domingo, 10 de junio de 2012

El capítulo V de Las uvas de la ira

Los propietarios de las tierras o, con mayor frecuencia, un portavoz de los propietarios, iban a las tierras. Llegaban en coches cerrados y palpaban el polvo seco con los dedos, y algunas veces perforaban el suelo con grandes taladros para analizarlo. Los arrendatarios, desde los patios castigados por el sol, miraban inquietos mientras los coches cerrados avanzaban sobre los campos. Y al fin los representantes de los dueños entraban en los patios y permanecían sentados en los coches para hablar por las ventanillas. Los arrendatarios estaban un rato de pie junto a los coches y luego se agachaban en cuclillas y cogían palitos con los que dibujar en el polvo.

Las mujeres miraban desde las puertas abiertas y detrás de ellas los niños, niños de cabeza de maíz, los ojos de par en par, un pie descalzo encima del otro y los dedos de los pies en movimiento. Las mujeres y los niños miraban a los hombres hablar con los propietarios y callaban. 

Algunos portavoces eran amables porque detestaban lo que tenían que hacer, otros estaban enfadados porque no querían ser crueles, y aun otros se mostraban fríos, porque habían descubierto hacía ya mucho tiempo que no se puede ser propietario si no se es frío. Y todos se sentían atrapados en algo que les sobrepasaba. Unos despreciaban las matemáticas a las que debían obedecer, otros tenían miedo, y aun otros adoraban las matemáticas porque podían refugiarse en ellas de las ideas y los sentimientos. Si un banco o una compañía financiera eran dueños de las tierras, el enviado decía: el Banco, o la Compañía, necesita, quiere, insiste, ebe recibir, como si el banco o la compañía fuera un monstruo con capacidad para pensar y sentir, que les hubiera atrapado. Ellos no asumían la responsabilidad por los bancos o las compañías porque eran hombres y esclavos, mientras que los bancos eran máquinas y amos, todo al mismo tiempo. Algunos de los enviados estaban algo orgullosos de ser los esclavos de señores tan fríos y poderosos. Se quedaban sentados en los coches y daban explicaciones. Sabes que la tierra es pobre. Ya has escarbado en ella lo suficiente, Dios lo sabe. 

Los arrendatarios, en cuclillas, asentían, pensaban y hacían dibujos en el polvo y, sí, lo sabían, Dios lo sabe. Ojalá el polvo no volara. Si sólo la capa superior no volara... 

Los hombres de los propietarios tenían una idea fija: Sabes que la tierra se está empobreciendo. Sabes lo que el algodón le hace a la tierra: la despoja de todo, la desangra. 

Los hombres en cuclillas asentían, lo sabían, Dios lo sabía. Si pudieran alternar cosechas podrían bombear sangre nueva en la tierra. 

Bueno, es demasiado tarde. Y los enviados explicaban el mecanismo y el razonamiento del monstruo que era más fuerte que ellos. Un hombre puede conservar la tierra si consigue comer y pagar la renta: lo puede hacer. 

Sí, puede hacerlo hasta que un día pierde la cosecha y se ve obligado a pedir dinero prestado al banco. 

Pero, entiendes, un banco o una compañía no lo pueden hacer porque esos bichos no respiran aire, no comen carne. Respiran beneficios, se alimentan de los intereses del dinero. Si no tienen esto mueren, igual que tú mueres sin aire, sin carne. Es triste pero es así. Sencillamente es así. 

Los hombres acuclillados levantaban los ojos intentando comprender. ¿No podemos quedarnos? Quizá el año próximo sea un buen año. Dios sabe cuánto algodón habrá el año que viene. Y con todas las guerras, Dios sabe qué precio alcanzará el algodón. ¿No fabrican explosivos con el algodón? ¿No hacen uniformes? Con las guerras suficientes, el algodón irá por las nubes: El año próximo, tal vez. Miraban hacia arriba interrogantes. 

No podemos depender de eso. El banco, el monstruo necesita obtener beneficios continuamente. No puede esperar, morirá. No, la renta debe pagarse. El monstruo muere cuando deja de crecer. No puede dejar de crecer. 

Los dedos suaves empezaban a dar golpecitos en la ventana del coche y los dedos endurecidos apretaban con más fuerza los palitos que no cesaban de hacer dibujos. En las puertas de las casas castigadas por el sol las mujeres suspiraban y después cambiaban de pie, de modo que el que había estado debajo ahora estaba encima, y los dedos en movimiento. Los perros se acercaban a los coches de los dueños olfateando y meaban en los cuatro neumáticos, uno detrás de otro. Los pollos se tendían en la tierra soleada y ahuecaban las plumas para que el polvo limpiador llegara hasta la piel. En las pequeñas pocilgas los cerdos gruñían inquisitivamente sobre los restos fangosos de su bazofia. 

Los hombres en cuclillas volvían a bajar la vista. ¿Qué quieren que hagamos? No podemos quedarnos con una parte menor de la cosecha, ya estamos medio muertos de hambre. Los niños están hambrientos todo el tiempo. No tenemos ropa, la que llevamos está rota y en jirones. Si no fuera porque todos los vecinos están igual, nos daría vergüenza ir a las reuniones. 

Y por fin los enviados llegaban al fondo de la cuestión. El sistema de arrendamiento ya no funciona. Un hombre con un tractor puede sustituir a doce o catorce familias. Se le paga un sueldo y se queda uno con toda la cosecha. Lo tenemos que hacer. No nos gusta, pero el monstruo está enfermo. Algo le ha sucedido al monstruo. 

Pero van a matar la tierra con el algodón. 

Lo sabemos. Tenemos que obtener el algodón rápidamente antes de que la tierra muera. Entonces la venderemos. A montones de familias del este les gustará poseer un trozo de tierra. 

Los arrendatarios levantaban la vista alarmados. Pero ¿qué pasa con nosotros? ¿Cómo vamos a comer? 

Os tendréis que ir de las tierras. Los arados saldrán por los portones. 

Entonces los hombres acuclillados se erguían airados. El abuelo se cogió la tierra y tuvo que matar indios para que se fueran. Y Padre nació aquí y arrancó las malas hierbas y mató serpientes. Luego vino un mal año y tuvo que pedir prestado algo de dinero. Y nosotros nacimos aquí. Los que están en la puerta, nuestros hijos, nacieron aquí. Y Padre tuvo que pedir dinero prestado. Entonces el banco se apropió de la tierra, pero nos quedamos y conservamos una pequeña parte de la cosecha. 

Ya lo sabemos, todo eso lo sabemos. No somos nosotros, es el banco. Un banco no es como un hombre, el propietario de cincuenta mil acres tampoco es como un hombre: es el monstruo. 

Sí, claro, gritaban los arrendatarios, pero es nuestra tierra. Nosotros la medimos y la dividimos. Nacimos en ella, nos mataron aquí, morimos aquí. Aunque no sea buena sigue siendo nuestra. Esto es lo que la hace nuestra: nacer, trabajar, morir en ella. Esto es lo que da la propiedad, no un papel con números. 

Lo sentimos. No somos nosotros, es el monstruo. El banco no es como un hombre. 

Sí, pero el banco no está hecho más que de hombres. 

No, estás equivocado, estás muy equivocado. El banco es algo más que hombres. Fíjate que todos los hombres del banco detestan lo que el banco hace, pero aún así el banco lo hace. El banco es algo más que hombres, créeme. Es el 
monstruo. Los hombres lo crearon, pero no lo pueden controlar. 

Los arrendatarios gritaron: 

—El abuelo mató indios, Padre mató serpientes, por la tierra. Quizá nosotros podamos matar blancos, que son peores que los indios y las serpientes. Quizá tengamos que matar para conservar la tierra, igual que hicieron Padre y el abuelo. 

Y ahora los hombres de los propietarios se encolerizaron. 

Os tendréis que ir. 

Pero es nuestra, gritaron los arrendatarios. Nosotros... 

No. El banco, el monstruo es el propietario. Os tenéis que ir. 

Sacaremos nuestras armas, como hizo el abuelo cuando vinieron los indios ¿Y entonces qué? 

Bueno, primero el sheriff, después las tropas. Si intentáis quedaros estaréis robando, seréis asesinos si matáis para quedaros. El monstruo no está hecho de hombres, pero puede hacer que los hombres hagan lo que él desea. Pero si nos vamos, ¿dónde vamos a ir? ¿Cómo nos vamos a ir? No tenemos dinero. 

Lo sentimos —dijeron los enviados—. El banco, el propietario de cincuenta mil acres no se hace responsable. Estáis en una tierra que no os pertenece. Una vez que la dejéis, a lo mejor podréis recoger algodón en el otoño. Quizá podáis vivir del auxilio social. ¿Por qué no vais hacia el oeste, a California? Allí hay trabajo y nunca hace frío. Allí te basta con alargar la mano y ya tienes una naranja, siempre hay alguna cosecha que recoger. ¿Por qué no vais allí? Y los representantes de los propietarios arrancaron los coches y se alejaron. 

Los arrendatarios volvieron a agacharse en cuclillas para dibujar en el polvo con un palito, para pensar, para reflexionar. Sus rostros quemados por el sol eran oscuros; sus ojos azotados por el sol eran claros. Las mujeres salieron cautelosamente y se acercaron a sus hombres y los niños salieron prudentes detrás de ellas, dispuestos a echar a correr. Los chicos mayores se acuclillaban junto a sus padres, porque eso les convertía en hombres. Después de un rato, las mujeres preguntaron: ¿qué quería? 

Y los hombres levantaron un instante la vista con un dolor latente grabado en los ojos. Nos tenemos que marchar. Van a traer un tractor y un capataz. Como en las fábricas. 

¿Dónde vamos a ir?, preguntaron las mujeres.  

No lo sabemos. No lo sabemos. 

Y las mujeres volvieron rápidas y en silencio a las casas con los niños agrupados delante de ellas. Sabían que un hombre tan dolido y perplejo puede revolverse encolerizado, incluso contra personas a las que quiere. Dejaron a los 
hombres calcular y pensar, en el polvo, solos. 

Pasado un rato quizá el arrendatario miró a su alrededor: la bomba instalada hace diez años con el asa en forma de cuello de ganso y flores de hierro en el caño; el tajo en el que habían sido decapitados un millar de pollos; el arado manual en el cobertizo y el pesebre abierto colgado de las vigas. 

En las casas, los niños se apiñaron en torno a las mujeres. 

¿Qué vamos a hacer, Madre? ¿Dónde vamos a ir? 

Las mujeres respondieron: 

Aún no lo sabemos. Salid fuera a jugar. Pero no os acerquéis a vuestro padre, que a lo mejor os zurra. 

Las mujeres siguieron trabajando, pero sin dejar de mirar a los hombres acuclillados en el polvo, perplejos y pensativos. 

Los tractores vinieron por las carreteras hasta llegar a los campos, igual que orugas, como insectos, con la fuerza increíble de los insectos. Reptaron sobre la tierra, abriendo camino, avanzando por sus huellas, volviendo a pasar sobre ellas. Tractores Diesel que parecían no servir para nada mientras estaban en reposo y tronaban al moverse, para estabilizarse después en un ronroneo. Monstruos de nariz chata que levantaban el polvo revolviéndolo con el hocico, recorrían en línea recta el campo, atravesándolo, a través de las cercas y de los portones, cayendo y saliendo de los barrancos sin modificar la dirección. No corrían sobre el suelo, sino sobre sus propias huellas, sin hacer caso de las colinas, los barrancos, los arroyos, las cercas, ni las casas. 

El hombre sentado en el asiento de hierro no parecía humano: con guantes, gafas, una máscara de goma sobre la nariz y la boca para protegerse del polvo, no era más que una parte del monstruo, un robot sentado. El trueno de los cilindros retumbaba por los campos hasta ser uno con el aire y la tierra, de modo que éstos murmuraban con vibraciones simpáticas. El conductor no podía controlarlo; atravesaba el campo en derechura invadiendo una docena de fincas y regresando en línea recta. Un giro de los mandos podría desviar la oruga, pero las manos del conductor no podían darles el giro porque el monstruo que había construido el tractor, que le había mandado salir se había introducido de alguna manera en las manos del conductor, en su cerebro y en sus músculos, le había puesto gafas y amordazado, unas gafas en la mente y la percepción, una mordaza en el habla y la protesta. No podía ver la tierra tal como era, ni olerla tal como olía, no podía pisar los terrones o sentir el calor y la fuerza de la tierra. Sentado en un asiento de hierro pisaba pedales de hierro. No podía aclamar, golpear, maldecir ni animar a esa extensión de su poder y por eso mismo tampoco podía aclamarse, golpearse, maldecirse o animarse a sí mismo. No conocía la tierra, no la poseía, no confiaba en ella ni le imploraba. No tenía la menor importancia que una semilla plantada no germinase. El que la joven planta pugnando por crecer se agostara en la sequía o se ahogara en una lluvia torrencial le era tan indiferente al conductor como al tractor. 

No sentía más cariño por la tierra que el que pudiera sentir el banco. Podía admirar el tractor: sus superficies de máquina, sus oleadas de potencia, el rugido de sus cilindros detonantes; pero el tractor no era suyo. Tras el tractor rodaban los discos brillantes que cortaban la tierra con las cuchillas; aquello no era arar, sino una especie de cirugía: la tierra extraída era empujada hacia la derecha, donde la segunda fila de discos la deshacía y la volvía a empujar a la izquierda; cuchillas cortantes que brillaban pulidas por la tierra lacerada. Y, arrastrados tras los discos, llegaban las gradas con sus peines de hierro, deshaciendo los terrones hasta que la tierra quedaba nivelada. Después de las gradas entraban en escena las grandes sembradoras, doce penes curvos de hierro, erectos en la fundición, cuyos orgasmos los producían los engranajes, que iban violando la tierra metódicamente, sin pasión. El conductor sentado en su silla de hierro se enorgullecía de la rectitud de las líneas que no se hacían por disposición suya, del tractor que ni poseía ni amaba, de ese poder que no estaba bajo su control. Y cuando aquella cosecha crecía y luego se segaba ningún hombre había desmigajado un terrón caliente con sus manos dejando la tierra cribarse entre las puntas de los dedos; ninguno había palpado la semilla ni anhelado que ésta germinase. Los hombres comían algo que no habían cultivado y no había conexión entre ellos y el pan. La tierra daba frutos sometidos al hierro y bajo el hierro moría gradualmente; porque no había para ella ni amor ni odio, y no se le ofrecían oraciones si se le echaban maldiciones. 

Al mediodía, el conductor del tractor paraba a veces cerca de la casa de uno de los arrendatarios y sacaba su almuerzo: bocadillos envueltos en papel encerado, pan blanco, escabeche, queso, fiambre, un trozo de pastel marcado como una pieza de motor. Comía sin entusiasmo. Y los arrendatarios que aún no se habían marchado salían para observarlo, miraban con curiosidad cómo se quitaba las gafas y la máscara de goma, y contemplaban los círculos blancos que iban quedando en su rostro alrededor de los ojos y de la nariz y la boca. El tubo de escape del tractor seguía arrojando nubecillas de humo, ya que el carburante era tan barato que resultaba más práctico dejar el motor encendido que tener que volver a calentarlo al reanudar el trabajo. Cerca se apiñaban niños curiosos y harapientos que comían masa frita al tiempo que miraban. Contemplaban con ansia cómo el hombre desenvolvía bocadillos y con el olfato aguzado por el hambre olían el escabeche, el queso, el fiambre. No se dirigían al conductor. Seguían con la vista la mano que se llevaba comida a la boca. No le miraban masticar, sino que los ojos seguían a la mano que sostenía el bocadillo. Después de un rato, el arrendatario que no había podido marcharse, salía y se acuclillaba a la sombra, junto al tractor. 

—Pues ¿no eres tú el hijo de Joe Davis? 

—Sí que lo soy —respondió el conductor. 

—Y ¿cómo te dedicas a este trabajo, yendo contra tu propia gente? 

—Porque son tres dólares por día. Me harté de suplicar para comer y de no conseguir nada. Tengo mujer y niños. Tenemos que comer. Son tres dólares por día y es algo seguro. 

—Eso es verdad —replicó el arrendatario—. Pero para que tú ganes tres dólares por día, quince o veinte familias se quedan sin comer. Casi cien personas tienen que salir y vagabundear por las carreteras por tus tres dólares diarios. ¿O no? 

—Yo no puedo pensar en eso —replicó el conductor—. Tengo que pensar en mis propios hijos. Tres dólares diarios, un día detrás de otro. ¿No sabe usted que los tiempos están cambiando? Ya no se puede vivir de la tierra a menos que se tengan dos mil, cinco mil, diez mil acres y un tractor. La tierra de labor ya no es para campesinos como nosotros. Usted no se revuelve ni se queja por no poder hacer Fords o por no ser la compañía telefónica. Pues mire, ahora pasa lo mismo con las cosechas, y no hay nada que hacer. Intente trabajar en algún sitio por tres dólares diarios. Es la única solución. 

El arrendatario comentó, pensativo: 

—Es curioso. Si un hombre tiene una pequeña propiedad, esa propiedad se transforma en él, en una parte de él y es como él. Si es dueño de una propiedad, aunque sólo sea para poder andar por ella, trabajarla, apenarse cuando no marcha bien y estar contento cuando la lluvia caiga sobre ella, esa propiedad es él y, de alguna manera, él es más grande porque la posee. Incluso si las cosas no le van bien, él tiene la grandeza que le da su propiedad. Es así. —Y siguió cavilando: —Pero cuando un hombre tiene una propiedad que no ve, que no puede tocar con los dedos porque le falta tiempo, ni pisar porque no está allí, entonces, la propiedad es el hombre. Él no puede ni hacer ni pensar lo que desea. La propiedad se apodera del hombre por ser más fuerte que él. Y él ya no es grande, sino pequeño. Tan sólo sus propiedades son grandes y él se convierte en el servidor de su propiedad. Esto es lo cierto, también. 

El conductor masticó el pastel marcado y arrojó la masa. 

—¿No se da cuenta de que los tiempos han cambiado? Filosofando así no conseguirá alimentar a los niños. Eso sólo se hace ganando tres dólares diarios. Los hijos de los demás no deberían preocuparle, ocúpese de los suyos propios. Si se hace una reputación por hablar de esa forma, nadie le pagará los tres dólares. Los que tienen la pasta no le contratarán si anda por ahí pensando en otras cosas aparte de en sus tres dólares. 

—Por tus tres dólares hay cerca de cien personas en la carretera. ¿Dónde vamos a ir? 

—Eso me recuerda —dijo el conductor— que más le vale irse pronto. Después de comer voy a entrar en su patio. 

—Esta mañana cegaste el pozo. 

—Ya lo sé. Tenía que seguir en línea recta. Pero después de comer voy a entrar en el patio. Tengo que ir siempre en línea recta. Además, ... bueno, usted conoce a Joe Davis, a mi viejo, así que le voy a decir una cosa. Mis órdenes son que cuando encuentro una familia que no se ha marchado, si tengo un accidente, ya sabe, me acerco demasiado y hundo un poco la casa, me puedo sacar un par de dólares. Y mi hijo menor no ha tenido nunca un par de zapatos... aún. 

—La levanté con mis propias manos. Enderecé clavos viejos para colocar el revestimiento. Los pares del tejado están atados a los travesaños con alambre de embalar. Es mía. Yo la construí. Atrévete a chocar contra ella, yo estaré en la 
ventana con el rifle. Que se te ocurra siquiera acercarte de más y te dejo seco como a un conejo. 

—No soy yo. Yo no puedo hacer nada. Pierdo el empleo si no sigo órdenes. Y, mire, suponga que me mata, simplemente a usted lo cuelgan, pero mucho antes de que le cuelguen habrá otro tipo en el tractor y él echará la casa abajo. Comete usted un error si me mata a mí. 

—Eso es verdad —dijo el arrendatario—. ¿Quién te ha dado las órdenes? Iré a por él. Es a ése a quien debo matar. 

—Se equivoca. El banco le dio a él la orden. El banco le dijo: o quitas de en medio a esa gente o te quedas sin empleo. 

—Bueno, en el banco hay un presidente, están los que componen la junta directiva. Cargaré el peine del rifle e iré al banco. 

El conductor arguyó: 

—Un tipo me dijo que el banco recibe órdenes del este, del gobierno. Las órdenes eran: o consigues que la tierra rinda beneficios o tendrás que cerrar. 

—Pero ¿hasta dónde llega? ¿A quién le podemos disparar? A este paso me muero antes de poder matar al que me está matando a mí de hambre. 

—No sé. Quizá no hay nadie a quien disparar. A lo mejor no se trata en absoluto de hombres. Como usted ha dicho, puede que la propiedad tenga la culpa. Sea como sea, yo le he explicado cuáles son mis órdenes. 

—Tengo que reflexionar—respondió el arrendatario—. Todos tenemos que reflexionar. Tiene que haber un modo de poner fin a esto. No es como una tormenta o un terremoto. Esto es algo malo hecho por los hombres y te juro que eso es algo que podemos cambiar. 

El arrendatario se sentó a la puerta y el conductor hizo tronar el motor y arrancó, deshaciendo los senderos, las gradas peinando el suelo y los falos penetrando la tierra. El tractor atravesó el patio, dejó el suelo apelmazado por tantas pisadas convertido en un campo labrado y retrocedió cortando de nuevo la tierra; quedó sin arar un espacio de unos tres metros de ancho. Y vuelta a empezar. El guarda de hierro arremetió contra una esquina de la casa, hizo desmoronarse la pared y arrancó la casita de los cimientos haciendo que cayera de lado, aplastada como un insecto. Y el conductor llevaba gafas y se cubría la nariz y la boca con una máscara de goma. El tractor dibujó una línea recta 
mientras el aire y la tierra vibraban con su ruido atronador. El arrendatario lo contempló, sosteniendo en la mano el rifle. Su mujer estaba junto a él, los silenciosos niños detrás. Y todos ellos mantenían la vista fija en el tractor. 

miércoles, 23 de mayo de 2012

"Tras su coronación, Darío convocó a los griegos que estaban en su corte y les preguntó por cuánto dinero accederían a comerse los cadáveres de sus padres. Ellos respondieron que no lo harían a ningún precio. Entonces, convocó a los indios calatias, que devoran a sus progenitores, y les preguntó por qué suma consentirían en quemar en una hoguera los restos mortales de sus padres; ellos se pusieron a vociferar, rogándole que no blasfemara."


(Herodoto, Historias, III)

(Gracias, Genovesio Menéndez)

viernes, 4 de mayo de 2012

Escala

El domingo estuve cuatro horas o cinco o ni recuerdo en Barcelona, en una escala de esas simpáticas donde te lleva todo el día cambiarte de ciudad y de país. Como tengo que hacer un trabajo para una asignatura bonita de Etnografía, estuve tomando notas y, pues os dejo por aquí la parte de las telegráficas, que tienen su gracia. O no. A mí es que me molan estas cosas. Y, qué coño, que quiero volver a dedicarme a bloggear y no lo estoy haciendo.

Cafetería. Gente come. Periódicos. Yo estudio. Gente habla. Comparan compras. Pasan. Niños. Padres. Avión ("mira, papá, es el nuestro"). Hora de comer. El chico sale a recoger cosas de las mesas. Hay quien deja la mesa recogida, hay quien no. Llamadas telefónicas ("ya estoy en X, mi avión sale a tal hora"). Gente que ha llegado al final del trayecto y busca su equipaje. Madres cambian bebés antes de subir al avión, diferencias entre pilotos, azafatas y etc y pasajeros en la seguridad al moverse por el aeropuerto, cantidad y capacidad de los bultos, etc. Silencio y ruido por zonas. Diferencia en las consumiciones según va avanzando la hora. Redistribución en el contenido de los bultos en el caso de llevar más de uno. Libros, móviles, portátiles, periódicos, revistas. Colas de embarque. Megafonía. Pasajeros con movilidad reducida. Zonas infantiles. Campamentos según la cantidad de pasajeros. Actividad de pasajeros satélites. Baño. Hay quien se maquilla, quien se lava, etc. Hablan o no. Hay quien duerme. Quien se aburre, quien se entretiene. MIrar por los ventanales. Haber organizado más o menos el tiempo en el aeropuerto. Concepción de la estancia como algo habitual o extraordinario. Mirar por la ventana, al periódico o a ambos. Gente con más o menos prisa. Los trabajadores del aeropuerto se van a comer y saludan a los que llegan. Otra vez diferencias de comportamiento con los viajeros. Motivos del viaje: placer, trabajo, estudios. Solos, en familia, en bloque. Equipo de fútbol, reunión de empresa. Hay gente que observa a otra gente (y no sólo yo). Azafatas, camareros, etc, hablando entre ellos mientras te cobran, te atienden, etc. Gente que deambula, gente que se instala, el que dormía se despierta. Gente que hace tiempo, que tiene prisa. Llegan las limpiadoras. Gente que camina por la cinta transportadora. Gente que se queda quieta. Otro equipo de fútbol. Uno de gimnasia rítmica, con los aros. Los equipos embarcan en bloque. Los pequeños hacen más ruido. Los entrenadores/acompañantes explican lo de apagar el móvil. HAN PERDIDO UNA PASAJERA DE MOVILIDAD REDUCIDA!!!!! ("seguro que ya ha embarcado"). Un señor sin billete (o algo así) con dos críos de unos tres años. No le dejan embarcar. Dos chicos han perdido su avión. Gente que se pone a la cola antes de empezar el embarque. Gente que se levanta del asiento cuando empieza a moverse la cola. Calzado. Idioma(s).

Y aquí embarqué, me dormí viendo el Mediterráneo y me desperté viendo el Zurichsee.

Lo que haga con estas notas telegráficas ya es cosa mía, claro.

domingo, 29 de abril de 2012

Wind that shakes the barley

La semana pasada estuve leyendo a Bobby Sands. Lloré un montón y me pareció todo bellísimo en su sordidez. Una suerte de Romance del prisionero del preso (que pretende ser) político desnudo y humillado que da de comer a los pájaros que ve por la ventana con los gusanos que crecen en su celda en verano pero que también cuenta, con toda la naturalidad posible en esos casos, las torturas, las humillación y el resto de lo que sucede en un día de su vida, desde que se despierta muerto de frío por la mañana hasta que consigue compartir con los compañeros del módulo el tabaco que ha conseguido pasarle su madre que había venido de visita aquel mismo día. Como se dan clases de gaélico a gritos. Como consigue pasar el paquetito en la boca porque la revisión que le hacen es sólo anal (probablemente, como señala, porque el objetivo no es tanto registrarlo como humillarlo). Es corto y  cualquier cosa que yo pueda decir no le hace justicia; sólo lo frivoliza y lo convierte en aquello que no es.

Yo, en realidad, venía a contarles que acabo de descubrir a Amanda Palmer versionando "Wind that shakes the barley".




 La letra, según la Wikipedia es esta pero Amanda cambia algunos versos:

 I sat within a valley green
I sat me with my true love
My sad heart strove to choose between
The old love and the new love
The old for her, the new that made
Me think on Ireland dearly
While soft the wind blew down the glade
And shook the golden barley

Twas hard the woeful words to frame
To break the ties that bound us
But harder still to bear the shame
Of foreign chains around us
And so I said, "The mountain glen
I'll seek at morning early
And join the bold United Men
While soft winds shake the barley"

While sad I kissed away her tears
My fond arms 'round her flinging
The foeman's shot burst on our ears
From out the wildwood ringing
A bullet pierced my true love's side
In life's young spring so early
And on my breast in blood she died
While soft winds shook the barley

I bore her to some mountain stream
And many's the summer blossom
I placed with branches soft and green
About her gore-stained bosom
I wept and kissed her clay-cold corpse
Then rushed o'er vale and valley
My vengeance on the foe to wreak
While soft winds shook the barley

But blood for blood without remorse
I've taken at Oulart Hollow
And laid my true love's clay-cold corpse
Where I full soon may follow
As 'round her grave I wander drear
Noon, night and morning early
With breaking heart when e'er
I hear The wind that shakes the barley

jueves, 22 de marzo de 2012

El otro día me estuve descargando poemarios y antologías poéticas (y unas cuantas cosas más) como si me fuera la vida en ello y me fueran a cerrar internet y nunca más fuera ni a reencontrarme con mis libros ni con bibliotecas y/o librerías con ejemplares en lenguas que entienda con más o menos esfuerzo. Entre ellos, una antología del insoportable de Villena del que saco lo siguiente:


LA DESPEDIDA DEL FANTASMA

Ya no vendré más a molestaros.
Ya no más en la noche los extraños ruidos,
las luces que se encienden a solas, inseguras.
Adiós al tintineo de la cerámica
y a la risa sorpresa de los cuadros.
Adiós a los cuidados y amorosos desvelos
con que cerrabais puertas y ventanas
y mirabais los muebles con lenta incertidumbre.
Ya no veréis mis huellas imprevistas
—leves huellas, de acuerdo— sobre el sillón,
a un lado la ginebra y el suplemento semanal.
Amé vuestras costumbres, que siempre interrumpía.
Gocé las desnudeces que a veces me obsequiabais,
cuando al salir del baño os quedabais atentos,
escuchando mi risa apenas perceptible.
Yo corregía poemas olvidados
y añadía precisión a los artículos
interrumpidos en la noche.
Deslicé alguna vez algunas fechas falsas,
algún dato espectral e inexacto:
ni siquiera cobraba mis disfraces.
Jamás tuve la idea de aparecerme
en sábana interior: casto y sencillo
vagaba en ese limbo que son las casas cultas:
drama en la biblioteca
al no encontrar el Libro de los Muertos
(me entretuve leyendo Pedro Páramo).
Para no despertaros, me puse auriculares
cuando quise escuchar la colección de Réquiems
(la versión del de Mozart, excesiva y romántica).
No tengo tiempo ya de ordenaros el álbum
de las fotografías: amigos y viajes.
Dejo ya de inquietaros:
conozco demasiado de vosotros,
y ahora que acaba junio debo vagar por playas
y otros sitios propicios a las apariciones.
Adiós, adiós, amantes
para los que fui invisible:
espero saludaros en cualquier otra vida.

Juan Lamillar


Y ahora no me digan que no aman a alguien que pone a un fantasma a leer Pedro Páramo. La postmodernidad a veces se apodera de mí y yo me dejo hacer, lo siento. La promiscuidad literaria es lo que tiene.

sábado, 17 de marzo de 2012

Declaración de pérdidas

DECLARACIÓN DE PÉRDIDAS


Perder el pelo, perder la calma,

¿me explico?, perder el tiempo,

librar una batalla perdida,

perder peso y esplendor, perdón, no importa,

perder puntos, déjame terminar de una vez,

perder la sangre, perder al padre y a la madre,

perder el corazón, hace tiempo perdido

en Heidelberg, y ahora otra vez,

sin parpadear, el encanto de la

novedad, olvídalo, perder los

derechos civiles, me doy cuenta,

perder la cabeza, por favor,

si no puede evitarse,

perder el Paraíso Perdido, y qué más,

el empleo, al Hijo Pródigo,

perder la cara, que le vaya bien,

dos Guerras Mundiales, una muela,

tres kilos de sobrepeso,

perder, perder, y volver a perder, hasta

las ilusiones perdidas hace tanto tiempo,

y qué, no desperdiciemos una palabra más

en la tarea perdida del amor, digo que no,

perder de vista la vista perdida,

la virginidad, qué lástima, las llaves,

qué lástima, perderse en la multitud,

perderse en las ideas, déjame terminar,

perder la mente, el último céntimo,

no importa, termino en un momento,

las causas perdidas, toda sensación de bochorno,

todo, golpe a golpe,

¡ay!, hasta el hilo del relato,

el carnet de conducir, las ganas.

Hans Magnus Enzensberger, El hundimiento del Titanic

domingo, 22 de enero de 2012

In memoriam

Hace quince años, tú debías tener algo menos de cuarenta y nosotras teníamos trece. También tuvimos catorce, quince, dieciséis, diecisiete y hasta hoy, que tenemos veintiocho. Hablaba con ella, hace un rato, cuando me daba la noticia que no me podía creer, de que podía hacer tranquilamente cinco años que no nos veíamos. Hoy tiene una criatura preciosa que es igualita a ella y que se parece un montón a ti, porque os parecíais mucho.

Nos pasamos cientos de tardes adolescentes en tu casa e íbamos a verte a la inmobiliaria para que nos dejaras hacer solitarios en el ordenador. Eras joven, guapa, estabas divorciada, tenías tres hijos y un montón de paciencia con nosotras. Recuerdo haberme sentido en tu casa siempre como si estuviera en la mía, estuvieras tú o no (y eso, cuando se es adolescente y la madre de tu amiga está en casa es muy difícil). No nos trababas exactamente como a iguales pero tampoco como a crías.

Fuiste, ahora que lo pienso, que hace hora y pico que no puedo parar de pensar en ti, mi modelo de mujer independiente.

Hicimos mil y no hicimos ninguna y nos las aguantaste todas. Me llamabas "mi neniña" y me preguntabas siempre como estaba mi madre, que estaba mal. Un día tu hermana tuvo un accidente y se murió y yo no sabía como reaccionar cuando te vi llorar. Yo, que fui una adolescente llorosa a la que habrás visto llorar (y consolado) mil veces.

Y nos hicimos mayores. Yo me fui a Santiago, Carmelita se quedó en Ferrol. Yo anduve de huelga en huelga y ella se metió en el ejército. Pasan los años, crecen las distancias y, bien, menos mal que existe internet.

Hace varios días que la encontré y hoy me hablaba y yo le preguntaba por esa niña de las fotos, que es ella en pequeñito, que es una preciosidad. Y le pregunté por ti. Porque me pasé media vida metida en tu casa, porque siempre te quise mucho, porque me consta que me querías mucho. Moriste en mayo. La vida es una puta mierda.

Que la tierra te sea leve, Carmela madre, donde quiera que estés.