tal dulzura muero
sólo porque tan bellamente me amaste.




Sotiría

Que pase ya el día con la luz.
¿Por qué tarda tanto la noche?
En la sombra de los pinos
un sillón me espera.
Se apagarán las luces de las salas
y el sueño vendrá cual un desmayo.
Aquí una cama vacía
no produce ninguna impresión.
Se ahondará la noche en el miedo
cuando el viento llegue repentino.
El eucalipto sacudirá su cabellera
junto con los secretos de los sueños.



Realmente el tercero no me gusta, pero supongo que se referirá a Kostas Karyotakis y... bueno... la entrada iba a ser suya.


Y, ya que estamos, el dedicado a Karyotakis tras su muerte. Hay quien dice que es sólo una suposición. Yo sólo sé sobre ella lo que he puesto arriba así que supongo que estoy condicionada para suponerlo.



To a young man who committed suicide

A spirit kept pursuing him
in the dark expanses of his life.
His occupations, his joys at a nod
became pretexts of his vital drive.

His lovely books, thought, a momentary haunt.
His love a violent sight.
Later his face filled with mystery
and nothing around him was right.

A curious stranger, he wandered among us
in altered mien and grim.
He did not gainsay our suspicion
that something frightful awaited him.

He was strangely handsome, like those
whom death had singled out.
He yielded to the direst dangers
as if something guarded him throughout.

One morning, in a walnut casket we
found him dead with a mark on the temple.
All of him was like a victory,
like light casting around him in the dark.

He had such simplicity and serenity,
a smiling form living again!
As if all of him had become a Eucharist
and the cause had marked him in vain.

sábado, 9 de mayo de 2009

Una canción de uña y de tío

Arnaut Daniel era grande como él solo y, probablemente, uno de los trovadores occitanos más conocidos fuera de las dos docenas de freaks que nos dedicamos al tema de la romanística o de la docena escasa de los que en su día decidimos aprender occitano. Algunos con más pena que gloria, como yo, pero consta en el curriculum que tengo cursados doce créditos de lengua y catorce de literatura occitanas. Aunque el Universo en pleno haya olvidado la lengua de los primeros trovadores.

Tiene, además, bastante responsabilidad en la Laura de Petrarca (y de miles de niñas y no tan niñas) con su "ieu sui Arnautz, qu'amas l'aura" (yo soy Arnaut, el que acumula el viento) o su "l'aura amara" (el viento amargo). Si la de Dante era "la que hacía felicidad", la de Petrarca (además del tema del laurel) era el viento. Y Petrarca conocía y reverenciaba a Arnaut Daniel. Como la gente de bien.

Esta es la primera sextina (y explicar lo que es una sextina podría ser largo y aburrido) que se conoce y se rumorea que la estructura podría tener algo que ver con la afición del hombre a los dados. Supuestamente yo todo esto lo estudié en segundo en Literatura Románica Medieval y en tercero en la primera Literatura Occitana (la Segunda fue un monográfico de literatura artúrica, aprovechando que el Pisuerga pasaba por Valladolid, que uno de los dos romans escritos en occitano es artúrico -y tremendamente divertido-, que la daba mi señor tutor, que lo es por algo y que, aunque éramos dos matriculadas, solía ir yo sola a clase -o sea, fue una asignatura consagrada a fijar tres cuartas partes de mis conocimientos sobre Arturo y sus amigos-) pero es tarde, tengo una nebulosa y no me apetece bucear en los apuntes. Ni aburrir a nadie. Sobre todo, no quiero aburrir a nadie. Y la composición es lo suficientemente elocuente por sí misma. Se repiten siempre las mismas seis palabras, en una posición determinada (eso es lo que iba a ser largo de explicar y lo que está relacionado con los dados) y son entra, alma, tío, cámara, verga, uña. Delicioso.


I

Lo ferm voler qu'el cor m'intra
no'm pot ges becs escoissendre ni ongla
de lauzengier qui pert per mal dir s'arma;
e pus no l'aus batr'ab ram ni verja,
sivals a frau, lai on non aurai oncle,
jauzirai joi, en vergier o dins cambra.

II
Quan mi sove de la cambra
on a mon dan sai que nulhs om non intra
-ans me son tug plus que fraire ni oncle-
non ai membre no'm fremisca, neis l'ongla,
aissi cum fai l'enfas devant la verja:
tal paor ai no'l sia prop de l'arma.

III
Del cor li fos, non de l'arma,
e cossentis m'a celat dins sa cambra,
que plus mi nafra'l cor que colp de verja
qu'ar lo sieus sers lai ont ilh es non intra:
de lieis serai aisi cum carn e ongla
e non creirai castic d'amic ni d'oncle.

IV
Anc la seror de mon oncle
non amei plus ni tan, per aquest'arma,
qu'aitan vezis cum es lo detz de l'ongla,
s'a lieis plagues, volgr'esser de sa cambra:
de me pot far l'amors qu'ins el cor m'intra
miels a son vol c'om fortz de frevol verja.

V
Pus floric la seca verja
ni de n'Adam foron nebot e oncle
tan fin'amors cum selha qu'el cor m'intra
non cug fos anc en cors no neis en arma:
on qu'eu estei, fors en plan o dins cambra,
mos cors no's part de lieis tan cum ten l'ongla.

VI
Aissi s'empren e s'enongla
mos cors en lieis cum l'escors'en la verja,
qu'ilh m'es de joi tors e palais e cambra;
e non am tan paren, fraire ni oncle,
qu'en Paradis n'aura doble joi m'arma,
si ja nulhs hom per ben amar lai intra.

VII
Arnaut tramet son chantar d'ongl'e d'oncle
a Grant Desiei, qui de sa verj'a l'arma,
son cledisat qu'apres dins cambra intra.

Arnaut Daniel


Y en español:


I

El firme deseo que en el corazón me entra
no me lo pueden arrancar pico ni uña
de adulador, que por hablar mal pierde su alma;
y como no me atrevo a pegarle con rama ni vara,
aunque sea a escondidas, allí donde no tenga tío,
gozaré del gozo, en el jardín o en la habitación.

II

Cuando me acuerdo de la habitación
en la que sé, para mi mal, que nadie entra
y que todos me vigilan más que hermano o tío,
entonces, todos los miembros me tiemblan, hasta la uña
tal como el niño ante la vara:
tanto miedo tengo de no ser suyo de toda alma.

III

¡Con el cuerpo lo sería, no con el alma,
si me acogiera en su habitación!
Más me hiere el corazón que golpe de vara
pues allí donde ella está, su servidor no entra;
siempre seré con ella como carne y uña
y no creeré consejo de amigo ni de tío.

IV

Nunca, a la hermana de mi tío
la amé tanto, ¡por mi alma!
Pues tan cerca como está el dedo de la uña,
si lo aceptara, querría estar yo de su habitación;
de mí puede hacer Amor, que en el corazón me entra,
más a su gusto que hombre fuerte con débil vara.

V

Desde que floreció la seca vara
y descendieron de Adán sobrinos y tíos,
tan fiel amor como el que en el corazón me entra
no creo que existiese nunca en cuerpo ni en alma;
dondequiera que esté, en plaza o en su habitación,
mi corazón no se separa de ella ni la distancia de una uña.

VI

Así une y se aúña
mi corazón a ella como la corteza en la vara;
pues ella me es torre de gozo y palacio y habitación
y no amo otro tanto a hermano, pariente ni tío:
en el paraíso tendrá doble gozo mi alma
si por amar hay quien allí entra.

VII

Arnaldo envía su canción de uña y de tío
con permiso de aquella que tiene de su vara el alma,
a su Deseado, cuyo mérito en la habitación entra.

Arnaut Daniel



Bueno, en esta traducción cambia verga por vara (el alma de su verga es infinitamente mas... evocador) y mantenemos la mala costumbre de usar habitación en lugar de cámara. Habitación es profundamente prosaico. Usemos cámara o alcoba, según proceda. La anacronía al poder.

(Sirva a modo de disculpa por el momento freak que hacía mucho tiempo que no hacía una actualización "totalmente romanística")

domingo, 12 de abril de 2009

You are welcome to Elsinore

YOU ARE WELCOME TO ELSINORE

Entre nós e as palavras há metal fundente
entre nós e as palavras há hélices que andam
e podem dar-nos morte violar-nos tirar
do mais fundo de nós o mais útil segredo
entre nós e as palavras há perfis ardentes
espaços cheios de gente de costas
altas flores venenosas portas por abrir
e escadas e ponteiros e crianças sentadas
à espera do seu tempo e do seu precipício

Ao longo da muralha que habitamos
há palavras de vida há palavras de morte
há palavras imensas, que esperam por nós
e outras, frágeis, que deixaram de esperar
há palavras acesas como barcos
e há palavras homens, palavras que guardam
o seu segredo e a sua posição

Entre nós e as palavras, surdamente,
as mãos e as paredes de Elsinore

E há palavras noturnas palavras gemidos
palavras que nos sobem ilegíveis à boca
palavras diamantes palavras nunca escritas
palavras impossíveis de escrever
por não termos connosco cordas de violinos
nem todo o sangue do mundo nem todo o amplexo do ar
e os braços dos amantes escrevem muito alto
muito além do azul onde oxidados morrem
palavras maternais só sombra só soluço
só espasmo só amor só solidão desfeita

Entre nós e as palavras, os emparedados
e entre nós e as palavras, o nosso dever falar

Mário Cesariny


Para los que siempre dicen que no saben portugués o los que directamente dicen no saber en qué está escrito, una traducción aquí.

Además, tengo antojo de Hamlet, hablando de todo un poco y de Elsinore.

lunes, 6 de abril de 2009

Castelao


-¡Pobriña! Morreulle un canciño que lle chamaban "Fifi".

(¡Pobrecita! Se le murió un perrito que se llamaba "Fifi")



"Se eu fose autor" (más abajo hay link con traducción)


Se eu fose autor escribiría unha peza en dous lances. A obriña duraría dez minutos nada máis.

LANCE PRIMERO

Érguese o pano e aparece unha corte aldeán. Enriba do estrume hai unha vaca morta. Ó redor da vaca hai unha vella velliña, unha muller avellentada, unha moza garrida, dúas rapaciñas bonitas, un vello petrucio e tres nenos loiros. Todos choran a fío i enxoitan os ollos coas mans. Todos fan o pranto e din cousas tristes que fan rir, ditos paifocos de xentes labregas, angurentas e cobizosas, que pensan que a morte dunha vaca é unha gran desgracia. 0 pranto debe ter unha gracia choqueira, para que estoupen da risa os de "patio de butacas".

E cando se fartan de ri-los señoritos, baixará o pano.

Se eu fose autorLANCE SEGUNDO

Érguese o pano e aparece un estrado elegante, adobiado con moito señorío. Enriba dunha mesa de pés ferrados de bronce, hai unha bandexa de prata, enriba da bandexa hai unha almofada de damasco, enriba da almofada hai unha cadeliña morta. A cadela morta semellará unha folerpa de neve. Ó seu redor chora unha fidalgona e dúas fidalguiñas novas. Todas elas fan 0 pranto i enxoitan as bágoas con paniños de encaixe. Todas van dicindo, unha a unha, gas mesmas parvadas que dixeron os labregos diante da vaca morta, ditos tristes que fan rir, porque a morte dunha cadela non é Para tanto.

E cando a xente do galiñeiro se farte de rir a cachón, baixará o pano moi amodiño.


La primera viñeta pertenece al album "Cousas da vida" (Cosas de la vida) del amigo Castelao. El texto más extenso, de Cousas, uno de mis libros favoritos en el mundo mundial. Castelao es una de las grandes figuras de la literatura gallega, así que supongo que habrá traducciones sueltas por el mundo. En la red no y yo soy vaga, así que linkeo una entrada de un blog de alguien que amablemente se lo tradujo a sus amigos. Espero que no le importe.

Y, en modo Bonus Track, otra de las "cousas da vida". Sí, todavía pasa lo de salir ahí fuera y que te digan "galleguiña". Y todo lo demás. Que tenemos acento, claro que lo tenemos. Pero no somos más tontos por tenerlo. Y vivo en una ciudad que ser es una aldea un poco grande, eso es cierto, pero que fue una de las tres capitales de la Cristiandad en la Edad Media. Junto con Roma y Jerusalén. Superen eso.



-Ese muchacho dicen que sabe muchísimo.

-Si; pero tiene un acento tan gallego...





miércoles, 18 de marzo de 2009

I have longed to move away

I have longed to move away
From the hissing of the spent lie
And the old terrors' continual cry
Growing more terrible as the day
Goes over the hill into the deep sea;
I have longed to move away
From the repetition of salutes,
For there are ghosts in the air
And ghostly echoes on paper,
And the thunder of calls and notes.

I have longed to move away but am afraid;
Some life, yet unspent, might explode
Out of the old lie burning on the ground,
And, crackling into the air, leave me half-blind.
Neither by night's ancient fear,
The parting of hat from hair,
Pursed lips at the receiver,
Shall I fall to death's feather.
By these I would not care to die,
Half convention and half lie.

Dylan Thomas


Mi edición es bilingüe, pero la traducción no termina de convencerme. Traduce lie por patraña y pursed lips por labios en cucurucho. ¡Cucurucho! De cualquier modo, no he encontrado otra mejor (ni peor) en internet.


HE DESEADO APARTARME

He deseado irme lejos
del silbido de la mentira gastada
y el incesante grito de los antiguos terrores
haciéndose más terribles mientras el día
camina sobre la loma hacia el insondable mar;
he deseado irme lejos
de las repeticiones de los saludos,
porque hay fantasmas en el aire
y ecos fantasmales en el papel,
y el trueno de llamadas y notas.

He deseado apartarme pero he sentido miedo;
alguna vida, aún no gastada, podría explotar
saliendo de la patraña antigua que arde sobre los campos,
y, restallando en el aire, dejarme medio ciego,
ni por el terror antiguo de la noche,
sombrero que se aparta del pelo,
labios en cucurucho sobre el receptor,
caeré yo ante el plumaje de la muerte;
por todo esto no me importaría morir,
a medias convención y a medias mentira.

Dylan Thomas


Buenas noches. Viva el insomnio.

domingo, 1 de marzo de 2009

A paixão dos suicidas que se matam sem explicação


O último poema

Assim eu quereria o meu último poema.
Que fosse terno dizendo as coisas mais simples e menos intencionais
Que fosse ardente como um soluço sem lágrimas
Que tivesse a beleza das flores quase sem perfume
A pureza da chama em que se consomem os diamantes mais límpidos
A paixão dos suicidas que se matam sem explicação.

Manuel Bandeira

Con un alarde de originalidad sublime, pongo también su "Poética" (para quienes no conozcan a Manuel Bandeira, lo normal es conocer sólo estos dos: es lo mismo que el "Romance sonámbulo" y el "Romance de la luna, luna" de Lorca)

Poética

Estou farto do lirismo comedido
Do lirismo bem comportado
Do lirismo funcionário público com livro de ponto expediente
protocolo e manifestações de apreço ao Sr. Diretor.
Estou farto do lirismo que pára e vai averiguar no dicionário o
cunho vernáculo de um vocábulo.
Abaixo os puristas

Todas as palavras sobretudo os barbarismos universais
Todas as construções sobretudo as sintaxes de excepção
Todos os ritmos sobretudo os inumeráveis

Estou farto do lirismo namorador
Político
Raquítico
Sifilítico
De todo lirismo que capitula ao que quer que seja fora
de si mesmo
De resto não é lirismo
Será contabilidade tabela de co-senos secretário
do amante exemplar com cem modelos de cartas
e as diferentes maneiras de agradar às mulheres, etc.

Quero antes o lirismo dos loucos
O lirismo dos bêbados
O lirismo difícil e pungente dos bêbedos
O lirismo dos clowns de Shakespeare

- Não quero mais saber do lirismo que não é libertação.

Manuel Bandeira


Aquí "El último poema" y aquí "Poética"



martes, 24 de febrero de 2009

Una pequeñez


Nicolás Ilich Beliayev, rico propietario de Petersburgo, aficionado a las carreras de caballos, joven aún -treinta y dos años-, grueso, de mejillas sonrosadas, contento de sí mismo, se encaminó, ya anochecido, a casa de Olga Ivanovna Irnina, con la que vivía, o, como decía él, arrastraba una larga y tediosa novela. En efecto: las primeras páginas, llenas de vida e interés, habían sido saboreadas, hacía mucho tiempo; y las que las seguían se sucedían sin interrupción, monótonas y grises.

Olga Ivanovna no estaba en casa, y Beliayev pasó al salón y se tendió en el canapé.

-¡Buenas noches, Nicolás Ilich! -le dijo una voz infantil-. Mamá vendrá en seguida. Ha ido con Sonia a casa de la modista.

Al oír aquella voz, advirtió Beliayev que en un ángulo de la estancia estaba tendido en un sofá el hijo de su querida, Alecha, un chiquillo de ocho años, esbelto, muy elegantito con su traje de terciopelo y sus medias negras. Boca arriba, sobre un almohadón de tafetán, levantaba alternativamente las piernas, sin duda imitando al acróbata que acababa de ver en el circo. Cuando se le cansaban las piernas realizaba ejercicios análogos con los brazos. De cuando en cuando se incorporaba de un modo brusco y se ponía en cuatro patas. Todo esto lo hacía con una cara muy seria, casi dramática, jadeando, como si considerase una desgracia el que le hubiera dado Dios un cuerpo tan inquieto.

-¡Buenas noches, amigo! -contestó Beliayev-. No te había visto. ¿Mamá está bien?

Alecha, que ejecutaba en aquel momento un ejercicio sumamente difícil, se volvió hacia él.

-Le diré a usted... Mamá no está bien nunca. Es mujer, y las mujeres siempre se quejan de algo...

Beliayev, para matar el tiempo, se puso a observar la faz del niño. Hasta entonces, en todo el tiempo que llevaba en relaciones íntimas con Olga Ivanovna, casi no se había fijado en él, no dándole más importancia que a cualquier mueble insignificante.

Ahora, en las tinieblas del anochecer, la frente pálida de Alecha y sus ojos negros le recordaban a la Olga Ivanovna del principio de la novela. Y quiso mostrarle un poco de afecto al chiquillo.

-¡Ven aquí, chico! -le dijo-. Déjame verte más de cerca.

El chiquillo saltó del sofá y corrió al canapé.

-Bueno -comenzó Beliayev, poniéndole una mano en el hombro-. ¿Cómo te va?

-Le diré a usted... Antes me iba mejor.

-¿Y eso?

-Es muy sencillo. Antes, mi hermana y yo leíamos y tocábamos el piano, y ahora nos obligan a aprendernos de memoria poesías francesas... ¿Se ha cortado usted el pelo hace poco?

-Sí, hace unos días.

-¡Ya lo veo! Tiene usted la perilla más corta. ¿Me deja usted tocársela?... ¿No le hago daño?...

-¿Por qué cuando se tira de un solo pelo duele y cuando se tira de todos a la vez casi no se siente?

El chiquillo empezó a jugar con la cadena del reloj de su interlocutor y prosiguió:

-Cuando yo sea colegial, mamá me comprará un reloj. Y le diré que también me compre una cadena como esta. ¡Qué dije más bonito! Como el de papá... Papá lleva en el dije un retratito de mamá... La cadena es mucho más larga que la de usted...

-¿Y tú cómo lo sabes? ¿Ves a tu papá?

-¿Yo?... No... Yo...

Alecha se puso colorado y se turbó mucho, como un hombre cogido en una mentira.

Beliayev lo miró fijamente, y le preguntó:

-Ves a papá..., ¿verdad?

-No, no... Yo...

-Dímelo francamente, con la mano sobre el corazón. Se te conoce en la cara que ocultas la verdad. No seas taimado. Lo ves, no lo niegues... Háblame como a un amigo.

Alecha reflexiona un poco.

-¿Y usted no se lo dirá a mamá?

-¡Claro que no! No tengas cuidado.

-¿Palabra de honor?

-¡Palabra de honor!

-¡Júramelo!

-¡Dios mío, qué pesado eres! ¿Por quién me tomas?

Alecha miró a su alrededor, abrió mucho los ojos y susurró:

-Pero, ¡por Dios, no le diga usted nada a mamá! Ni a nadie, porque es un secreto. Si mamá se entera, yo, Sonia y Pelagueya, la criada, nos la ganaremos. Pues bien, oiga usted: yo y Sonia nos vemos con papá los martes y los viernes. Cuando Pelagueya nos lleva de paseo vamos a la confitería Aspel, donde nos espera papá en un cuartito aparte. En el cuartito que hay una mesa de mármol y encima un cenicero que representa una oca.

-¿Y qué hacen allí?

-Nada. Primero nos saludamos, luego nos sentamos todos a la mesa y papá nos convida a café y a pasteles. A Sonia le gustan los pastelillos de carne, pero yo los detesto. Prefiero los de col y los de huevo. Como comemos mucho, cuando volvemos a casa no tenemos gana. Sin embargo, cenamos, para que mamá no sospeche nada.

-¿De qué hablan con papá?

-De todo. Nos acaricia, nos besa, nos cuenta cuentos. ¿Sabe usted? Y dice que cuando seamos mayores nos llevará a vivir con él. Sonia no quiere, pero yo sí. Claro que me aburriré sin mamá; pero podré escribirle cartas. Y hasta podré venir a verla los días de fiesta, ¿verdad? Papá me ha prometido comprarme un caballo. ¡Es más bueno! No comprendo cómo mamá no le dice que se venga a casa y no quiere ni que lo veamos. Siempre nos pregunta cómo está y qué hace. Cuando estuvo enferma y se lo dijimos, se cogió la cabeza con las dos manos..., así..., y empezó a ir y venir por la habitación como un loco... Siempre nos aconseja que obedezcamos y respetemos a mamá... Diga usted: ¿es verdad que somos desgraciados?

-¿Por qué?

-No sé; papá lo dice: «Son unos desgraciadas -nos dice-, y mamá, la pobre, también, y yo; todos nosotros.» Y nos suplica que recemos para que Dios nos ampare.

Alecha calló y se quedó meditabundo. Reinó un corto silencio.

-¿Conque sí? -dijo, al cabo, Beliayev-. ¿Conque celebran mítines en las confiterías? ¡Tiene gracia! ¿Y mamá no sabe nada?

-¿Cómo lo va a saber? Pelagueya no dirá nada... ¡Ayer nos dio papá unas peras!... Estaban dulces como la miel. Yo me comí dos...

-Y dime... ¿Papá no habla de mí?

-¿De usted? Le aseguro...

El chiquillo miró fijamente a Beliayev, y concluyó:

-Le aseguro que no habla nada de particular.

-Pero, ¿por qué no me lo cuentas?

-¿No se ofenderá usted?

-¡No, tonto! ¿Habla mal?

-No; pero... está enfadado con usted. Dice que mamá es desgraciada por culpa de usted; que usted ha sido su perdición. ¡Qué cosas tiene papá! Yo le aseguro que usted es bueno y muy amable con mamá; pero no me cree, y, al oírme, balancea la cabeza.

-¿Conque afirma que yo he sido la perdición...?

-Sí. ¡Pero no se enfade usted, Nicolás Ilich!

Beliayev se levantó y empezó a pasearse por el salón.

-¡Es absurdo y ridículo! -balbuceaba, encogiéndose de hombros y con una sonrisa amarga-. Él es el principal culpable y afirma que yo he sido la perdición de Olga. ¡Es irritante!

Y, dirigiéndose al chiquillo, volvió a preguntar:

-¿Conque te ha dicho que yo he sido la perdición de tu madre?

-Sí; pero... usted me ha prometido no enfadarse.

-¡Déjame en paz!... ¡Vaya una situación lucida!

Se oyó la campanilla. El chiquillo corrió a la puerta. Momentos después entró en el salón con su madre y su hermanita.

Beliayev saludó con la cabeza y siguió paseándose.

-¡Claro! -murmuraba-. ¡El culpable soy yo! ¡Él es el marido y le asisten todos los derechos!

-¿Qué hablas? -preguntó Olga Ivanovna.

-¿No sabes lo que predica tu marido a tus hijos? Según él, soy un infame, un criminal; he sido la perdición tuya y de los niños. ¡Todos ustedes son unos desgraciados y el único feliz soy yo! ¡Ah, qué feliz soy!

-No te entiendo, Nicolás. ¿Qué sucede?

-Pregúntale a este caballerito -dijo Beliayev, señalando a Alecha.

El chiquillo se puso colorado como un tomate; luego palideció. Se pintó en su faz un gran espanto.

-¡Nicolás Ilich! -balbuceó-, le suplico...

Olga Ivanovna miraba alternativamente, con ojos de asombro, a su hijo y a Beliayev.

-¡Pregúntale! -prosiguió éste-. La imbécil de Pelagueya lleva a tus hijos a las confiterías, donde les arregla entrevistas con su padre. ¡Pero eso es lo de menos! Lo gracioso es que su padre, según les dice él, es un mártir y yo soy un canalla, un criminal, que ha deshecho la felicidad de ustedes...

-¡Nicolás Ilich! -gimió Alecha-, usted me había dado su palabra de honor...

-¡Déjame en paz! ¡Se trata de cosas más importantes que todas las palabras de honor! ¡Me indignan, me sacan de quicio tanta doblez, tanta mentira!

-Pero dime -preguntó Olga, con lágrimas en los ojos, dirigiéndose a su hijo-: ¿te vas con papá? No comprendo...

Alecha parecía no haber oído la pregunta, y miraba con horror a Beliayev.

-¡No es posible! -exclama su madre-. Voy a preguntarle a Pelagueya.

Y salió.

-¡Usted me había dado su palabra de honor...! -dijo el chiquillo, todo trémulo, clavando en Beliayev los ojos, llenos de horror y de reproches.

Pero Beliayev no le hizo caso y siguió paseándose por el salón, excitadísimo, sin más preocupación que la de su amor propio herido.

Alecha se llevó a su hermana a un rincón y le contó, con voz que hacía temblar la cólera, cómo lo habían engañado. Lloraba a lágrima viva y fuertes estremecimientos sacudían todo su cuerpo. Era la primera vez, en su vida, que chocaba con la mentira de un modo tan brutal.



Anton Chejov

martes, 27 de enero de 2009

Clarimonda (La muerta enamorada)





Me gusta más la traducción que comienza "¿Y tú me preguntas, oh, hermano, si conozco el amor?", pero la única que hay en internet es esta. Y, como tantas veces, no sólo resulta recargada sino que el original se parece más a la traducción que no me gusta. ("Vous me demandez, frère, si j'ai aimé ; oui."). Pero no, no tengo humor para leerlo entero en francés...

Uno de mis cuentos favoritos, un cuento maravilloso. Larga vida a los vampiros y prefiramos siempre ser libertinos que sueñan ser sacerdotes que sacerdotes que sueñan ser libertinos.

Para los que crecimos entre mosqueteros: ¿el momento en que sale Clarimonda no os recuerda tremendamente a la primera vez que D'Artagnan ve a Milady? Supuestamente la historia de los cuatro (porque eran cuatro, leñe, Dumas no sabía contar) mosqueteros es anterior, pero dudo que Gautier lo hiciera conscientemente (es como lo del cuento de Dickens cuyo título nunca recuerdo contemporáneo y similar a "El corazón delator". Polen de ideas, que diría el otro)

Ya está, ya me he puesto freak hasta con Gautier.

Ahora me voy a dormir.

P.S. Dado que últimamente parece que la humanidad lo está olvidando, recuerdo. El amor no existe. Se lo inventaron los trovadores en el siglo XII. La frase no es mía, es de Carl S. Lewis, ilustre medievalista que escribió el que fue uno de mis libros favoritos de pequeña y que ahora se cargó Disney: El león la bruja y el armario. Además, la última traducción que hicieron (a raíz de la película, ¿cómo no?) está tan increíblemente suavizada que ni siquiera dice eso tan bonito de "de todos los bichos venenosos..." Y la mía está prestada, como casi siempre. Alfaguara últimos ochenta. Regalo de mi tío el freak, al que le debo la mitad de la literatura y el cine que no le debo a mi hermano, claro.

No, yo no venía a hablar de mi libro. Ni siquiera de mi libro perdido. Sólo nombré al señor Carrol (reverencias, maestro) para tener un apoyo intelectual. Es verdad, niños. Papá Noel no existe y los Reyes tampoco. Pues el amor, idem de lienzo. Y ni siquiera son los padres.

Los vampiros sí, claro. Y los dragones, también.

Así que el cuento me gusta por el componente fantástico, por el amigo Gautier (decir el amigo de dios resultaba un chiste tremendamente malo), por el componente vampírico. Por todo aquello por lo que me gustan el terror y los clásicos por separado y por lo que me gustan más cuando son las dos cosas a la vez. Porque me gusta la buena literatura y toda aquella en la que salgan vampiros y Stephen King esté bien lejos.

Porque amo las palabras y porque soy capaz de lograr un post scriptum más largo que el propio texto. Y sin que tenga nada que ver. Porque debería irme a dormir.

Ahí queda. Una maravilla.


En francés (para valientes, yo no me he atrevido ni a intentarlo) aquí. En portugués, aquí.



Me preguntas, hermano, si he amado; sí. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo. No quiero negarte nada, pero no referiría una historia semejante a otra persona menos experimentada que tú. Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma; pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el día yo era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando, al llegar el alba, me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote. Me han quedado recuerdos de objetos y palabras de esta vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme que soy más bien un hombre que lo ha probado todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin ninguna relación con las cosas del siglo.

Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo, con un amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!

Desde mi más tierna infancia había sentido la vocación del sacerdocio; también fueron dirigidos en este sentido todos mis estudios, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue otra cosa que un largo noviciado. Con los estudios de teología terminados, pasé sucesivamente por todas las órdenes menores, y mis superiores me juzgaron digno, a pesar de mi juventud, de alcanzar el último y terrible grado. El día de mi ordenación fue fijado para la semana de Pascua.

Jamás había andado por el mundo. El mundo era para mí el recinto del colegio y del seminario. Sabía vagamente que existía algo que se llamaba mujer, pero no me paraba a pensarlo: mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al año, y ésta era toda mi relación con el exterior.

No lamentaba nada, no sentía la más mínima duda ante este compromiso irrevocable; estaba lleno de alegría y de impaciencia. Jamás novia alguna contó las horas con tan febril ardor; no dormía, soñaba que cantaba misa. ¡Ser sacerdote! No había en el mundo nada más hermoso: hubiera rechazado ser rey o poeta. Mi ambición no iba más allá.

Digo esto para mostrar cómo lo que me sucedió no debió sucederme y cómo fui víctima de tan inexplicable fascinación.

Llegado el gran día caminaba hacia la iglesia tan ligero que me parecía estar sostenido en el aire, o tener alas en los hombros. Me creía un ángel, y me extrañaba la fisonomía sombría y preocupada de mis compañeros, pues éramos varios. Había pasado la noche en oración, y mi estado casi rozaba el éxtasis. El obispo, un anciano venerable, me parecía Dios Padre inclinado en su eternidad, y podía ver el cielo a través de las bóvedas del templo.

Conoces los detalles de esta ceremonia: la bendición, la comunión bajo las dos especies, la unción de las palmas de las manos con el aceite de los catecúmenos y, finalmente, el santo sacrificio ofrecido al unísono con el obispo. No me detendré en esto. ¡Oh, qué razón tiene Job, y cuán imprudente es aquel que no llega a un pacto con sus ojos! Levanté casualmente mi cabeza, que hasta entonces había tenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca que habría podido tocarla -aunque en realidad estuviera a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada-, a una mujer joven de una extraordinaria belleza y vestida con un esplendor real. Fue como si se me cayeran las escamas de las pupilas. Experimenté la sensación de un ciego que recuperara súbitamente la vista. El obispo, radiante, se apagó de repente, los cirios palidecieron en sus candelabros de oro como las estrellas al amanecer, y en toda la iglesia se hizo una completa oscuridad. La encantadora criatura destacaba en ese sombrío fondo como una presencia angelical; parecía estar llena de luz, luz que no recibía, sino que derramaba a su alrededor.

Bajé los párpados, decidido a no levantarlos de nuevo, para apartarme de la influencia de los objetos, pues me distraía cada vez más, y apenas sabía lo que hacía.

Un minuto después volví a abrir los ojos, pues a través de mis párpados la veía relucir con los colores del prisma en una penumbra púrpura, como cuando se ha mirado al sol. ¡Ah, qué hermosa era! Cuando los más grandes pintores, persiguiendo en el cielo la belleza ideal, trajeron a la tierra el divino retrato de la Madonna, ni siquiera vislumbraron esta fabulosa realidad. Ni los versos del poeta ni la paleta del pintor pueden dar idea. Era bastante alta, con un talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un rubio claro, se separaban en la frente, y caían sobre sus sienes como dos ríos de oro; parecía una reina con su diadema; su frente, de una blancura azulada y transparente, se abría amplia y serena sobre los arcos de las pestañas negras, singularidad que contrastaba con las pupilas verde mar de una vivacidad y un brillo insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el destino de un hombre; tenían una vida, una transparencia, un ardor, una humedad brillante que jamás había visto en ojos humanos; lanzaban rayos como flechas dirigidas a mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía del cielo o del infierno, pero ciertamente venía de uno o de otro. Esta mujer era un ángel o un demonio, quizá las dos cosas, no había nacido del costado de Eva, la madre común. Sus dientes eran perlas de Oriente que brillaban en su roja sonrisa, y a cada gesto de su boca se formaban pequeños hoyuelos en el satén rosa de sus adorables mejillas. Su nariz era de una finura y de un orgullo regios, y revelaba su noble origen. En la piel brillante de sus hombros semidesnudos jugaban piedras de ágata y unas rubias perlas, de color semejante al de su cuello, que caían sobre su pecho. De vez en cuando levantaba la cabeza con un movimiento ondulante de culebra o de pavo real que hacía estremecer el cuello de encaje bordado que la envolvía como una red de plata.

Llevaba un traje de terciopelo nacarado de cuyas amplias mangas de armiño salían unas manos patricias, infinitamente delicadas. Sus dedos, largos y torneados, eran de una transparencia tan ideal que dejaban pasar la luz como los de la aurora.

Tengo estos detalles tan presentes como si fueran de ayer, y aunque estaba profundamente turbado nada escapó a mis ojos; ni siquiera el más pequeño detalle: el lunar en la barbilla, el imperceptible vello en las comisuras de los labios, el terciopelo de su frente, la sombra temblorosa de las pestañas sobre las mejillas, captaba el más ligero matiz con una sorprendente lucidez.

Mientras la miraba sentía abrirse en mí puertas hasta ahora cerradas; tragaluces antes obstruidos dejaban entrever perspectivas desconocidas; la vida me parecía diferente, acababa de nacer a un nuevo orden de ideas. Una escalofriante angustia me atenazaba el corazón; cada minuto transcurrido me parecía un segundo y un siglo. Sin embargo, la ceremonia avanzaba, y yo me encontraba lejos del mundo, cuya entrada cerraban con furia mis nuevos deseos. Dije sí, cuando quería decir no, cuando todo mi ser se revolvía y protestaba contra la violencia que mi lengua hacía a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba a mi pesar las palabras de la garganta. Quizá por este motivo tantas jóvenes llegan al altar con el firme propósito de rechazar clamorosamente al esposo que les imponen y ninguna lleva a cabo su plan. Por esta razón, sin duda, tantas novicias toman el velo aunque decididas a destrozarlo en el momento de pronunciar sus votos. Uno no se atreve a provocar tal escándalo ni a decepcionar a tantas personas; todas las voluntades, todas las miradas pesan sobre uno como una losa de plomo; además, todo está tan cuidadosamente preparado, las medidas tomadas con antelación de una forma tan visiblemente irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de los hechos y sucumbe por completo.

La mirada de la hermosa desconocida cambiaba de expresión según transcurría la ceremonia. Tierna y acariciadora al principio, adoptó un aire desdeñoso y disgustado, como de no haber sido comprendida.

Hice un esfuerzo capaz de arrancar montañas para gritar que yo no quería ser sacerdote, sin conseguir nada; mi lengua estaba pegada al paladar y me fue imposible traducir mi voluntad en el más mínimo gesto negativo. Aunque despierto, mi estado era semejante al de una pesadilla en que se quiere gritar una palabra de la que nuestra vida depende sin obtener resultado alguno.

Ella pareció darse cuenta de mi martirio y, como para animarme, me lanzó una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema en el que cada mirada era un canto.

Me decía:

-Si quieres ser mío te haré más dichoso que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles te envidiarán. Rompe ese fúnebre sudario con que vas a cubrirte, yo soy la belleza, la juventud, la vida; ven a mí, seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Yahvé como compensación? Nuestra vida discurrirá como un sueño y será un beso eterno.

"Derrama el vino de ese cáliz y serás libre, te llevaré a islas desconocidas, dormirás apoyado en mi seno en un lecho de oro macizo bajo un dosel de plata. Te amo y quiero arrebatarte a tu Dios ante quien tantos corazones nobles derraman un amor que nunca llega hasta él."

Me parecía oír estas palabras con un ritmo y una dulzura infinita; su mirada tenía música, y las frases que me enviaban sus ojos resonaban en el fondo de mi corazón como si una boca invisible las hubiera susurrado en mi alma. Me encontraba dispuesto a renunciar a Dios y, sin embargo, mi corazón realizaba maquinalmente las formalidades de la ceremonia. La hermosa mujer me lanzó una segunda mirada tan suplicante, tan desesperada, que me atravesaron el corazón cuchillas afiladas, y sentí en el pecho más puñales que la Dolorosa.

Todo terminó. Ya era sacerdote.

Jamás fisonomía humana manifestó una angustia tan desgarradora; la joven que ve morir a su novio súbitamente junto a ella, la madre junto a la cuna vacía de su hijo, Eva sentada en el umbral del paraíso, el avaro que encuentra una piedra en el lugar de su tesoro, y el poeta que deja caer al fuego el único manuscrito de su más bella obra, no muestran un aire tan aterrado e inconsolable. La sangre abandonó su rostro encantador, que se volvió blanco como el mármol; sus hermosos brazos cayeron a lo largo de su cuerpo como si sus músculos se hubieran relajado y se apoyó en una columna, pues desfallecían sus piernas. Yo me dirigí vacilante hacia la puerta de la iglesia, lívido, con la frente inundada de sudor más sangrante que el del Calvario. Me ahogaba. Las bóvedas caían sobre mis hombros y me parecía como si sostuviera sólo yo con mi cabeza todo el peso de la cúpula.

Al franquear el umbral una mano se apoderó bruscamente de la mía, ¡una mano de mujer! Jamás había tocado otra. Era fría como la piel de una serpiente y me dejó una huella ardiente como la marca de un hierro al rojo vivo. Era ella.

-¡Infeliz, infeliz! ¿Qué has hecho? -me susurró. Luego desapareció entre la multitud.

El anciano obispo pasó a mi lado; me miró severamente. Mi comportamiento era de lo más extraño, palidecía, enrojecía, me encontraba turbado. Uno de mis compañeros se apiadó de mí y me llevó con él; hubiera sido incapaz de encontrar solo el camino del seminario. A la vuelta de una esquina, mientras el joven sacerdote miraba hacia otro lado, un paje vestido de manera extraña se me acercó y, sin detenerse, me entregó un portafolios rematado en oro, indicándome que lo ocultara; lo deslicé en mi manga y lo tuve guardado hasta que me quedé solo en mi celda. Hice saltar el broche; sólo había dos hojas con estas palabras: "Clarimonda, en el palacio Concini." Como yo no estaba entonces al corriente de las cosas de la vida, no conocía a Clarimonda, a pesar de su celebridad, e ignoraba por completo dónde se encontraba el palacio Concini. Hice mil conjeturas tan extravagantes unas como otras, pero con tal de volver a verla, me importaba bastante poco que pudiera ser gran dama o cortesana.

Este amor, nacido hacía bien poco, se había enraizado de forma indestructible. De tan imposible como me parecía, ni siquiera pensaba en intentar arrancarlo. Esta mujer se había apoderado de mí por completo, tan sólo una mirada suya había bastado para transformarme; me había insinuado su voluntad; y ya no vivía en mí, sino en ella y para ella. Hacía mil extravagancias, besaba mi mano donde ella me había cogido y repetía su nombre durante horas. Sólo con cerrar los ojos la veía con la misma claridad que si estuviera ante mí y me repetía las mismas palabras que ella me dijo en el pórtico de la iglesia: "Infeliz, infeliz, ¿qué has hecho?". Comprendía todo el horror de mi situación y el carácter fúnebre y terrible del estado que acababa de profesar se revelaba ante mí. Ser sacerdote, es decir, castidad, no amar, no distinguir ni edad ni sexo, apartarse de la belleza, arrancarse los ojos, arrastrarse en la sombra helada de un claustro o de una iglesia, ver sólo moribundos, velar cadáveres desconocidos y llevar sobre sí el duelo de la negra sotana con el fin de convertir la túnica en un manto para el propio féretro.

Y sentía mi vida como un lago interior que crece y se desborda; la sangre me latía con fuerza en las arterias; mi juventud, tanto tiempo reprimida, estallaba de golpe, como el áloe que tarda cien años en florecer y se abre con la fuerza de un trueno.

¿Cómo hacer para ver de nuevo a Clarimonda? No tenía pretextos para salir del seminario, no conocía a nadie en la ciudad; ni siquiera permanecería allí por más tiempo, pues sólo esperaba a que me designasen la parroquia que debía ocupar. Intenté arrancar los barrotes de la ventana, pero la altura era horrible, y sin escalera era impensable. Además, sólo podría bajar de noche y ¿cómo conducirme en el inextricable laberinto de calles? Estas dificultades -que no serían nada para otros- eran inmensas para mí, pobre seminarista recién enamorado, sin experiencia, sin dinero y sin ropa.

"¡Ah! -me decía a mí mismo en mi ceguera-, si no hubiera sido sacerdote habría podido verla todos los días, habría sido su amante, su esposo; en vez de estar cubierto con mi triste sudario, tendría ropas de seda y terciopelo, cadenas de oro, una espada y plumas como los jóvenes y hermosos caballeros. Mis cabellos, deshonrados por la tonsura, jugarían alrededor de mi cuello, formando ondeantes rizos. Tendría un lustroso bigote y sería un valiente. Pero, una hora ante el altar, unas pocas palabras apenas articuladas, me separaban para siempre de entre los vivos, ¡y yo mismo había sellado la losa de mi tumba, había corrido el cerrojo de mi prisión!"

Me asomé a la ventana. El cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se habían vestido de primavera; la naturaleza hacía gala de una irónica alegría. La plaza estaba llena de gente; unos iban, otros venían. Galanes y hermosas jovencitas iban en parejas hacia el jardín y los cenadores. Grupos de amigos pasaban cantando canciones de borrachos. Había un movimiento, una vida, una animación que aumentaba penosamente mi duelo y mi soledad. Una madre joven jugaba con su hijo en el umbral de la casa. Le besaba su boquita rosa perlada de gotas de leche, y le hacía arrumacos con mil divinas puerilidades que sólo las madres saben hacer. El padre, de pie, a una cierta distancia, sonreía dulcemente ante esta encantadora escena, y sus brazos cruzados estrechaban su alegría contra el corazón. No pude soportar este espectáculo; cerré la ventana y me eché en la cama con un odio y una envidia espantosa en el corazón, mordiendo mis dedos y la manta como un tigre con hambre de tres días.

No sé cuántos días permanecí de este modo; pero al volverme en un furioso espasmo vi al padre Serapion, de pie en la habitación, observándome atentamente. Me avergoncé de mí mismo y, hundiendo la cabeza en mi pecho, me cubrí el rostro con las manos.

-Romualdo, amigo mío -me dijo Serapion después de algunos minutos de silencio-, te sucede algo extraño; ¡tu conducta es verdaderamente inexplicable! Tú, tan sosegado y tan dulce, te revuelves ahora como un animal furioso. Ten cuidado, hermano, y no escuches las sugerencias del diablo; el espíritu maligno, irritado por tu eterna consagración al Señor, te acecha como un lobo rapaz, e intenta un último esfuerzo para atraerte a él. En vez de dejarte abatir, mi querido Romualdo, hazte una coraza de oración, un escudo de mortificación y combate valientemente al enemigo: lo vencerás. La virtud necesita de la tentación, y el oro sale más fino del crisol. No te asustes ni te desanimes. Las almas mejor guardadas y las más firmes han tenido estos momentos. Ora, ayuna, medita y se alejará el malvado espíritu.

El discurso del padre Serapion me hizo volver en mí y me tranquilicé.

-Venía a anunciarte que te ha sido asignada la parroquia de C**: El sacerdote que la ocupaba acaba de morir, y el obispo me ha encargado que te instale allí. Prepárate para mañana.

Respondí afirmativamente con la cabeza y el padre se retiró. Abrí el misal y comencé a leer oraciones; pero pronto las líneas se tornaron confusas bajo mis ojos. Las ideas se enmarañaron en mi cerebro, y el libro se deslizó de entre mis manos sin darme cuenta.

¡Partir mañana sin haberla visto!, ¡añadir otro imposible más a todos los que ya había entre nosotros!, ¡perder para siempre la esperanza de encontrarla a menos que sucediera un milagro!, ¿escribirle?, ¿y a través de quién haría llegar mi carta? Con el carácter sagrado de mi estado, ¿a quién podría abrir mi corazón? ¿en quién confiar? Fui presa de una terrible ansiedad. Además, me venía a la memoria lo que el padre Serapion me acababa de decir de los artificios del diablo: lo extraño de la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el destello fosforescente de sus ojos, la ardiente huella de su mano, la turbación en que me había hundido, el cambio repentino que se había operado en mí, mi piedad desvanecida en un instante; todo ello demostraba claramente la presencia del diablo, y la mano satinada no era sino el guante con que cubría sus garras. Estos pensamientos me sumieron en un gran temor, recogí el misal que había caído de mis rodillas al suelo y volví a mis oraciones.

A la mañana siguiente, Serapion vino a recogerme. Dos mulas cargadas con nuestro equipaje esperaban a la puerta. Él montó una, y yo, mejor o peor, la otra. Mientras recorríamos las calles de la ciudad miraba todas las ventanas y balcones por si veía a Clarimonda; pero era demasiado temprano, y la ciudad aún no había abierto los ojos. Mi mirada intentaba atravesar los estores y cortinas de los palacios ante los que pasábamos. Serapion, sin duda, atribuía esta curiosidad a la admiración que me causaba la belleza de la arquitectura, pues aminoraba el paso de su montura para darme tiempo de ver. Por fin llegamos a la puerta de la ciudad y empezamos a subir la colina. Cuando llegué a la cima me volví para mirar una vez más el lugar donde vivía Clarimonda. La sombra de una nube cubría por completo la ciudad; los tejados azules y rojos se confundían en un semitono general donde flotaban, aquí y allá, los humos de la mañana, como blancos copos de espuma. Gracias a un singular efecto óptico se dibujaba, rubio y dorado, bajo un rayo único de luz, un edificio que sobrepasaba en altura a las construcciones vecinas, hundidas por completo en el vaho; aunque estaba a más de una legua, parecía muy cercano. Podían distinguirse los más mínimos detalles, las torres, las azoteas, las ventanas e incluso las veletas con cola de milano.

-¿Qué palacio es ese que veo allá a lo lejos iluminado por un rayo de sol? -le pregunté a Serapion.

Puso la mano por encima de sus ojos y cuando lo vio me contestó:

-Es el antiguo palacio que el príncipe Concini regaló a la cortesana Clarimonda; allí suceden cosas horribles.

En ese instante -aún no sé si fue realidad o ilusión- creí ver cómo en la terraza se deslizaba una silueta blanca y esbelta que brilló un segundo y se apagó. ¡Era Clarimonda!

¡Oh! ¿Sabía ella entonces que, desde lo alto de este amargo camino que me separaba de ella, yo no descendería nunca más? ¿Que, ardiente e inquieto, yo no apartaba mis ojos del palacio que habitaba y al que un insignificante juego de luz parecía acercarme como para invitarme a entrar y ser su dueño? Sin duda lo sabía, pues su alma estaba demasiado ligada a la mía como para sentir el menor estremecimiento, y esta sensación la había impulsado a subir a la terraza, envuelta en sus velos, en el helado rocío de la mañana.

La sombra se apoderó del palacio, y todo fue un océano inmóvil de tejados y cumbres donde sólo se distinguía una ondulación montuosa. Serapion arreó a su mula, cuyo paso siguió la mía enseguida, y un recodo del camino me arrebató para siempre la ciudad de S**, pues no volvería nunca.

Al cabo de tres días de camino a través de campos tristes vislumbramos a través de los árboles el gallo del campanario de la iglesia donde debía servir. Después de recorrer calles tortuosas flanqueadas por chozas y cercados llegamos ante la fachada, que no se caracterizaba por su grandeza. Una terraza adornada con algunas nervaduras y dos o tres pilares del mismo gres toscamente tallados, tejas y contrafuertes del mismo gres que los pilares, esto era todo. A la izquierda, el cementerio con la hierba crecida y una gran cruz de hierro en medio; a la derecha y a la sombra de la iglesia, la casa parroquial. Era una casa de una sencillez extrema y de una desolada pulcritud. Entramos. Algunas gallinas picoteaban unos pocos granos de avena; acostumbradas como estaban a la negra sotana de los curas, no se espantaron con nuestra presencia y apenas se apartaron para dejarnos pasar. Se oyó un ladrido ronco y áspero, y vimos aparecer un perro viejo. Era el perro de mi antecesor. Tenía los ojos apagados, el pelo gris y todos los síntomas de la mayor vejez que un perro puede alcanzar. Lo acaricié suavemente y se puso a caminar junto a mí lleno de una indecible satisfacción. Vino también a nuestro encuentro una mujer muy vieja que había sido el ama de llaves del anciano cura, quien después de conducirme a una habitación de la planta baja me preguntó si había pensado despedirla. Le respondí que me quedaría con ella, con ella y con el perro, asimismo con las gallinas y con todos los muebles que su amo le había dejado al morir, cosa que la llenó de alegría, una vez que el padre Serapion le pagó en el momento el dinero que quería a cambio.

Cuando estuve instalado, el padre Serapion volvió al seminario. De forma que me quedé solo y sin otro apoyo que yo mismo. La idea de Clarimonda comenzó de nuevo a obsesionarme, y aunque me esforzaba en apartarla de mí, no siempre lo conseguía. Una tarde, paseando por mi jardín entre los caminos bordeados de boj, me pareció ver a través de los arbustos una silueta de mujer que seguía todos mis movimientos, y vi brillar entre las hojas dos pupilas verde mar; pero era sólo una ilusión, pues al pasar al otro lado encontré la huella de un pie tan pequeño que parecía de un niño. El jardín estaba rodeado por murallas muy altas, inspeccioné todos los recodos y rincones y no había nadie. Jamás pude explicarme este hecho, que no fue nada comparado con las cosas extrañas que me habían de suceder. Durante un año viví cumpliendo con exactitud todos los deberes correspondientes a mi estado, orando, ayunando y socorriendo enfermos, dando limosnas hasta privarme de lo más indispensable. Pero sentía en mi interior una profunda aridez y la fuente de la gracia estaba seca para mí. No podía gozar de la felicidad que da el cumplimiento de una misión santa. Mi pensamiento estaba en otra parte, y las palabras de Clarimonda me volvían a los labios como un estribillo que se repite involuntariamente. ¡Oh hermano, medita bien esto! Por haber mirado solamente una vez a una mujer, por una falta aparentemente tan leve, he sufrido durante años las más miserables turbaciones. Mi vida está trastornada para siempre jamás.

No voy a entretenerte más tiempo con derrotas y victorias seguidas siempre de las más profundas caídas y pasaré a relatar enseguida un hecho decisivo. Una noche llamaron violentamente a la puerta. La anciana ama de llaves fue a abrir, y un hombre de rostro cobrizo y ricamente vestido, aunque a la moda extranjera, y con un gran puñal, apareció en el umbral a la luz del farol de Bárbara. La primera impresión de ésta fue de miedo, pero el hombre la tranquilizó diciéndole que necesitaba verme enseguida para algo relacionado con mi ministerio. Bárbara lo hizo subir. Yo ya iba a acostarme. El hombre me dijo que su señora, una gran dama, estaba a punto de morir y deseaba un sacerdote. Le respondí que estaba dispuesto a acompañarlo; cogí lo necesario para la Extremaunción y bajé a toda prisa. En la puerta resoplaban de impaciencia dos caballos negros como la noche, y de su pecho emanaban oleadas de humo. Me sujetó el estribo y me ayudó a montar uno de ellos, después se montó en el otro, apoyando solamente una mano en la silla. Apretó las rodillas y soltó las riendas de su caballo, que salió como una flecha. El mío, cuya brida también sujetaba él, se puso al galope y se mantuvo a la par que el suyo. Bajo nuestro insaciable galope, la tierra desaparecía gris y rayada, y las negras siluetas de los árboles huían como un ejército derrotado. Atravesamos un sombrío bosque tan oscuro y glacial que un escalofrío de supersticioso terror me recorrió el cuerpo. La estela de chispas que las herraduras de nuestros caballos producían en las piedras dejaba a nuestro paso un reguero de fuego, y si alguien nos hubiera visto a esta hora de la noche, nos habría tomado a mi guía y a mí por dos espectros cabalgando en una pesadilla. De cuando en cuando, fuegos fatuos se cruzaban en el camino, y las cornejas piaban lastimeras en la espesura del bosque, donde a lo lejos brillaban los ojos fosforescentes de algún gato salvaje. La crin de los caballos se enmarañaba cada vez más, el sudor corría por sus flancos y resoplaban jadeantes. Cuando el escudero los veía desfallecer emitía un grito gutural sobrehumano, y la carrera se reanudaba con furia. Finalmente se detuvo el torbellino. Una sombra negra salpicada de luces se alzó súbitamente ante nosotros; las pisadas de nuestras cabalgaduras se hicieron más ruidosas en el suelo de hierro, y entramos bajo una bóveda que abría sus fauces entre dos torres enormes. En el castillo reinaba una gran agitación; los criados, provistos de antorchas, atravesaban los patios, y las luces subían y bajaban de un piso a otro. Pude ver confusamente formas arquitectónicas inmensas, columnas, arcos, escalinatas y balaustradas, todo un lujo de construcción regia y fantástica. Un paje negro en quien reconocí enseguida al que me había dado el mensaje de Clarimonda, vino a ayudarme a bajar del caballo, y un mayordomo vestido de terciopelo negro con una cadena de oro en el cuello y un bastón de marfil avanzó hacia mí. Dos lágrimas cayeron de sus ojos y rodaron por sus mejillas hasta su barba blanca.

-¡Demasiado tarde, padre! -dijo bajando la cabeza-, ¡demasiado tarde!, pero ya que no pudo salvar su alma, venga a velar su pobre cuerpo.

Me tomó del brazo y me condujo a la sala fúnebre; mi llanto era tan copioso como el suyo, pues acababa de comprender que la muerta no era otra sino Clarimonda, tanto y tan locamente amada. Había un reclinatorio junto al lecho; una llama azul, que revoloteaba en una pátera de bronce, iluminaba toda la habitación con una luz débil e incierta, y hacía pestañear en la sombra la arista de algún mueble o de una cornisa. Sobre la mesa en una urna labrada, yacía una rosa blanca marchita, cuyos pétalos, salvo uno que se mantenía aún, habían caído junto al vaso, como lágrimas perfumadas; un roto antifaz negro, un abanico, disfraces de todo tipo se encontraban esparcidos por los sillones, y hacían pensar que la muerte se había presentado de improviso y sin anunciarse en esta suntuosa mansión. Me arrodillé, sin atreverme a dirigir la mirada al lecho, y empecé a recitar salmos con gran fervor, dando gracias a Dios por haber interpuesto la tumba entre el pensamiento de esa mujer y yo, para así poder incluir en mis oraciones su nombre santificado desde ahora. Pero, poco a poco, se fue debilitando este impulso, y caí en un estado de ensoñación. Esta estancia no tenía el aspecto de una cámara mortuoria. Contrariamente al aire fétido y cadavérico que estaba acostumbrado a respirar en los velatorios, un vaho lánguido de esencias orientales, no sé qué aroma de mujer, flotaba suavemente en la tibia atmósfera. Aquel pálido resplandor se asemejaba más a una media luz buscada para la voluptuosidad que al reflejo amarillo de la llama que tiembla junto a los cadáveres. Recordaba el extraño azar que me había devuelto a Clarimonda en el instante en que la perdía para siempre y un suspiro nostálgico escapó de mi pecho. Me pareció oír suspirar a mi espalda y me volví sin querer. Era el eco. Gracias a este movimiento mis ojos cayeron sobre el lecho de muerte que hasta entonces habían evitado. Las cortinas de damasco rojo estampadas, recogidas con entorchados de oro, dejaban ver a la muerta acostada con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta por un velo de lino de un blanco resplandeciente que resaltaba aún más gracias al púrpura del cortinaje, de una finura tal que no ocultaba lo más mínimo la encantadora forma de su cuerpo y dejaba ver sus bellas líneas ondulantes como el cuello de un cisne que ni siquiera la muerte había podido entumecer. Se hubiera creído una estatua de alabastro realizada por un hábil escultor para la tumba de una reina, o una doncella dormida sobre la que hubiera nevado.

No podía contenerme; el aire de esta alcoba me embriagaba, el olor febril de rosa medio marchita me subía al cerebro, me puse a recorrer la habitación deteniéndome ante cada columna del lecho para observar el grácil cuerpo difunto bajo la transparencia del sudario. Extraños pensamientos me atravesaban el alma. Me imaginaba que no estaba realmente muerta y que no era más que una ficción ideada para atraerme a su castillo y así confesarme su amor. Por un momento creí ver que movía su pie en la blancura de los velos y se alteraban los pliegues de su sudario. Luego me decía a mí mismo: "¿acaso es Clarimonda? ¿Qué pruebas tengo? El paje negro puede haber pasado al servicio de otra mujer. Debo estar loco para desconsolarme y turbarme de este modo". Pero mi corazón contestaba: "es ella, claro que es ella". Me acerqué al lecho y miré aún más atentamente al objeto de mi incertidumbre. Debo confesaros que tal perfección de formas, aunque purificadas y santificadas por la sombra de la muerte, me turbaban voluptuosamente, y su reposado aspecto se parecía tanto a un sueño que uno podría haberse engañado. Olvidé que había venido para realizar un oficio fúnebre y me imaginaba entrando como un joven esposo en la alcoba de la novia que oculta su rostro por pudor y no quiere dejarse ver. Afligido de dolor, loco de alegría, estremecido de temor y placer me incliné sobre ella y cogí el borde del velo; lo levanté lentamente, conteniendo la respiración para no despertarla.

Mis venas palpitaban con tal fuerza que las sentía silbar en mis sienes, y mi frente estaba sudorosa como si hubiese levantado una lápida de mármol. Era en efecto la misma Clarimonda que había visto en la iglesia el día de mi ordenación; tenía el mismo encanto, y la muerte parecía en ella una coquetería más. La palidez de sus mejillas, el rosa tenue de sus labios, sus largas pestañas dibujando una sombra en esta blancura le otorgaban una expresión de castidad melancólica y de sufrimiento pensativo de una inefable seducción. Sus largos cabellos sueltos, entre los que aún había enredadas florecillas azules, almohadillaban su cabeza y ocultaban con sus bucles la desnudez de sus hombros; sus bellas manos, más puras y diáfanas que las hostias, estaban cruzadas en actitud de piadoso reposo y de tácita oración, y esto compensaba la seducción que hubiera podido provocar, incluso en la muerte, la exquisita redondez y el suave marfil de sus brazos desnudos que aún conservaban los brazaletes de perlas. Permanecí largo tiempo absorto en una muda contemplación, y cuanto más la miraba menos podía creer que la vida hubiera abandonado para siempre aquel hermoso cuerpo.

No sé si fue una ilusión o el reflejo de la lámpara, pero hubiera creído que la sangre corría de nuevo bajo esta palidez mate; sin embargo, ella permanecía inmóvil. Toqué ligeramente su brazo; estaba frío, pero no más frío que su mano el día en que rozó la mía en el eco de la iglesia. Incliné de nuevo mi rostro sobre el suyo derramando en sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Oh, qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia! ¡Qué agonía de vigilia! Hubiera querido poder juntar mi vida para dársela y soplar sobre su helado despojo la llama que me devoraba. La noche avanzaba, y al sentir acercarse el momento de la separación eterna no pude negarme la triste y sublime dulzura de besar los labios muertos de quien había sido dueña de todo mi amor. ¡Oh prodigio!, una suave respiración se unió a la mía, y la boca de Clarimonda respondió a la presión de mi boca: sus ojos se abrieron y recuperaron un poco de brillo, suspiró y, descruzando los brazos, rodeó mi cuello en un arrebato indescriptible.

-¡Ah, eres tú Romualdo! -dijo con una voz lánguida y suave como las últimas vibraciones de un arpa-; ¿qué haces? Te esperé tanto tiempo que he muerto; pero ahora estamos prometidos, podré verte e ir a tu casa. ¡Adiós Romualdo, adiós! Te amo, es todo cuanto quería decirte, te debo la vida que me has devuelto en un minuto con tu beso. Hasta pronto.

Su cabeza cayó hacia atrás, pero sus brazos aún me rodeaban, como reteniéndome. Un golpe furioso de viento derribó la ventana y entró en la habitación; el último pétalo de la rosa blanca palpitó como un ala durante unos instantes en el extremo del tallo para arrancarse luego y volar a través de la ventana abierta, llevándose el alma de Clarimonda. La lámpara se apagó y caí desvanecido en el seno de la hermosa muerta.

Cuando desperté estaba acostado en mi cama, en la habitación de la casa parroquial, y el viejo perro del anciano cura lamía mi mano que colgaba fuera de la manta. Bárbara se movía por la habitación con un temblor senil, abriendo y cerrando cajones, removiendo los brebajes de los vasos. Al verme abrir los ojos, la anciana gritó de alegría, el perro ladró y movió el rabo, pero me encontraba tan débil que no pude articular palabra ni hacer el más mínimo movimiento. Supe después que estuve así tres días, sin dar otro signo de vida que una respiración casi imperceptible. Estos días no cuentan en mi vida, no sé dónde estuvo mi espíritu durante este tiempo, no guardé recuerdo alguno. Bárbara me contó que el mismo hombre de rostro cobrizo que había venido a buscarme por la noche, me había traído a la mañana siguiente en una litera cerrada, y se había vuelto a marchar inmediatamente. En cuanto recuperé la memoria examiné todos los detalles de aquella noche fatídica. Pensé que había sido el juego de una mágica ilusión; pero hechos reales y palpables tiraban por tierra esta suposición. No podía pensar que era un sueño, pues Bárbara había visto como yo al hombre de los caballos negros y describía con exactitud su vestimenta y compostura. Sin embargo, nadie conocía en los alrededores un castillo que se ajustara a la descripción de aquel en donde había encontrado a Clarimonda.

Una mañana apareció el padre Serapion. Bárbara le había hecho saber que estaba enfermo y acudió rápidamente. Si bien tanta diligencia demostraba afecto e interés por mi persona, no me complació como debía. El padre Serapion tenía en la mirada un aire penetrante e inquisidor que me incomodaba. Me sentía confuso y culpable ante él, pues había descubierto mi profunda turbación, y temía su clarividencia.

Mientras me preguntaba por mi salud con un tono melosamente hipócrita, clavaba en mí sus pupilas amarillas de león, y hundía su mirada como una sonda en mi alma. Después se interesó por la forma en que llevaba la parroquia, si estaba a gusto, a qué dedicaba el tiempo que el ministerio me dejaba libre, si había trabado amistad con las gentes del lugar, cuáles eran mis lecturas favoritas y mil detalles parecidos. Yo le contestaba con la mayor brevedad, e incluso él mismo pasaba a otro tema sin esperar a que hubiera terminado. Esta charla no tenía, por supuesto, nada que ver con lo que él quería decirme. Así que, sin ningún preámbulo y como si se tratara de una noticia recordada de pronto y que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante que sonó en mi oído como las trompetas del juicio final:

-La cortesana Clarimonda ha muerto recientemente tras una orgía que duró ocho días y ocho noches. Fue algo infernalmente espléndido. Se repitió la abominación de los banquetes de Baltasar y Cleopatra. ¡En qué siglo vivimos, Dios mío! Los convidados fueron servidos por esclavos de piel oscura que hablaban una lengua desconocida; en mi opinión, auténticos demonios; la librea del de menor rango hubiera vestido de gala a un emperador. Sobre Clarimonda se han contado muchas historias extraordinarias en estos tiempos, y todos sus amantes tuvieron un final miserable o violento. Se ha dicho que era una mujer vampiro, pero yo creo que se trata del mismísimo Belcebú.

Calló, y me miró más fijamente aún para observar el efecto que me causaban sus palabras. No pude evitar estremecerme al oír nombrar a Clarimonda, y, la noticia de su muerte, además del dolor que me causaba por su extraña coincidencia con la escena nocturna de que fui testigo, me produjo una turbación y un escalofrío que se manifestó en mi rostro a pesar de que hice lo posible por contenerme. Serapion me lanzó una mirada inquieta y severa, luego añadió:

-Hijo mío, debo advertirte, has dado un paso hacia el abismo, cuidado de no caer en él. Satanás tiene las garras largas, y las tumbas no siempre son de fiar. La losa de Clarimonda debió ser sellada tres veces, pues, por lo que se dice, no es la primera que ha muerto. Que Dios te guarde, Romualdo.

Serapion dijo estas palabras y se dirigió lentamente hacia la puerta. No volví a verlo, pues partió hacia S** inmediatamente después.

Me había recuperado por completo y volvía a mis tareas cotidianas. El recuerdo de Clarimonda y las palabras del anciano padre estaban presentes en mi memoria; sin embargo, ningún extraño suceso había ratificado hasta ahora las fúnebres predicciones de Serapion, y empecé a creer que mis temores y mi terror eran exagerados. Pero una noche tuve un sueño. Apenas me había quedado dormido cuando oí descorrer las cortinas de mi lecho y el ruido de las anillas en la barra sonó estrepitosamente; me incorporé de golpe sobre los codos y vi ante mí una sombra de mujer. Enseguida reconocí a Clarimonda. Sostenía una lamparita como las que se depositan en las tumbas, cuyo resplandor daba a sus dedos afilados una transparencia rosa que se difuminaba insensiblemente hasta la blancura opaca y rosa de su brazo desnudo. Su única ropa era el sudario de lino que la cubría en su lecho de muerte, y sujetaba sus pliegues en el pecho, como avergonzándose de estar casi desnuda, pero su manita no bastaba, y como era tan blanca, el color del tejido se confundía con el de su carne a la pálida luz de la lámpara. Envuelta en una tela tan fina que traicionaba todas sus formas, parecía una estatua de mármol de una bañista antigua y no una mujer viva. Muerta o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza siempre era la misma; tan sólo el verde brillo de sus pupilas estaba un poco apagado, y su boca, antes bermeja, sólo era de un rosa pálido y tierno semejante al de sus mejillas. Las florecillas azules que vi en sus cabellos se habían secado por completo y habían perdido todos sus pétalos; pero estaba encantadora, tanto que, a pesar de lo extraño de la aventura y del modo inexplicable en que había entrado en mi habitación, no sentí temor ni por un instante.

Dejó la lámpara sobre la mesilla y se sentó a los pies de mi cama; después, inclinándose sobre mí, me dijo con esa voz argentina y aterciopelada, que sólo le he oído a ella:

-Me he hecho esperar, querido Romualdo, y sin duda habrás pensado que te había olvidado. Pero vengo de muy lejos, de un lugar del que nadie ha vuelto aún; no hay ni luna ni sol en el país de donde procedo; sólo hay espacio y sombra, no hay camino, ni senderos; no hay tierra para caminar, ni aire para volar y, sin embargo, heme aquí, pues el amor es más fuerte que la muerte y acabará por vencerla. ¡Ay!, he visto en mi viaje rostros lúgubres y cosas terribles. Mi alma ha tenido que luchar tanto para, una vez vuelta a este mundo, encontrar su cuerpo y poseerlo de nuevo... ¡Cuánta fuerza necesité para levantar la lápida que me cubría! Mira las palmas de mis manos lastimadas. ¡Bésalas para curarlas, amor mío! -me acercó a la boca sus manos, las besé mil veces, y ella me miraba hacer con una sonrisa de inefable placer.

Confieso para mi vergüenza que había olvidado por completo las advertencias del padre Serapion y el carácter sagrado que me revestía. Había sucumbido sin oponer resistencia, y al primer asalto. Ni siquiera intenté alejar de mí la tentación; la frescura de la piel de Clarimonda penetraba la mía y sentía estremecerse mi cuerpo de manera voluptuosa. ¡Mi pobre niña! A pesar de todo lo que vi, aún me cuesta creer que fuera un demonio: no lo parecía desde luego, y jamás Satanás ocultó mejor sus garras y sus cuernos. Había recogido sus piernas sobre los talones y, acurrucada en la cama, adoptó un aire de coquetería indolente. Cada cierto tiempo acariciaba mis cabellos y con sus manos formaba rizos como ensayando nuevos peinados. Yo me dejaba hacer con la más culpable complacencia y ella añadía a la escena un adorable parloteo. Es curioso el hecho de que yo no me sorprendiera ante tal aventura y, dada la facilidad que tienen nuestros ojos para considerar con normalidad los más extraños acontecimientos, la situación me pareció de lo más natural.

-Te amaba mucho antes de haberte visto, querido Romualdo, te buscaba por todas partes. Tú eras mi sueño y me fijé en ti en la iglesia, en el fatal momento; me dije: ¡es él! y te lancé una mirada con todo el amor que había tenido, tenía y tendría por ti. Fue una mirada capaz de condenar a un cardenal, de poner de rodillas a mis pies a un rey ante su corte. Tú permaneciste impasible y preferiste a tu Dios. ¡Ah, cuán celosa estoy de tu Dios al que has amado y amas aún más que a mí!

"¡Desdichada, desdichada de mí!, jamás tu corazón será para mí sola, para mí, a quien resucitaste con un beso, para mí, Clarimonda la muerta, que forzó por tu causa las puertas de la tumba y viene a consagrarte su vida; recobrada para hacerte feliz."

Estas palabras iban acompañadas de caricias delirantes que aturdieron mis sentidos y mi razón hasta el punto de no temer proferir para contentarla una espantosa blasfemia y decirle que la amaba tanto como a Dios.

Sus pupilas se reavivaron y brillaron como crisopacios:

-¡Es cierto, es cierto!, ¡tanto como a Dios! -dijo rodeándome con sus brazos-. Si es así, vendrás conmigo, me seguirás donde yo quiera. Te quitarás ese horrible traje negro. Serás el más orgulloso y envidiable de los caballeros, serás mi amante. Ser el amante confeso de Clarimonda, que llegó a rechazar a un papa, es algo hermoso. ¡Ah, llevaremos una vida feliz, una dorada existencia! ¿Cuándo partimos, caballero?

-¡Mañana!, ¡mañana! -gritaba en mi delirio.

-Mañana, sea -contestó-. Tendré tiempo de cambiar de ropa, porque ésta es demasiado ligera y no sirve para ir de viaje. Además tengo que avisar a la gente que me cree realmente muerta y me llora. Dinero, trajes, coches, todo estará dispuesto, vendré a buscarte a esta misma hora. Adiós, corazón -rozó mi frente con sus labios.

La lámpara se apagó, se corrieron las cortinas y no vi nada más; un sueño de plomo se apoderó de mí hasta la mañana siguiente. Desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de tan extraña visión me tuvo todo el día en un estado de agitación; terminé por convencerme de que había sido fruto de mi acalorada imaginación. Pero, sin embargo, las sensaciones fueron tan vivas que costaba creer que no hubieran sido reales, y me fui a dormir no sin cierto temor por lo que iba a suceder, después de pedir a Dios que alejara de mí los malos pensamientos y protegiera la castidad de mi sueño.

Enseguida me dormí profundamente, y mi sueño continuó. Las cortinas se corrieron y vi a Clarimonda, no como la primera vez, pálida en su pálido sudario y con las violetas de la muerte en sus mejillas, sino alegre, decidida y dispuesta, con un magnífico traje de terciopelo verde adornado con cordones de oro y recogido a un lado para dejar ver una falda de satén. Sus rubios cabellos caían en tirabuzones de un amplio sombrero de fieltro negro cargado de plumas blancas colocadas caprichosamente, y llevaba en la mano una fusta rematada en oro. Me dio un toque suavemente diciendo:

-Y bien, dormilón, ¿así es como haces tus preparativos? Pensaba encontrarte de pie. Levántate, que no tenemos tiempo que perder -salté de la cama-. Anda, vístete y vámonos -me dijo señalándome un paquete que había traído-; los caballos se aburren y roen su freno en la puerta. Deberíamos estar ya a diez leguas de aquí.

Me vestí enseguida, ella me tendía la ropa riéndose a carcajadas con mi torpeza y explicándome su uso cuando me equivocaba. Me arregló los cabellos y cuando estaba listo me ofreció un espejo de bolsillo de cristal de Venecia con filigranas de plata diciendo:

-¿Cómo te ves?, ¿me tomarás a tu servicio como mayordomo?

Yo no era el mismo y no me reconocí. Mi imagen era tan distinta como lo son un bloque de piedra y una escultura terminada. Mi antigua figura no parecía ser sino el torpe esbozo de lo que el espejo reflejaba. Era hermoso y me estremecí de vanidad por esta metamorfosis. Las elegantes ropas y el traje bordado me convertían en otra persona y me asombraba el poder de unas varas de tela cortadas con buen gusto. El porte del traje penetraba mi piel, y al cabo de diez minutos había adquirido ya un cierto aire de vanidad.

Di unas vueltas por la habitación para manejarme con soltura. Clarimonda me miraba con maternal complacencia y parecía contenta con su obra.

-Ya está bien de chiquilladas, en marcha, querido Romualdo. Vamos lejos, y así no llegaremos nunca -me tomó de la mano y salimos. Las puertas se abrían a su paso apenas las tocaba, y pasamos junto al perro sin despertarlo.

En la puerta estaba Margheritone, el escudero que ya conocía; sujetaba la brida de tres caballos negros como los anteriores, uno para mí, otro para él y otro para Clarimonda. Debían ser caballos bereberes de España, nacidos de yeguas fecundadas por el Céfiro, pues corrían tanto como el viento, y la luna, que había salido con nosotros para iluminarnos, rodaba por el cielo como una rueda soltada de su carro; la veíamos a nuestra derecha, saltando de árbol en árbol y perdiendo el aliento por correr tras nosotros. Pronto aparecimos en una llanura donde, junto a un bosquecillo, nos esperaba un coche con cuatro vigorosos caballos; subimos y el cochero les hizo galopar de una forma insensata, Mi brazo rodeaba el talle de Clarimonda y estrechaba una de sus manos; ella apoyaba su cabeza en mi hombro y podía sentir el roce de su cuello semidesnudo en mi brazo. Jamás había sido tan feliz. Me había olvidado de todo y no recordaba mejor el hecho de haber sido cura que lo que sentí en el vientre de mi madre, tal era la fascinación que el espíritu maligno ejercía en mí. A partir de esa noche, mi naturaleza se desdobló y hubo en mí dos hombres que no se conocían uno a otro. Tan pronto me creía un sacerdote que cada noche soñaba que era caballero, como un caballero que soñaba ser sacerdote. No podía distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde empezaba la realidad ni dónde terminaba la ilusión. El joven vanidoso y libertino se burlaba del sacerdote, y el sacerdote detestaba la vida disoluta del joven noble. La vida bicéfala que llevaba podría describirse como dos espirales enmarañadas que no llegan a tocarse nunca. A pesar de lo extraño que parezca no creo haber rozado en momento alguno la locura. Tuve siempre muy clara la percepción de mis dos existencias. Sólo había un hecho absurdo que no me podía explicar: era que el sentimiento de la misma identidad perteneciera a dos hombres tan diferentes. Era una anomalía que ignoraba ya fuera mientras me creía cura del pueblo C**, ya como il signor Romualdo, amante titular de Clarimonda.

El caso es que me encontraba - o creía encontrarme- en Venecia; aún no he podido aclarar lo que había de ilusión y de real en tan extraña aventura. Vivíamos en un gran palacio de mármol en el Canaleio, con frescos y estatuas, y dos Ticianos de la mejor época en el dormitorio de Clarimonda: era un palacio digno de un rey. Cada uno de nosotros tenía su góndola y su barcarola con nuestro escudo, sala de música y nuestro poeta. Clarimonda entendía la vida a lo grande y había algo de Cleopatra en su forma de ser. Por mi parte, llevaba un tren de vida digno del hijo de un príncipe, y era tan conocido como si perteneciera a la familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la serenísima república. No hubiera cedido el paso ni al mismo dux, y creo que desde Satán, caído del cielo, nadie fue más insolente y orgulloso que yo. Iba al Ridotto y jugaba de manera infernal. Me mezclaba con la más alta sociedad del mundo, con hijos de familias arruinadas, con mujeres de teatro, con estafadores, parásitos y espadachines. A pesar de mi vida disipada, permanecía fiel a Clarimonda. La amaba locamente. Ella habría estimulado a la misma saciedad, y habría hecho estable la inconstancia. Tener a Clarimonda era tener cien amantes, era poseer a todas las mujeres por tan mudable, cambiante y diferente de ella misma que era: un verdadero camaleón. Me hacía cometer con ella la infidelidad que hubiera cometido con otras, adoptando el carácter, el porte y la belleza de la mujer que parecía gustarme. Me devolvía mi amor centuplicado, y en vano jóvenes patricios e incluso miembros del Consejo de los Diez le hicieron las mejores proposiciones. Un Foscari llegó a proponerle matrimonio; rechazó a todos. Tenía oro suficiente; sólo quería amor, un amor joven, puro, despertado por ella y que sería el primero y el último. Hubiera sido completamente feliz de no ser por la pesadilla que volvía cada noche y en la que me creía cura de pueblo mortificándome y haciendo penitencia por los excesos cometidos durante el día. La seguridad que me daba la costumbre de estar a su lado apenas me hacía pensar en la extraña manera en que conocí a Clarimonda. Sin embargo, las palabras del padre Serapión me venían alguna vez a la memoria y no dejaban de inquietarme.

La salud de Clarimonda no era tan buena desde hacía algún tiempo. Su tez se iba apagando día a día. Los médicos que mandaron llamar no entendieron nada y no supieron qué hacer. Prescribieron algún medicamento sin importancia y no volvieron. Pero ella palidecía visiblemente y cada vez estaba más fría. Parecía tan blanca y tan muerta como aquella noche en el castillo desconocido. Me desesperaba ver cómo se marchitaba lentamente. Ella, conmovida por mi dolor, me sonreía dulcemente con la fatal sonrisa de los que saben que van a morir.

Una mañana, me encontraba desayunando en una mesita junto a su lecho, para no separarme de ella ni un minuto, y partiendo una fruta me hice casualmente un corte en un dedo bastante profundo. La sangre, color púrpura, corrió enseguida, y unas gotas salpicaron a Clarimonda. Sus ojos se iluminaron, su rostro adquirió una expresión de alegría feroz y salvaje que no le conocía. Saltó de la cama con una agilidad animal de mono o de gato y se abalanzó sobre mi herida que empezó a chupar con una voluptuosidad indescriptible. Tragaba la sangre a pequeños sorbitos, lentamente, con afectación, como un gourmet que saborea un vino de Jerez o de Siracusa. Entornaba los ojos, y sus verdes pupilas no eran redondas, sino que se habían alargado. Por momentos se detenía para besar mi mano y luego volvía a apretar sus labios contra los labios de la herida para sacar todavía más gotas rojas. Cuando vio que no salía más sangre, se incorporó con los ojos húmedos y brillantes, rosa como una aurora de mayo, satisfecha, su mano estaba tibia y húmeda, estaba más hermosa que nunca y completamente restablecida.

-¡No moriré! ¡No moriré! -decía loca de alegría colgándose de mi cuello-; podré amarte aún más tiempo. Mi vida está en la tuya y todo mi ser proviene de ti. Sólo unas gotas de tu rica y noble sangre, más preciada y eficaz que todos los elixires del mundo, me han devuelto a la vida.

Este hecho me preocupó durante algún tiempo, haciéndome dudar acerca de Clarimonda, y esa misma noche, cuando el sueño me transportó a mi parroquia vi al padre Serapion más taciturno y preocupado que nunca:

-No contento con perder tu alma quieres perder también el cuerpo. ¡Infeliz, en qué trampa has caído!

El tono de sus palabras me afectó profundamente, pero esta impresión se disipó bien pronto, y otros cuidados acabaron por borrarlo de mi memoria. Una noche vi en mi espejo, en cuya posición ella no había reparado, cómo Clarimonda derramaba unos polvos en una copa de vino sazonado que acostumbraba a preparar después de la cena. Tomé la copa y fingí llevármela a los labios dejándola luego sobre un mueble como para apurarla más tarde a placer y, aprovechando un instante en que estaba vuelta de espaldas, vacié su contenido bajo la mesa, luego me retiré a mi habitación y me acosté decidido a no dormirme y ver en qué acababa todo esto. No esperé mucho tiempo, Clarimonda entró en camisón y una vez que se hubo despojado de sus velos se recostó junto a mí. Cuando estuvo segura de que dormía tomó mi brazo desnudo y sacó de entre su pelo un alfiler de oro, murmurando:

-Una gota, sólo una gotita roja, un rubí en la punta de mi aguja... Puesto que aún me amas no moriré... ¡Oh, pobre amor!, beberé tu hermosa sangre de un púrpura brillante. Duerme mi bien, mi dios, mi niño, no te haré ningún daño, sólo tomaré de tu vida lo necesario para que no se apague la mía. Si no te amara tanto me decidiría a buscar otros amantes cuyas venas agotaría, pero desde que te conozco todo el mundo me produce horror. ¡Ah, qué brazo tan hermoso, tan perfecto, tan blanco! Jamás podré pinchar esta venita azul -lloraba mientras decía esto y sentía llover sus lágrimas en mi brazo, que tenía entre sus manos. Finalmente se decidió, me dio un pinchacito y empezó a chupar la sangre que salía. Apenas hubo bebido unas gotas tuvo miedo de debilitarme y aplicó una cinta alrededor de mi brazo después de frotar la herida con un ungüento que la cicatrizó al instante.

Ya no cabía duda. El padre Serapion tenía razón. Pero, a pesar de esta certeza, no podía dejar de amar a Clarimonda y le hubiera dado toda la sangre necesaria para mantener su existencia ficticia. Por otra parte, no tenía qué temer, la mujer respondía del vampiro, y lo que había visto y oído me tranquilizaba. Mis venas estaban colmadas, de forma que tardarían en agotarse y no iba a ser egoísta con mi vida. Me habría abierto el brazo yo mismo diciéndole:

-Bebe, y que mi amor se filtre en tu cuerpo con mi sangre.

Evitaba hacer la más mínima alusión al narcótico y a la escena de la aguja, y vivíamos en una armonía perfecta. Pero mis escrúpulos de sacerdote me atormentaban más que nunca y ya no sabía qué penitencia podía inventar para someter y mortificar mi carne. Aunque todas mis visiones fueran involuntarias y sin mi participación, no me atrevía a tocar a Cristo con unas manos tan impuras y un espíritu mancillado por semejantes excesos reales o soñados. Para evitar caer en semejantes alucinaciones, intentaba no dormir, manteniendo abiertos mis párpados con los dedos, y permanecía de pie apoyado en los muros luchando con todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la arena del adormecimiento pesaba en mis ojos, y al ver que mi lucha era inútil dejaba caer mis brazos y, exhausto y sin aliento, dejaba que la corriente me arrastrase hacia la pérfida orilla. Serapion me exhortaba de forma vehemente y me reprochaba con dureza mi debilidad y mi falta de fervor. Un día en que mi agitación era mayor que de ordinario me dijo:

-Sólo hay un remedio para que te desembaraces de esta obsesión, y aunque es una medida extrema la llevaremos a cabo: a grandes males, grandes remedios. Conozco el lugar donde fue enterrada Clarimonda; vamos a desenterrarla para que veas en qué lamentable estado se encuentra el objeto de tu amor. No permitirás que tu alma se pierda por un cadáver inmundo devorado por gusanos y a punto de convertirse en polvo; esto te hará entrar en razón.

Estaba tan cansado de llevar esta doble vida que acepté; deseaba saber de una vez por todas quién era víctima de una ilusión, si el cura o el gentilhombre, y quería acabar con uno o con otro o con los dos, pues mi vida no podía continuar así. El padre Serapion se armó con un pico, una palanca y una linterna y a medianoche nos fuimos al cementerio de** que él conocía perfectamente. Tras acercar la luz a las inscripciones de algunas tumbas, llegamos por fin ante una piedra medio escondida entre grandes hierbas y devorada por musgos y plantas parásitas, donde desciframos el principio de la siguiente inscripción:

Aquí yace Clarimonda
Que fue mientras vivió
La más bella del mundo.

-Aquí es -dijo Serapion y, dejando en el suelo su linterna, colocó la palanca en el intersticio de la piedra y comenzó a levantarla. La piedra cedió y se puso a trabajar con el pico. Yo le veía hacer más oscuro y silencioso que la noche misma; él, ocupado en tan fúnebre tarea, sudaba copiosamente, jadeaba, y su respiración entrecortada parecía el estertor de un agonizante. Era un espectáculo extraño y, cualquiera que nos hubiera visto desde fuera, nos habría tomado por profanadores y ladrones de sudarios antes que por sacerdotes de Dios. El celo de Serapion tenía algo de duro y salvaje que lo asemejaba más a un demonio que a un apóstol o a un ángel, y sus rasgos austeros recortados por el reflejo de la linterna nada tenían de tranquilizador.

Sentía en mis miembros un sudor glacial, y mis cabellos se erizaban dolorosamente en mi cabeza; en el fondo de mí mismo veía el acto de Serapion como un abominable sacrilegio, y hubiera deseado que del flanco de las sombrías nubes que transcurrían pesadamente sobre nosotros hubiera salido un triángulo de fuego que lo redujera a polvo. Los búhos posados en los cipreses, inquietos por el reflejo de la linterna, venían a golpear sus cristales con sus alas polvorientas, gimiendo lastimosamente; los zorros chillaban a lo lejos y mil ruidos siniestros brotaban del silencio. Finalmente, el pico de Serapion chocó con el ataúd, y los tablones retumbaron con un ruido sordo y sonoro, con ese terrible ruido que produce la nada cuando se la toca; derribó la tapa y vi a Clarimonda, pálida como el mármol, con las manos juntas; su blanco sudario formaba un solo pliegue de la cabeza a los pies. Una gotita roja brillaba como una rosa en la comisura de su boca descolorida. Al verla, Serapion se enfureció:

-¡Ah! ¡Estás aquí demonio, cortesana impúdica, bebedora de sangre y de oro! -y roció de agua bendita el cuerpo y el ataúd sobre el que dibujó una cruz con su hisopo. Tan pronto como el santo roció a la pobre Clarimonda su hermoso cuerpo se convirtió en polvo y no fue más que una mezcla espantosa y deforme de ceniza y de huesos medio calcinado-. He aquí a tu amante, señor Romualdo -dijo el despiadado sacerdote mostrándome los tristes despojos-, ¿irás a pasearte al Lido y a Fusine con esta belleza?

Bajé la cabeza, sólo había ruinas en mi interior. Volví a mi parroquia, y el señor Romualdo, amante de Clarimonda, se separó del pobre cura a quien durante tanto tiempo había hecho tan extraña compañía. Sólo que la noche siguiente volví a ver a Clarimonda, quien me dijo, como la primera vez en el pórtico de la iglesia:

-¡Infeliz! ¡infeliz!, ¿qué has hecho?, ¿por qué has escuchado a ese cura imbécil?, ¿acaso no eras feliz?, ¿y qué te había hecho yo para que violaras mi tumba y pusieras al descubierto las miserias de mi nada? Se ha roto para siempre toda posible comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos. Adiós, me recordarás -se disipó en el aire como el humo y nunca más volví a verla.

¡Ay de mí! Tenía razón; la he recordado más de una vez y aún la recuerdo. La paz de mi alma fue pagada a buen precio; el amor de Dios no era suficiente para reemplazar al suyo. Y, he aquí, hermano, la historia de mi juventud. No mires jamás a una mujer, y camina siempre con los ojos fijos en tierra, pues, aunque seas casto y sosegado, un solo minuto basta para hacerte perder la eternidad.

Théophile Gautier