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domingo, 22 de enero de 2012

In memoriam

Hace quince años, tú debías tener algo menos de cuarenta y nosotras teníamos trece. También tuvimos catorce, quince, dieciséis, diecisiete y hasta hoy, que tenemos veintiocho. Hablaba con ella, hace un rato, cuando me daba la noticia que no me podía creer, de que podía hacer tranquilamente cinco años que no nos veíamos. Hoy tiene una criatura preciosa que es igualita a ella y que se parece un montón a ti, porque os parecíais mucho.

Nos pasamos cientos de tardes adolescentes en tu casa e íbamos a verte a la inmobiliaria para que nos dejaras hacer solitarios en el ordenador. Eras joven, guapa, estabas divorciada, tenías tres hijos y un montón de paciencia con nosotras. Recuerdo haberme sentido en tu casa siempre como si estuviera en la mía, estuvieras tú o no (y eso, cuando se es adolescente y la madre de tu amiga está en casa es muy difícil). No nos trababas exactamente como a iguales pero tampoco como a crías.

Fuiste, ahora que lo pienso, que hace hora y pico que no puedo parar de pensar en ti, mi modelo de mujer independiente.

Hicimos mil y no hicimos ninguna y nos las aguantaste todas. Me llamabas "mi neniña" y me preguntabas siempre como estaba mi madre, que estaba mal. Un día tu hermana tuvo un accidente y se murió y yo no sabía como reaccionar cuando te vi llorar. Yo, que fui una adolescente llorosa a la que habrás visto llorar (y consolado) mil veces.

Y nos hicimos mayores. Yo me fui a Santiago, Carmelita se quedó en Ferrol. Yo anduve de huelga en huelga y ella se metió en el ejército. Pasan los años, crecen las distancias y, bien, menos mal que existe internet.

Hace varios días que la encontré y hoy me hablaba y yo le preguntaba por esa niña de las fotos, que es ella en pequeñito, que es una preciosidad. Y le pregunté por ti. Porque me pasé media vida metida en tu casa, porque siempre te quise mucho, porque me consta que me querías mucho. Moriste en mayo. La vida es una puta mierda.

Que la tierra te sea leve, Carmela madre, donde quiera que estés.

domingo, 1 de mayo de 2011

Tenía dieciséis años y estaba de excursión con el colegio. Acababa de contarle a mi madre que había leído El túnel y que me había entusiasmado y ella me había dicho que sí, que El túnel estaba bien, pero que no era nada si lo leías después de Sobre héroes y tumbas. Mi madre, la que me había contado tropecientas versiones diferentes de "El fantasma de Canterville" tenía un gusto literario muy muy parecido al mío, así que le hice caso y, el libro que me llevé a la excursión, fue Sobre héroes y tumbas. Tenía, repito, dieciséis años. La edad a la que las cosas (libros, películas, amigos... por este orden) más me han marcado. Nada en todo aquel año me ha marcado tanto como la primera lectura de Sobre héroes y tumbas. NADA.

Lo he contado muchas veces y no sé si por aquí: ese libro me perseguía por las estanterías de mi casa: no es que los libros cambiaran tanto de sitio en las estanterías, pero ese sí. En mi recuerdo, los cambios de los libros están magnificados pero es sólo porque yo lo magnifico todo. Buscara lo que buscara, en el estante en que lo buscara, allí estaba. Con ese título que a mí toda la infancia me sonó a sinónimo de lo que ahora sé que se llama Antropología y que más de una vez me he planteado estudiar pero que entonces me sonaba a coñazo. O a la parte más árida de la Historia. O a lo que no sabía que se podía estudiar de la Literatura, si es que conocía esa palabra. A libro que no me iba a gustar. ¡Qué equivocada estaba!

La excursión fue... no sé. Sé que vi La Alhambra, La mezquita de Córdoba y, si lo pienso, puedo recordar con quién dormí en el hotel. Ok, no. Es probable que no pueda. Sé que éramos adolescentes y que estábamos de excursión, así que seguro que bebí más que bastante y dormí menos que poco y recuerdo que en todos los desplazamientos en autobús, iba leyendo por primera vez Sobre héroes y tumbas. Y digo por primera vez porque, hasta 2003, que murió mi madre, lo leí dos o tres veces todos los años. Cuando mi madre murió, determinadas cosas pasaron a estar bloqueadas y a Sabato sólo lo desbloqueé en 2008, cuando volví a hacer un Ferrol-Andalucía (Sevilla, esta vez) en autobús.

Si El túnel había sido una hostia emocional, Sobre héroes y tumbas consiguió que nunca más empatizara con aquello que no fuera sórdido. Y que Buenos Aires dejara de ser un sitio más que estaba en alguna parte y pasara a ser esa ciudad a la que quería ir ante todo y sobre todo para reconocer las calles por donde paseaban Martín y Alejandra. Es como ir a Corinto no en busca de pasas sino de Medea.

Y... hoy Sabato se ha muerto. No escribía novelas desde hacía mucho y de hecho, sólo tenía tres. Últimamente pintaba y hubo un tiempo en que, tras leerlo en alguna parte, pensaba que estaba ciego. La venganza de la Secta, ya me entienden.

Mi padre lo trajo de Argentina donde lo compró tras naufragar con no recuerdo qué barco (lo pone en la primera página de SU edición), mi tío José siempre discute que sea mío porque afirma (con razón) que él lo leyó y lo hizo suyo antes; mi hermano empezó por el "Informe sobre ciegos" porque estaba buscando información sobre no sé qué historia corrupta relacionada con la ONCE. Lo he prestado (tanto el ejemplar argentino de mi padre como el mío, edición de kiosko de El Mundo) a diestro y siniestro y lo he regalado más de una vez. Se lo he recomendado a todo el mundo y lo he amado más de lo que probablemente sea capaz de amar a ser humano alguno. Sí, algunos amamos más las historias que las personas y creo que todavía no está descrito como enfermedad psiquiátrica o psíquica o cómo se llamen esas enfermedades. Y si lo está, me da igual. Se ha muerto Sabato, no pueden esperar que nada más me afecte hoy. Sabato. Muerto. Para siempre. Nunca más va a volver, ya no escribirá la cuarta novela y no voy a volver a escucharlo hablar. Porque estuve en una conferencia suya, en primero. El que era mi profesor de literatura a la sazón le dio la mano (porque se conocían) y yo pensé "así te parta un rayo por atreverte a tocarlo". O algo así. Mitómana selectiva que siempre he sido.

Pero estábamos con mis dieciséis y los ciegos y la cabeza y Lavalle y no sé cuántos hombres y una mujer, y el loco Bebe tocando la trompeta y Alejandra y Martín y Bruno y madrecloaca, niña-murciélago, dragón-princesa. Y Fernando Vidal Olmos. Y los anarquistas de la imprenta. Y el parque Lezama de Buenos Aires y Alejandra diciéndole a Martín que parece como de El Greco y... mierda, y todo. Todo el Informe sobre ciegos del principio al fin y la sensación, la primera vez de "por qué me mete esto aquí y no sigue contándome la historia". La "Noticia preliminar" que me salté en la primera lectura, igual que me salté años atrás el marco de Frankenstein. Bueno, que me salté hasta el momento en que la leí. Pero para mí empezaba con Martín un par de años antes de a saber qué acontecimientos de Barracas paseando por el parque Lezama.

No es que no ame la historia de Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne. Ni que no entienda perfectamente por qué y cómo y no me dé pavor entenderlo y casi casi justificarlo. Ni que no me haya gustado, la única vez que lo leí (porque hay libros que no necesitas releer compulsivamente un par de veces al año y que puedes no releer en diez... o en veinte -supongo- o... nunca... o eso dicen) Abaddon el exterminador ni que no tenga pendientes los ensayos (pero ¿y si no me gustan? ¿podría soportarlo?) pero nada será nunca Sobre héroes y tumbas, por más que tenga partes que me sobren, por más que, joder, no sé: ¿saben cuando se enamoran de alguien y da igual X cosa que no les gusta porque... ya? Pues yo me enamoro de libros.

Y ahora, con su permiso, voy a seguir llorando. Y a dormir.

viernes, 12 de marzo de 2010

No ignoro que el recurso de beber para huir es un viejo truco pero ¿conoces tú alguno más eficaz para escapar de ti mismo? Una copa acartona el recuerdo, pero , al propio tiempo, convierte la onerosa gravedad de tu cuerpo en una suerte de porosidad flotante. Algo parecido a la fiebre. Pasado el trance, sobreviene el decaimiento, pero hay un medio para evitarlo: mantener en sangre una dosis de alcohol que te imbuya la impresión de que participas en la vida, de que la vida no pasa sobre el hoyo en que te pudres sin advertir que existes. Esta forma de energía suele identificarse con la alegría, aunque, por supuesto, no es alegría. A lo sumo, una energía inferior, improductiva; en caso contrario, yo trabajaría. Pero mi ingenio, si alguna vez existió, se ha agotado; ya lo estás viendo: no soy capaz de embadurnar un lienzo, ni siquiera de sostener un pincel en la mano.

El principio de Señora de rojo sobre fondo gris

¿Quién se viene este fin de semana a beber para olvidar la muerte de Delibes?

Enero Rohmer, febrero Salinger, marzo Delibes. 2010, empiezas a caerme auténticamente mal.

lunes, 8 de febrero de 2010

Un día perfecto para el pez plátano

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.
—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
—¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
—¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
—¿Cuándo llegasteis?
—No sé... el miércoles, de madrugada.
—¿Quién condujo?
—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha
hecho arreglar el coche?
—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
—Muy bien—dijo la chica.
—¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
—No. Ahora tiene uno nuevo
—¿Cuál?
—Mamá... ¿qué importancia tiene?
—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.
—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
—Lo tienes tú.
—¿Estás segura?—dijo la chica.
—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
—¡Pero está en alemán!
—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. .
—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
—Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
—Muriel, mira, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—Tu padre habló con el doctor Sivetski.
—¿Sí?—dijo la chica.
—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
—¿Y...?—dijo la chica.
—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
—¿Quién? ¿Cómo se llama?
—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar.
—De todos modos, dicen que es muy bueno.
—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
—Me he quemado toda, mamá, toda.
—¡Qué horror!
—No me voy a morir.
—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
—Bueno... sí... más o menos...—dijo la chica.
—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
—Bueno, ¿qué dijo?
—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
—¿Por que te hizo esa pregunta?
—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
—¿El verde?
—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
—Pero ¿qué dijo él? El médico.
—Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
—Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
—No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
—En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
—En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le subí un poco las hombreras.
—¿Cómo es la ropa este año?
—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
—¿Y tu habitación?
—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
camión.
—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
—Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.
—¿Y no quieres volver a casa?
—No, mamá.
—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
—No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.
—Mamá, esta llamada va a costar una for...
—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que...
—Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
—¿Dónde está?
—En la playa.
—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
—Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
—No he dicho nada de eso, Muriel.
—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
—Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
—No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
—Muriel, hazme caso.
—Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
—Muriel, quiero que me lo prometas.
—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.

—Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
—No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
—Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.
—Estáte quieta, Sybil, cariño...
—¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
—Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
—¡Ah!, hola, Sybil.
—¿Vas a ir al agua?
—Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
—¿Qué?—dijo Sybil.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
—Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
—No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
—¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.
—¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
—Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
—Es amarillo—dijo—. Es amarillo.
—¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.
—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
—Necesita aire—dijo.
—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
—¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
—Sí que podías.
—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
—¿Qué?
—Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
—Vayamos al agua—dijo.
—Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
—¿Que eche a quién?
—A Sharon Lipschutz.
—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
—¿Un qué?
—Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano—dijo el joven.
Sybil negó con la cabeza.
—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
—No sé—dijo Sybil.
—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
—Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
Sybil soltó el pie:
—¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.
—Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
—No eran más que seis—dijo Sybil.
—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
—¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.
—¿Si me gusta qué?
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
—¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
—¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas—dijo ella por último.
—Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.
—No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
—No veo ninguno—dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
—Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces plátano.
—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
—Sí—dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
—¿Por qué?—preguntó Sybil.
—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
—Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.
—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
—Acabo de ver uno.
—¿Un qué, amor mío?
—Un pez plátano.
—¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
—Sí—dijo Sybil—. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
—¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
—¡No!
—Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
—Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice?—dijo la mujer.
—Dije que veo que me está mirando los pies.
—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

J. D. Salinger




viernes, 29 de enero de 2010

No estaba muerta

Yo no, pero Rohmer y Salinger ahora sí. Yo estaba bañándome en alcohol, en libros, en mundo exterior, en no redactar 3900 caracteres (espacios incluídos) de un proyecto docente a entregar mañana para irme a Brasil de lectora de español (si me lo conceden) y viendo como mis decisiones para siempre se agrietan inevitablemente (pero las cosas con grietas pueden durar mucho tiempo: una vida humana incluso).

También lloré a Rohmer (es un decir porque al final ni una película revisioné) y hoy lloro a Salinger. Los dos veían el mundo como yo siempre quise reflejarlo. Siempre quise que me dirigiera Rohmer en lugar de la Coixet. Mierda.

Tomo manhattans (sin cereza) bajo una bombilla que hace siglos que no es roja, tengo una coctelera que aún no he estrenado (viva, viva mi hermano) y la edición de Moby Dick que venía soñando un par de años. También tengo otras cosas (nuevas, quiero decir) y ahora mismo un montón de sueño. Y una programación docente que hacer antes de dormir. ¡Maldita costumbre de procrastinar! ¿Para qué quieren una programación docente? "Hola, me llamo María, el español es mi lengua materna y la tuya no". También tengo que justificar por qué Bahia. "Porque Rio me da miedo".

También tuve una gripe, una boda (con su correspondiente despedida de soltera) y mantengo una tos cojonuda. Exámenes la semana que viene y pocas ganas de estudiar.

Y no, no olvidaba que tenía un blog.







domingo, 17 de mayo de 2009

Benedetti ya no existe. Mierda

No puedo escoger un solo texto de Benedetti. Ni quiero. Ni siquiera sabría si escoger verso o prosa. Ni si querría escoger verso o prosa. Mierda.

¿Por qué, por qué, por qué se ha muerto Benedetti? Ahora que ya llevaba tantos días mal que parecía que se iba a poner bien. Ahora que mis Inventarios (aunque sólo tengo el I y el II) ya están aquí, "porque Benedetti está muy malito". Mierda.

Benedetti es una de esas escogidísimas personas que deberían ser inmortales. Mierda. Mierda, mierda, mierda.

En cambio, Dan Brown sigue vivo. Y no pienso citar más, pero saldrían muchísimos. Mierda.

Sé que últimamente lo digo mucho, pero se está acabando el mundo. Mierda.

Mierda.



miércoles, 13 de mayo de 2009

Antonio Vega, in memoriam

No me gustaba especialmente Antonio Vega porque no me gusta especialmente el pop, pero todos nos sabemos, como mínimo "El sitio de mi recreo" y "La chica de ayer". Y el estribillo de "Se dejaba llevar". Como mínimo, he dicho.

No me gustaba especialmente Antonio Vega pero sí me gusta la Movida (y todo lo que pasaba por allí) y la Movida no hubiera sido la misma sin Nacha Pop. Igual que no hubiera sido la misma sin Radio Futura (a los que tengo un aprecio especial por la versión de "Annabel Lee"), sin Alaska (¿por qué Alaska se ha convertido en lo que se ha convertido y sale hablando por la Cope con Federico?), sin Loquillo, sin Los Nikis o sin Los Secretos. Sin Siniestro Total. Y escribe alguien a quien su hermano cambiaba los pañales cantándole "La caca de colores". Mi hermano me lleva casi dieciséis años (el otro me lleva diecisiete) y Siniestro Total era su grupo favorito por aquella época.

No me gustaba especialmente Antonio Vega, pero "La chica de ayer" no merecía caer en las garras de Enrique Iglesias y "El sitio de mi recreo" es una de esas canciones "bonitas" que gustan cuando se tiene el día tonto, la regla (ambas cosas) o una abducción por la invención de Guilhém de Peitieu y sus coleguitas. O sea, esa enajenación mental transitoria que llaman amor. Incluso los tres factores a la vez. Claro que eso es demasiado duro para superarlo sin terapia. Sobre todo si se escucha "El sitio de mi recreo".

La canción no puede ser más moñas. Pero es bonita. Lo moñas a veces es bonito.



Donde nos llevó la imaginación,
donde con los ojos cerrados
se divisan infinitos campos.

Donde se creó la primera luz
junto a la semilla de cielo azul
volveré a ese lugar donde nací.

De sol, espiga y deseo
son sus manos en mi pelo,
de nieve, huracán y abismos,
el sitio de mi recreo.

Viento que a su murmullo parece hablar
mueve el mundo con gracia, la ves bailar
y con él, el escenario de mi hogar.

Mar, bandeja de plata, mar infernal
es su temperamento natural,
poco o nada cuesta ser uno más.

De sol, espiga y deseo
son sus manos en mi pelo,
de nieve, huracán y abismos,
el sitio de mi recreo.

Silencio, brisa y cordura
dan aliento a mi locura,
hay nieve, hay fuego, hay deseo,
ahí donde me recreo.


Claro que puede que la canción no sea tan moñas y sea culpa mía por asociarla indefectiblemente desde primero a Báilame el agua, una de esas películas que poníamos todos los años en el cine de la residencia. En la escena "chico y chica por fin se lían" suena "El sitio de mi recreo". La película es muy, muy (pero muy) mala y muy bonita. Tiene de todo: nenés que se marchan de casa, se molan pero están media película sin liarse, pasan jaco, se drogan, se prostituyen, escriben poemas, se mueren. Tiene también su dosis de moralina. Pero me gusta mucho. No lo puedo evitar: a veces tengo quince años. Y la primera vez que la vi, tenía dieciocho. Claro que sólo me gusta mucho cuando tengo el día tonto, la regla o esa enajenación mental transitoria que llaman amor. O las tres cosas. Hoy ni se me ocurre volver a ver Báilame el agua. Y sólo he escuchado "El sitio de mi recreo" porque se murió el hombre. Y porque tenía que comprobar si se escuchaba bien antes de ponerla en el blog.

Hoy ha sido el día de la anáfora, en cambio. De la anáfora y la repetición.



jueves, 30 de abril de 2009

Idea Vilariño, in memoriam

Miguel Hernández decía que "muere un poeta y la creación se siente / herida y moribunda en las entrañas" y hace cosa de veinticuatro horas que murió Idea Vilariño. Miguel Hernández hablaba del fusilamiento de Lorca, que da más rabia, pero los poetas no deberían morir. O sólo aquellos que lo quisieran. Aunque, gracias a Bryce, todos sabemos que Larra se suicidó por cojudo y no por romántico. Pero Larra no me gusta y el Romanticismo español siempre me ha parecido de coña y a Idea Vilariño la estaba descubriendo. Poco, con calma y siempre por internet. Que puedo seguir descubriéndola igual, pero no es lo mismo.

Podría poner varios poemas, entre ellos los de "y si voy ahora y me muero, ¿qué?", pero casi que prefiero poner algo que no recuerde que se murió ahora y no cuando se lo planteaba como posibilidad.

Ahí va:





Cuando compre un espejo para el baño...

Cuando compre un espejo para el baño
voy a verme la cara
voy a verme
pues qué otra manera hay decíme
qué otra manera de saber quién soy.
Cada vez que desprenda la cabeza
del fárrago de libros y de hojas
y que la lleve hueca atiborrada
y la deje en reposo allí un momento
la miraré a los ojos con un poco
de ansiedad de curiosidad de miedo
o sólo con cansancio con hastío
con la vieja amistad correspondiente
o atenta y seriamente mirarme
como esa extraña vez-mis once años-
y me diré mirá ahí estás
seguro
pensaré no me gusta o pensaré
que esa cara fue la única posible
y me diré esa soy yo ésa es Idea
y le sonreiré dándome ánimos.

Idea Vilariño

lunes, 30 de marzo de 2009

Lara's theme

¿Cómo olvidar la banda sonora de Doctor Zhivago? Y el hecho de que sea la película favorita de mi señor padre hace que la haya visto un montón de veces, desde el aburrimiento infantil más absoluto (es un misterio por qué otros adulterios menos flagrantes no pasaban la censura y sí el de Doctor Zhivago, claro) hasta la fascinación más extrema. La versión de verdad, no la que dicen que remakearon en 2002; la de Omar Shariff con los pómulos recogidos hacia atrás (no hay nada que se parezca menos a un ruso que un egipcio), Geraldine Chaplin llegando con un pompón rosa por sombrero y Julie Christie perteneciendo "a la segunda clase de mujeres". ¡Lara, Lara! Aunque la última vez que la vi, descubrí que lo de Yuri gritando "¡Lara, Lara!" al bajar del autobús me lo había inventado yo. Julie Christie es y siempre será Larissa Antipova, por más papeles que haya hecho (e hizo muchos).

Puede que mi favorita del Hollywood clásico sea Duelo al sol (o Esplendor en la hierba) y mi favorita de David Lean es La hija de Ryan, pero Doctor Zhivago me gusta mucho. Me gusta mucho, entre otras cosas, por la banda sonora.

Y se ha muerto Maurice Jarre, el autor de bandas sonoras que no era Morricone. Además de esta, innúmeras, como Lawrence de Arabia y La hija de Ryan (viva, viva David Lean), pero también Barbarella, Pasaje a la India, esta tan bonita del hombre y el draco que nadie conoce y que echan cada seis meses en la gallega, Gorilas en la niebla o Top Secret. Y más. Mejores o peores, pero más. Incluso varias de esas de las que sólo te gusta la banda sonora.

El mundo se está acabando. ¡Mierda!

(y que hayan hecho un remake de Doctor Zhivago con Keira Kightley sólo lo confirma)





sábado, 17 de enero de 2009

Andrew Wyeth, in memoriam



"Cuanto más estoy con un objeto, sea una modelo o un trozo de paisaje, más empiezo a ver lo que no apreciaba".

Andrew Wyeth



Hoy (debería decir ayer, pero para mí el día termina cuando me acuesto) murió Andrew Wyeth. Supongo que lo habría descubierto igual, pero me enteré por la ingente cantidad de visitas que tenía mi blog cuando me asomé allá por las seis de la tarde justo en esa página. Justo en esa página me visitaban: yo me asomaba al blog. Googueleé y lo descubrí. El mundo se está acabando poco a poco. Y yo sin superar lo de Bergman, todavía.

Andrew Wyeth se merece la segunda entrada, la que vendría más tarde. Queda (y se multiplicará en los próximos días, supongo) material en internet para una tercera y, probablemente, una cuarta. Esta es sin personas porque Wyeth, si bien no pintó el camión de Hopper (si un camión puede estar desolado, ese es el de Hopper), tenía esa atmósfera. O yo se la veo. Sin personas pero con unas botas. Porque ese cuadro quise ponerlo ya en la primera y finalmente no lo hice. Mi faro, el que buscaba entonces, está justo en el siguiente cuadro. Un cuadro que va repetido, pero he repetido otros de otros autores. Unas botas, un faro, una ventana, una casa con flores delante, un paisaje nevado, un perro, un espantapájaros, una cama. Una maravilla.